Una foto aleatoria

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Una frase aleatoria

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jueves, 19 de noviembre de 2009

Encrucijadas

  Como el tiempo avanza siempre hacia delante y no se puede retroceder, la vida no da nunca segundas oportunidades: un viaje que pudimos emprender y no lo hicimos; un boleto de lotería que se nos ofreció y no compramos y que luego tocó; una palabra de amor o amistad o enemistad, que puede haber sido pronunciada o callada sin valorarla ni a la palabra misma ni a sus consecuencias; un corte de mangas en un momento de ofuscación; acudir o no a una cita; optar por el camino de la izquierda o por el de la derecha en una encrucijada. Lo que nos encontremos por un sitio no lo encontraremos por el otro, incluso aunque regresemos: la intensidad de la luz será diferente; un pájaro que se nos habría cruzado ya no lo hará.

  Me contaron de un hombre que, sesenta años después de haberse citado en la boca de la Estación de Metro de Bilbao, en Madrid, con una adolescente como él, sin haberla encontrado, regresó ya de casi anciano al mismo lugar, hace unos pocos años. Quien acompañaba a este hombre no sabía exactamente a dónde se dirigían: «¿Por dónde salimos?», le dijo el acompañante al hombre, y le enumeró entonces algunas de las posibles vías de salida de esa estación: «¿Fuencarral, Luchana pares o impares, Malasaña…?», le preguntó. En un paso atrás de más de medio siglo, el hombre comprendió en ese momento, no sé si ya con pena aunque sí con sorpresa, que había estado acaso esperando durante dos largas horas a la chica en Luchana pares, primero expectante, después nervioso, luego desencantado cuando ya se marchaba, ignorante de la realidad, de los múltiples caminos de entrada y salida de esa estación, y ya para siempre pensando que esa chica que le había hecho tilín lo había dejado tirado, plantado, que había faltado a la cita porque él no le convencía. La chica, hoy también anciana, quizás esperó también en el lado contrario, o quizás no fue, y este episodio que ha permanecido hondo en la memoria de él, tal vez se desvaneció enseguida de la memoria de ella.

  La vida, entonces, no da segundas oportunidades, pero sí las personas, por ejemplo ante esa palabra de amor o desamor o amistad o enemistad que antes mencionaba, y que puede haber sido pronunciada o callada sin valorarla y sin meditarla. El beneficiado por el amor o la amistad, o el perjudicado por el desamor o la enemistad, acepta o rechaza la palabra y actúa en consecuencia con ese propio acto de aceptación o rechazo, que a veces también se realiza sin valorarlo ni meditarlo.

martes, 10 de noviembre de 2009

CUENTOS DESDE EL ESPEJO (y II)

