Una foto aleatoria

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jueves, 24 de julio de 2008

Incoherencias

De acuerdo con datos recientes del Banco Mundial (www.worldbank.org), España es el octavo país del mundo por Producto Interior Bruto, solo superado por Estados Unidos, Japón, Alemania, China, Reino Unido, Francia e Italia. Muchos países dedican parte de sus presupuestos a ayuda al desarrollo en otras naciones, las más necesitadas, africanas y latinoamericanas fundamentalmente, y contribuyen al sostenimiento de organismos internacionales, como la ONU.

Si este organismo, por ejemplo, dedicase sus valiosos recursos en proporción a las contribuciones realizadas por los países miembros, resultaría que Estados Unidos, que aporta el 22% del presupuesto de la ONU, recibiría la mayor parte de los fondos de UNICEF, ACNUR o la FAO, que se supone han de ir destinados a otros con más necesidad.

El modelo de financiación estatal propuesto por algunas comunidades autónomas, basado en determinar las balanzas fiscales y repartir más o menos de forma proporcional a la contribución de cada una, para que al final les llegue lo mismo que dejaron salir, resulta tan chocante como el ejemplo anterior: el hecho de que Madrid sea la región más rica de España no debe significar que España dedique más recursos per cápita a la Comunidad de Madrid. Salvo la excepción del trasvase Tajo-Segura, esta forma de reparto de la riqueza se aplica en nuestro país a la distribución del agua: los que más tienen no quieren darla, y además consiguen el compromiso del Gobierno de que no la darán.

Entre las autonomías más ricas, gobernadas por partidos diversos, hay una cierta unanimidad en cuanto a que la redistribución se base en las balanzas fiscales. En particular, llama la atención que gobernantes de presunta izquierda, sabedores de que quien contribuye no es su Comunidad, sino cada uno de los ciudadanos que la componen, opten por un sistema de financiación que fomenta que la riqueza se quede en donde se produce, y no que vaya a los lugares en los que más falta hace.

Ocurre también que la idea de izquierda y derecha tiende con los años a difuminarse, en el entorno global y de libre mercado en el que nos movemos, donde el margen de decisión es escaso y muchas veces, como en el caso del establecimiento de los tipos de interés, viene impuesto desde fuera. Hasta hace poco, uno pensaba que la supresión, por ejemplo, del Impuesto de Patrimonio, que penaliza a los que más tienen, era una medida más conservadora que progresista, pero el PSOE la llevaba en su último programa electoral. Del mismo modo, el Impuesto de Sucesiones y Donaciones, adecuadamente ponderado, ayuda a igualar las oportunidades de todos, de tal manera que nadie sea mucho más que otro por el hecho de haber nacido en una u otra familia. En este caso uno también está confundido y no sabía que eliminarlo también es de izquierdas. Cuando gobernó el PP («¡Que viene la derecha!», gritaba Alfonso Guerra para asustarnos) se suprimió el Servicio Militar Obligatorio.

Uno ya no sabe de qué es, o si es que es de una ideología inventada y propia, o de una extinguida y que no tiene ya representación ni en el Parlamento ni en el espectro político. Hace unos años, en el Pasaje de San Isidro, había una pintada que decía: «Si votas no te quejes, jódete». Pues no sé si quejarme o no votar.

jueves, 10 de julio de 2008

Señor Picazo

Hace años dejé mi país, Chile, para tomar un vuelo transoceánico que me trajera a España. Estaba invitado para participar, dando una charla, en uno de los congresos más importantes de mi especialidad. Por la mañana, antes del viaje, me encontraba terminando algunas gestiones en mi universidad, a toda prisa, porque iba a estar quince días en esta orilla y quería dejarles todo atado y bien atado a los miembros de mi equipo de investigación. Con tanto correr, esa mañana preferí utilizar las escaleras en lugar de los ascensores, a los que hay esperar, y mi pie patinó al bajar un peldaño y me torcí un tobillo. El pie se me puso como una bota y anduve cojeando a partir de ese momento; por unos minutos me planteé anular mi viaje y quedarme en Santiago. Pero como la vida apenas te repite la posibilidad de viajar lejos y de ser bien recibido, y como el vuelo salía tres horas después, preferí venir a España, en donde ya habría tiempo de acudir a un hospital en el que se me pudiera poner una escayola o un poco de venda.

Sentado ya en el avión, coincidí con el Dr. Picazo, a quien no conocía. Los dos habíamos pedido el asiento que hay junto a la salida de emergencia, porque hay más espacio para estirar las piernas. «Es que esta mañana me he hecho un esguince y me duele muchísimo», le dije, «y no quería forzarme a llevar las piernas encogidas y pegadas al asiento delantero». «Pues yo puedo quitarle el dolor en treinta segundos», me dijo. El Dr. Picazo tomó un bolígrafo y operó con él sobre la primera falange de mi dedo corazón. El dolor desapareció del todo, esto es cierto, aunque la hinchazón se mantuvo. «La lesión sigue existiendo, tenga cuidado», me advirtió. Picazo me dio una tarjeta de su clínica de medicina natural en Buenos Aires: «Voy a España a montar otra en Madrid», explicó, «y tal vez más adelante instale otra en Barcelona».

