Una foto aleatoria

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miércoles, 30 de septiembre de 2009

El ADN de Dios

     A veces pienso en algunos misterios de la religión que me enseñaron, y que es la que durante siglos o milenios tocó enseñar por esta parte del mundo. Si hubiera nacido en otras latitudes, se me habría explicado la religión islámica o la budista; si hubiera nacido en otro tiempo, quizás adorase a Zeus o a Artemisa, a Thor o a Odín, a Hércules o a Baco. Se me enseñó, sin embargo, el cristianismo en su interpretación católica, con la transmutación del pan y el vino consagrados en el cuerpo y en la sangre de Cristo como uno de sus principios fundamentales: cuando el sacerdote estira los brazos sobre el cáliz y alarga las manos, se convierte él mismo en una especie de antena que recibe desde arriba la señal con el poder misterioso y mágico, para propagarla, amplificada, sobre los frutos del trigo y la vid, alterando sus propiedades, que dejan de ser esos meros alimentos para pasar a ser productos realmente humanos. Esto es lo que me han enseñado.

     Con esta idea de la transmutación en mente, he empezado a escribir una novela en la que se descubre ADN humano en las hostias consagradas, que no estaba presente en ellas antes del sacramento. Hace ahora como quince años empecé otra novela, “La ruta no natural”, que luego me publicó la Biblioteca de Autores Manchegos. Me costó mucho trabajo acabarla, y tuve periodos de nula productividad, tardes en las que me ponía a escribir ante el ordenador sin terminar una línea. Frecuentaba por esas fechas el Café Guridi, a la sazón dirigido por Juan, en donde se reunían semanalmente los contertulios de la asociación cultural La Fragua, y en donde se organizaban exposiciones y algunos conciertos. En su tablón de corcho, situado junto a la barra, Juan dejaba colgar anuncios de “Se busca guitarrista”, fechas de próximos conciertos y, a mí, me dejó ir pinchando, semanalmente, las páginas de esa novela con la que tanto me costaba avanzar. Tuve algunos lectores, clientes asiduos que dedicaban unos minutos a ir leyendo los párrafos nuevos y que ocasionalmente me dejaban algún comentario manuscrito. Ese compromiso no adquirido me motivó para no dejar de faltar a mi cita voluntaria de los domingos, en las que me exigía a mí mismo pinchar nuevos folios con la continuación del relato, que hasta ese momento se me había ido resistiendo. El hecho simple de colgar los textos se convirtió para mí en un acicate que me invitaba y me facilitaba el hecho de escribir.

      Hoy me ha sucedido algo similar con esta columna, que he empezado de otras tres formas hablando de otros tres temas diferentes que me han resultado aburridos y sin sustancia. Me ocurre lo mismo con la nueva novela, con ADN, que he empezado hace unos meses pero con la cual me atranco: no sé cuál será el final pues, aunque tenía uno pensado cuando la comencé, en las pocas páginas que llevo la historia se me ha ido ya por otros derroteros. Los últimos ratos en los que he intentado proseguirla han sido infructuosos.

      Quince años después del tablón físico y tangible de corcho de alcornoque del café Guridi de la calle Libertad con Cardenal Monescillo, “ya no cierro los bares ni hago tantos excesos”, como dice Joaquín Sabina, pero puedo disponer de otro tablón electrónico en el que ir colgando las páginas que tengo escritas, y que me sirva de prurito y de compromiso para que, con dos o tres lectores que la sigan, avance con ella hasta terminarla: adndedios.blogspot.com