Reconozco que, por mi heterotaxia, a veces había pensado que acaso la vida auténtica fuese la que ocurre dentro de los espejos, de tal manera que yo sería el reflejo de mi cuerpo real, que estaría ahí adentro. Había pensado que quizá el espejo de mi dormitorio, o el espejo ante el que me afeito, tal vez alberga, dentro de él, una réplica completa del mundo entero, lleno de recovecos como el mundo real, con personas que son normales en este nivel del mundo, pero heterotáxicas en el nivel del espejo, zurdos los diestros y diestros los zurdos. En ese mundo reflejado habría también armarios con espejos y espejos ante los que afeitarse que, al ser un reflejo del reflejo, albergarían en ellos la imagen real del mundo de nivel 0. Cuando uno pone un espejo enfrente de otro, de inmediato aparecen miles o millones o infinitos reflejos mutuos, como cuando se aproxima un micrófono al mismo altavoz que amplifica sus sonidos.
Con estos pensamientos y con estas singularidades anatómicas estudié ingeniería de minas y terminé de profesor en la Escuela de Ingenieros de Minas que hay en Almadén, en donde aún continúo. En lo que hoy es el Parque Minero hubo, durante muchos años, unas piscinas en donde se almacenaba el mercurio antes de distribuirlo. Aunque estaba terminantemente prohibido, cuando no me veía nadie me calzaba unas botas altas de goma y un traje especial y caminaba sobre el líquido metal, tratando de conservar el equilibrio: es divertido. Observaba mi reflejo en esa pátina deslizante que, en menores proporciones, ha causado sensación entre los niños cuando se rompía un termómetro. El hombre que veía andando, reflejado sobre mis pies, no era sino la imagen del derecho que debería haberme correspondido en mi nacimiento.
            Cuando comenzó a hacerse pública la elevadísima toxicidad del mercurio para el medio ambiente y para la vida, cuando el mercurio fue sustituido en sus aplicaciones, los pedidos a la mina fueron decayendo, los mineros empezaron a ser despedidos o prejubilados, y fueron poco a poco cerrándose diferentes galerías de la mina. Dediqué entonces mis esfuerzos de investigación a la búsqueda de algún compuesto que permitiera disminuir su toxicidad, de alguna sustancia que, adecuadamente mezclada y combinada con el mercurio, le mantuviera a éste sus propiedades y le bajara su enorme capacidad contaminante. Entre las diferentes sustancias que preparé, hallé un aceite mineral con el que, un día, embadurné mi chapa de oro de donante de sangre con mi grupo sanguíneo, A+. Como es bien conocido, el mercurio y el oro no son buenos amigos, y éste desparece al contacto con aquél. Para mi sorpresa, no sólo la chapa no se fue disolviendo, sino que, a medida que la iba sumergiendo, iba apareciendo, hacia mi lado, la misma imagen especular de la chapa que dejaba de verse con cada milímetro de hundimiento: es decir, el mercurio me devolvía el reflejo de lo que yo le estaba dando. Cuando terminé la operación, tenía entre mis dedos una chapa de donante que podía leer adecuadamente ante un espejo:

Acto seguido me ungí yo mismo con mi mismo aceite y me introduje en el venenoso líquido. El efecto fue el mismo y, mientras me sumergía, salía hacia detrás de mí el mismo fragmento de cuerpo que iba siendo absorbido.  

            Esto fue hace unos años. Mi cuerpo real convive heterotáxico con el resto de los mortales, todos heterotáxicos, en las profundidades del reflejo; el cuerpo que luzco aquí ya está por fin del derecho, escribo por fin con la diestra y no con la izquierda, y soy por tanto un auténtico diestro-diestro. Me río mucho porque tengo loco al médico del SESCAM, que no se explica cómo ha podido corregirse la ubicación de mis órganos sin ningún tratamiento. Yo, claro, no le he contado nada.
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Una versión anterior de la columna-cuento de la semana pasada (un articuento, como llama el escritor Juan José Millás a este tipo de textos) la publiqué en una revista digital que se llama Guía de Perplejos con el título La vida en el espejo. El articuento terminaba ahí, donde yo lo dejé el otro día, de modo que era la primera parte de un cuento completo que otro escritor debía terminar. Yo se lo envié al editor que, a su vez, se lo envió al otro autor para que le diera la continuación que deseara. Cuando lo recibieron, los dos me escribieron un correo electrónico preguntándome con lástima o con compasión (aunque ellos lo camuflaban con un “más que nada por curiosidad”) que si el relato enviado era autobiográfico. Les dije la verdad, que no lo es, y el otro autor, ya sin un ápice de esa compasión que había disimulado, cargó contra ese personaje de órganos internos de sitio cambiado y terminó matándolo. Así pues, la pregunta del otro escritor («¿es autobiográfico?») y la respuesta que yo le di («no, no lo es») le sirvieron tanto para saciar su curiosidad como para ver abierto un camino de continuación que, en otro caso, seguramente no habría emprendido, que es el camino de asesinar al personaje: al no ser yo, ya podía ser ejecutado sin lástima alguna.
            Si mi respuesta hubiera sido falsa y les hubiera contestado que sí, que mi radiografía vista por su haz es como la de uno cualquiera vista del envés, el otro autor seguramente se habría visto forzado a explorar otra vía y no habría matado al hombre especular, porque hacerlo habría sido casi como insultarme, o tal vez lo habría asesinado ahogándolo en una piscina de mercurio.

martes, 3 de noviembre de 2009

CUENTOS DESDE EL ESPEJO (I)