Un rato después la tripulación solicitó un médico para algún pasajero de primera clase, que estaría sentado y maltrecho más allá de las cortinillas que nos ocultan, a los de turista, los placeres y las bacanales que se viven en business. El Dr. Picazo se fue para allá, a atender al paciente, olvidándose en su plaza su billetero con su pasaporte, su tarjeta de embarque y, pegada a ésta, la pegatina que identifica su equipaje con un código de barras. Picazo no había vuelto cuando el avión aterrizó en Madrid. Estuve tentado de advertirlo a algún tripulante, pero la aeronave ya se encontraba detenida y los pasajeros se arremolinaban por los pasillos buscando en los compartimentos portaequipajes sus objetos personales. Tomé su documentación con la intención de entregársela en la zona de recogida de maletas. Él había descendido antes que yo, y lo vi junto a la cinta transportadora, rebuscándose sin fruto en los bolsillos de su pantalón. Lo llamé por su nombre, pero mi grito se confundió con los avisos bilingües de la megafonía, y no me oyó. Picazo preguntó a un policía, que supongo le indicaría un camino para regresar al avión a recoger sus cosas. En ese momento advertí que también yo había olvidado mis papeles en mi asiento, incluyendo el texto de mi conferencia, que llevé con la intención de repasar durante el vuelo, y, pensando de nuevo que la vida te ofrece esta oportunidad solamente una vez, rebusqué por la cinta la maleta de Picazo y salí con ella.

Atravesé sin problemas el control policial: el agente se daría por satisfecho al comprobar que tanto Picazo como yo teníamos bigote, él en la foto del pasaporte y yo en la realidad en aquella época. Al salir al pasillo de Llegadas, un hombre me esperaba portando un cartel con mi nombre: «Señor Polo». Cerca de él, otro esperaba a mi álter ego: «Señor Picazo». Me fui con éste.
De estoe acuerdo tácito hace ya quince años. Escribo desde el despacho que tengo en la clínica que he abierto en Bilbao. A Picazo lo contrataron en la universidad a la que yo viene a impartir una charla. A veces nos escribimos correos electrónicos. Los dos seguimos bien. Creo que él ahora escribe una columna a la semana en un diario local.

EL PROBLEMA DE LA PARADA

El Problema de la parada es un problema muy célebre de la Computación, que es el área donde la Informática se acerca a la Matemática y, en algunos lugares, convergen. Básicamente, consiste en decidir si un programa que está ejecutando un ordenador llega o no a parar encontrando una solución. Así, por ejemplo, es sencillo escribir un programa que encuentre todos los divisores de 100, y es fácil demostrar que ese programa para (es decir, se detiene) cuando los ha encontrado todos. Un ejemplo simple de un programa que no para es el de encontrar el mayor número par. El programa que escribamos encuentra el 2, el 4, el 6, el 8… y de este modo va aumentando un contador y comprobando si cada uno de los números es o no par: si lo es, lo anota como el mayor y, siempre, pasa a comprobar el siguiente.


Más próximo a la realidad, el Problema de la parada consiste en escribir un programa que determine si otro programa llega o no a parar. Continuando con el ejemplo, consistiría en escribir un programa que observe al que busca el mayor número par, y diga si éste para o no para.
Un ejemplo más visual pasa por poner a personas en el lugar de los programas: en este nuevo contexto, el Problema consiste en que Fulano determine si Mengano realiza o no una determinada acción. Si Mengano la realiza, Fulano saltará y dirá “ha parado”; si no, Fulano nunca podrá determinar si Mengano realiza o no esa acción. El Problema, entonces, puede resolverse solamente a veces.


La acción podría ser, por ejemplo, observar si Mengano sale de algún sitio: de una cárcel, o de un Centro de Internamiento de Extranjeros, que es el nombre que reciben esos lugares en los que se encierra a los extranjeros que llegan sin papeles a la Gran Unión Europea, reserva moral de Occidente, maestra en el respeto a los Derechos Humanos, Grandilocuente Sociedad del Bienestar. Ahora se les podrá tener como presos durante año y medio, y no a la espera de juicio (pues el que ha llegado no ha cometido ni delito ni falta: es solamente que no tiene nada), sino a la espera de que la lenta maquinaria de la administración localice el país de origen de cada uno y, fletado un vuelo, lo devuelvan allá, si es que lo admiten. Si no, ocurrirá como ahora: pasado el periodo legal (hoy, en España, cuarenta días), dejarán libre al extranjero en una calle de cualquier ciudad.


Podemos imaginar que lanzamos nuestros papeles a un río y nos quedamos sin dinero, que pasamos las horas al sol para adquirir en la tez el color de los de otro continente, y que nos presentamos en una playa de Cádiz sin hablar castellano, sino chapurreando el idioma que apenas hablemos, o haciéndonos los mudos, para no revelarle al Estado que nos detiene nuestra identidad verdadera; pasaríamos 18 meses en un CIE sin haber cometido delito alguno, enclaustrados entre sus paredes y patios, con diana a las ocho y apagado de luces a las veintidós, ducha a las nueve, recuento a las catorce, ping-pong por la tarde. Un amigo nuestro podría jugar con nosotros al Problema de la parada para determinar si salimos o no. Pero 18 meses es mucho tiempo (cuántas cosas han pasado desde enero de 2007), y nuestro amigo se aburriría y dejaría que fuese el Estado quien determinase si salimos o no.


Pues así están las cosas. Salvo pocas excepciones, nuestros representantes socialdemócratas y democratacristianos (¿dónde lo social, socialistas?, ¿dónde lo cristiano, populares?) han votado mayoritariamente a favor de esta medida. Ya estamos más cerca de Guantánamo. ¿Les vamos a dar también un mono naranja?


«”¿Cuándo abandona usted todo esto, Herrero? […] ¿Qué hace usted con gente como la de su partido?”. Al ver mi asombro, miró tristemente hacia los escaños socialistas y comentó, escéptico: “Claro que, con razón, dirá usted qué hago yo entre esta reala”». (Miguel Herrero de Miñón, en su libro Memorias de Estío, relatando una conversación con Enrique Tierno Galván).