martes, 22 de septiembre de 2009

LA VIDA EN CANCIONES

Desde que éramos novios, a mi marido le ha traicionado su subconsciente cantarín. Cuando, recién sacado el carné de conducir, me llevaba por las noches hacia ese descampado en las afueras de la ciudad, ya dejaba entrever lo que iba barruntando, con aquella canción de Los Inhumanos que hablaba de un Simca 1000, aunque su coche fuese algo más moderno y tuviera los asientos parcialmente reclinables. Los momentos anteriores a éste los solíamos compartir en los bares con la pandilla de amigos; cuando la conversación y las risas se encontraban en su momento más granado y él, por ejemplo, dejaba la mesa que ocupábamos para ir a la barra y pedir unos botellines y unos vargas, me miraba desde allí y notaba que sus labios cantaban lo de “bares, qué lugares tan gratos para conversar”, de Gabinete Caligari. Si no habíamos salido con nadie, o nuestros amigos se habían ido antes y estábamos solos, continuaba con el verso de “no hay como el calor del amor en un bar”, a la vez que me tomaba la mano y me miraba a los ojos. Los Gabinete, de Jaime Urrutia, le gustaban mucho, y en la noche de bodas, tumbados sobre la sábanas, me cantó aquello de “mi cielito y yo en la suite nupcial”.
Luego, ya casados, y desde que se compró su primer móvil con politonos, se levanta cada mañana con el Rock and Roll del despertador, de Joaquín Sabina, que empieza diciendo “Son casi las seis, como cada mañana”, aunque la canción le arranque diariamente dos horas más tarde. Si, cuando regresa a mediodía, lo oigo entrar por la puerta cantando “Hoy me he levantado con el pie contrario”, sé que algo le ha ido mal en el trabajo y ha salido cabreado. Si, por el contrario, entra tarareando “Me va, me va, me va”, es que todo ha ido bien, y entonces yo le contesto con aquella sintonía del viejo programa de Elena Santonja, “Con las manos en la masa”, que interpretaban el propio Sabina y Vainica Doble: “Siempre que vuelves a casa, me pillas en la cocina, embadurnada de harina, con las manos en la masa”. Él, entonces, o bien continúa la canción diciendo que no quiere platos finos, o bien se traslada a otro estilo y me dice que quiere “pollo asao, asao, asao con ensalada”.
Cuando las noticias hablan de la amenaza nuclear iraní se le queda para toda la tarde la canción de Ayatollah, de Siniestro Total; si se habla de sequía, “Ojalá que lllueva café”, de Juan Luis Guerra; si de la llegada de pateras, me canta el Clandestino de Manu Chao. Si ando de morros y no estoy amable, se le escapa “tengo que confesar que a veces no me gusta tu forma de ser”, de Julieta Venegas, y si intenta besarme y le esquivo, “No me beses en los labios”, de Aerolíneas Federales. Si alguna vez discutimos, “Cena recalentada”, de los Golpes Bajos; si me ve triste, “Los chicos no lloran”; si alegre, cualquier ranchera. “Las cuatro y diez” de Aute si vamos al cine; “La fiesta”, de los Ilegales, si vamos a un guateque en casa de unos amigos, y “Champú de huevo” cuando se ducha antes de salir de noche.
Todo se pega. Y yo, que soy abogada en esta ficción, he tenido ahora un cliente a quien la policía sorprendió en un parque con gramo y medio de hachís en el bolsillo. Ha recibido una carta de la Subdelegación del Gobierno, en la que le invitan a reconocer el acto y archivar el expediente sin sanción ni pena ninguna (“De acuerdo con lo previsto en el artículo 8 del RD 1398/93 de 4 de agosto, puede reconocer voluntariamente su responsabilidad, dándose entonces el expediente por concluido y dictándose la resolución sin sanción económica”), o bien a alegar lo que quiera e iniciar un procedimiento que puede ser más largo. El chico, inseguro de sí mismo, me pidió que lo ayudara a redactar el escrito en el que asume su culpa, y luego lo que lo acompañara al edificio oficial para presentarlo.
Mientras el funcionario cotejaba el original con la copia que luego nos devolvió sellada, releí una vez más el papel, al revés desde mi ángulo, en este lado de la ventanilla, y no pude evitar que se me escapara este verso rumbero: “Lo reconozco, fumo porros a diario”, de los Estopa.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Últimos minutos del toro

Durante toda la tarde he estado oyendo golpes secos cerca de mí. Aquí tengo algo de paja y un bebedero. Imagino que mis otros compañeros de viaje están en los chiqueros que hay al lado, semejantes a este en el que me han encerrado. Todavía los huelo. En un cierto momento he vuelto a oír los tambores y las cornetas; esperaba escuchar nuevamente el ruido de una puerta próxima que se abre, pero en esta ocasión ha sido la mía. A las virutas de polvo que flotan en el ambiente las ha agrupado la luz, que ha entrado formando un prisma; he dudado, pero llevaba horas aquí encerrado y he salido en esa dirección, abandonando mi habitáculo, y he salido corriendo hacia el espacio abierto y luminoso, en donde se escuchaba a un gran gentío. La luz intensa me ha deslumbrado, pero pronto me he adaptado a ella y he corrido por la arena buscando una salida definitiva al campo verde. Ocasionalmente salían unos hombres a recibirme, me mostraban y agitaban el capote y, cuando alcanzaba a estar cerca de ellos, volvían a esconderse detrás de las tablas. He dado una vuelta completa sin encontrar el camino que me sacara del albero, empapado de agua a pesar de este día de calor, de cielo despejado y sin nubes. Quizá si venzo a ese hombre que acaba de pararse y que me está citando se me abran las puertas y pueda marcharme, así que me arranco y lo ataco, pero mueve magistralmente su pedazo de tela y me impide alcanzarlo, me lleva por su lado; me giro y me vuelvo, el hombre vuelve a engañarme y la multitud me aturde con sus vítores en el graderío. Me empalma varios pases, y yo lo más que consigo es pasar rozando su trapo con mis pitones.