         Cuando nací, me dieron en el culo unos primeros azotes para desatorarme y abrir mis pulmones y forzar mi llanto, y que mi madre me oyera y supiese que había dado a luz a un niño sano. Me dejaron un rato en sus brazos y creo que ella, agotada y desangrada como estaba y con las piernas aún abiertas mientras seguían hurgándole entre ellas, me contempló más como a un quiste molesto recién extirpado que como al hijo que acababa de tener; pero, vigilada por la mirada atenta de la comadrona, que me había quitado con una esponja humedecida los restos más visibles y sanguinolentos de mi viaje a través del canal uterino, se vio en la obligación de dedicarme una sonrisa falsa que creo que aún recuerdo, porque volví a verla muchas veces a lo largo de mi vida. El doctor me hizo un primer reconocimiento, cosquilleándome en los pies y auscultándome, y detectó en ese momento alguna anomalía que lo hizo girarse y darme la espalda, para tomar la referencia de su brazo izquierdo y señalar el mío del mismo lado. Yo lo miraba tumbado boca arriba con mis ojos grises de recién nacido. El médico se volvió de nuevo y colocó otra vez sobre mi pecho el extremo frío del fonendoscopio, haciéndole a la enfermera un gesto de contrariedad que mi madre advirtió, pero que en ese momento no le supuso sino la decepción del que ha recorrido un duro camino de nueve meses hasta una meta lejana para no obtener premio. Mi corazón latía distinto, o no latía, ofreciéndole al pediatra menos intensidad de la acostumbrada.
            Enseguida me pasaron por el aparato de rayos X, y pensaron que miraban al revés el negativo que acababan de obtener, a pesar de que el nombre provisional que me habían asignado se leía del derecho en la lámina de plástico semitransparente o semiopaca que contenía la radiografía. Dos médicos se hicieron entre sí unos gestos extraños, colocándose la mano en el lado de su corazón y después en el otro, y luego la bajaron a su hígado para colocarla nuevamente a la izquierda, como si fuesen dos niños que juegan a taparse los boquetes provocados por las balas de un enemigo inexistente. Me palparon con fuerza, tratando de descubrir la posición de mis órganos con el simple tacto, hasta que un médico antiguo que les vio los ademanes desde el pasillo se acercó a ellos y les habló de la heterotaxia, una rara anormalidad por la que uno no es sino una imagen especular de lo que debería ser, el corazón a la derecha y el hígado a la izquierda, los riñones cambiados, el ojo vago es el ojo sano, el huevo que más cuelga es el huevo derecho.
            Por lo demás, y aparte de esta rareza, no encontraron en mí patología ni enfermedad alguna, y, transcurridos dos días por encima del periodo habitual de ingreso, durante los cuales rebuscaron en mi organismo, sin encontrarlas, consecuencias irregulares de esta singularidad, me dieron el alta y pude marchar a casa sin haberme detectado soplos, insuficiencias ni descompensaciones en mis análisis.
            Mi vida arrancó de esta forma, en una familia que me amó muchísimo y que me hiperprotegió sin motivo, que se las buscaba con el pediatra del cupo para eximirme de la Educación Física en el colegio, de correr en el parque, de ir de campamento en verano, y entonces mis tardes de la adolescencia encontraron la razón de ser en los cortos horizontes que se vislumbraban desde las ventanas de casa, los cuales un día comencé a describir en unos trozos de papel. Más tarde, al releer esos textos, percibí en ellos una descripción especular de la que no fui consciente cuando los escribía, porque explicaba que estaba a la izquierda lo que realmente estaba a la derecha, y lo curioso es que así lo tenía yo almacenado en los lugares de mi cerebro que corresponden a la memoria, y me sorprendía al asomarme a la ventana y comprobar, al verlas, que las imágenes que se almacenan en mis recuerdos estaban proyectadas hacia el otro lado, como mi propio cuerpo, con la lateralidad cambiada, con la dadilaretal adaibmac.
            Escribía y me peinaba y cortaba los filetes con mi mano izquierda, que era mi diestra, de manera que no era un zurdo convencional, sino un diestro raro, raramente diestro.
            (Continuará).