Suenan otra vez los clarines. De una puerta contigua a aquella por la que yo he venido salen dos hombres a caballo. Van armados. Los caballos llevan los ojos tapados y están protegidos con corazas. La arena se llena ahora de gente, y el hombre que me ha dado antes los pases vuelve a citarme, conduciéndome poco a poco frente al caballo más próximo al palco del presidente. La gente le aplaude. Tal vez si venza al caballo me concedan el perdón y me dejen salir, así que me arranco desde la segunda raya y me lanzo hacia él con todas mis fuerzas. Siento la puya que se me clava en lo alto, pero apenas me duele, es solo una molestia que quizá soy yo mismo quien se provoca con esta embestida. Tal vez si empujo más desparezca la sensación del pinchazo, así que hago fuerza con todo mi cuerpo, aprieto mis riñones, cabeceo, me empiezo a orinar, y no dejaré de hacerlo en toda esta pelea, el público silba y me pita, algo debo de estar haciendo mal, así que me aparto del caballo a ver si los contento. Descanso un poco, siento el chorro de mi sangre brotándome rítmicamente por el hoyo de las agujas con cada pálpito de mi corazón; noto cómo se me empapan los costados, las paletillas, siento mi vientre elevarse y descender al ritmo violento de mi diafragma, porque respiro a trompicones. Miro a los lados, y vuelvo de nuevo a atacar al hombre, que me provoca mostrándome nuevamente el capote. Estoy agotado, la puya me ha hecho daño, y el hombre se quita la montera y suenan otra vez las trompetas. El público aplaude y los jinetes se retiran. Ignoro qué se espera de mí para conseguir mi premio y regresar al campo.

A continuación embisto a tres hombres armados con dos palos adornados, las banderillas. Se muestran esquivos, quieren engañarme, pero ahora no tienen trapo con el que hacerlo, así que voy directo al cuerpo. No consigo enganchar al primero, que me deja los dos palos clavados. Cabeceo para quitármelos, porque me cuelgan a los lados y me molestan mucho, pero lo más que consigo es apartarlos durante un instante. El segundo y el tercero también me engañan. En total tengo seis pinchos sobre mí. No me duelen demasiado, tengo en mente ese premio que debo conseguir, y ese deseo que me estresa es mi mejor analgésico.

Por fin vuelve el hombre de antes. Está él solo ahora. Se va al centro del ruedo y gira sobre sus pies, el brazo estirado, mostrando su montera al público, que le aplaude. Ha cambiado el capote por una tela de color rojo. Se acerca hacia mí y me cita. Quizá ahora pueda atacarlo, aunque estoy muy cansado, pero hago de tripas corazón y me arranco hacia él. No lo engancho. Lo intento varias veces sin éxito, y entonces empieza a sonar una música que viene desde la grada. Después de varios lances seguidos la gente aplaude, lo debo de estar haciendo bien, y tal vez consiga la libertad que ansío, así que vuelvo a atacarlo durante varias tandas. Hay gente que grita “Olé”, eso es que les gusto. Me pongo contento, creo que finalmente me abrirán la puerta.

En un momento dado suena un único golpe de bombo y se detiene la música. El hombre se dirige a las tablas, deja un estoque y toma otro, y vuelve a provocarme con unos pocos pases. Estoy muy cansado, tengo cada vez menos ganas, así que me detengo frente al hombre, lo miro, me enseña la muleta casi rozando el suelo y bajo mi cabeza para mirarla. Me llama, me dice “Mira, torito”, y agita levemente la tela. El hombre se arranca, y yo quiero dirigir mi último ataque al trapo rojo. Siento algo que me parte por dentro. Sigo orinando, y la boca y la garganta se me llenan inmediatamente de sangre. La sensación es muy desagradable. Varios hombres me muestran los capotes y me hacen girar como para marearme; la espada que tengo clavada me rompe por dentro, siento el interior de mi cuerpo, que hasta ahora me resultaba desconocido, rozarse con el hierro. Tengo que parar, no tengo energía apenas para seguir, así que doblo mis patas delanteras y luego me echo y me siento del todo. El público grita entusiasmado; tal vez ahora me dejen tranquilo y pueda marcharme. Se me acerca un hombre con un puñal y me da con él en la nuca. Caigo hacia un lado, siento mis piernas temblar autónomamente y mi lengua desplazarse hacia un lado. El hombre hace un movimiento circular con el puñal clavado en mí. Babeo y sangro, se me aturde la boca. El público grita entusiasmado. Por mis ojos, que aún parecen funcionarme, veo al graderío de pie agitando pañuelos. Alguien me sujeta una oreja y tira de ella, y entonces siento un cuchillo afilado que la rasga y que me la está arrancando.

Lo he debido de hacer bien. Me da el olor del ganado, tal vez viene el mayoral cabalgando para azuzarnos con la garrocha y hacernos correr por la dehesa. Oigo un tintineo, serán los cascabeles que adornan las bridas de su caballo y que resuenan al acercarse al trote. Pero tengo sueño y voy a dormirme. Creo que, por fin, he regresado al campo.