Una foto aleatoria

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Una frase aleatoria

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lunes, 26 de abril de 2010

El regreso

En “Juegos de la Edad Tardía” y en “Hoy, Júpiter”, el escritor Luis Landero atribuye a dos de sus personajes un pasado falso, pero que aparece retratado en fotografías trucadas: Gregorio Olías, que en la primera novela se hace llamar “Augusto Faroni”, posa en destinos lejanos, como los polos o las selvas amazónicas; en la segunda, uno de los protagonistas aparece retratado creo que en París, ciudad en la que nunca ha estado. Para ello, los dos personajes acudían a un estudio fotográfico, montaban el decorado que correspondiera y se dejaban fotografiar para, más tarde, impresionar a mujeres con su vasto conocimiento del mundo, y para construirse una vida impostora que lucir por ahí.
A mí, esta semana me ha pasado algo parecido. Como sabrá quien me leyera el pasado lunes, mi columna anterior la escribí en Ecuador, país al que viajé por trabajo. Con objeto de hacer el trayecto por el camino más económico posible, salí de Madrid hacia Londres y de allí, en vuelo directo, hasta Quito. Mi viaje de regreso coincidió con la erupción del volcán islandés, que cerró a cal y canto el aeropuerto de Heathrow y, claro, impidió que mi vuelo despegara para regresar a casa desandando el mismo camino que me había llevado a América. Me fue imposible encontrar asiento en un vuelo alternativo, porque todas sus plazas ya habían sido reservadas por otras personas que, en mi misma situación, se me habían adelantado. Hubo, entonces, muchos viajeros que consiguieron billete para regresar a Europa vía Madrid (el vuelo transcurre por el Atlántico Sur, ruta que permaneció abierta) y, desde aquí, desplazarse ya por algún otro medio de transporte hasta su destino en Bélgica, Francia, Alemania, o en la misma España.
Por tanto, me alojé un día de más en un hotel de la capital ecuatoriana a la espera de que la situación climatológica mejorase. Como no fue así, no se fletaban más aviones y, además, las previsiones anunciaban que el volcán continuaría arrojando cenizas cada día con más intensidad, la empleada de la línea aérea que me atendió en el aeropuerto me sugirió regresar a España viajando hacia el Oriente. La señorita tecleó unos datos en el ordenador y me ofreció la posibilidad de subir hasta Dallas y, de allí, tomar un vuelo que me dejaría en Auckland (Nueva Zelanda) dos días después. A sus espaldas había un mapa del mundo colgado en la pared, que me sirvió para apreciar la magnitud del viaje de retorno que podía emprender. Acepté ese billete, y aparecí en Texas unas horas después.
La capital texana tiene poco que visitar, como no sea el lugar en el que asesinaron al presidente Kennedy. Fui para allá en un taxi y, en sus proximidades, pedí a un hombre vestido de vaquero que me tomase una foto. 
El vuelo de Dallas a Nueva Zelanda salió con retraso y me llevó varias horas. Llegué agotado y el siguiente, hacia Sidney, salía solamente 5 horas más tarde, así que me acomodé en unos asientos libres de la sala de espera y me dormí un rato. Antes, un español que se casó con una maorí hace 10 años me retrató en la sala de embarque ante un avión de Air New Zealand. Vuelo hacia Australia, y de allí a Nueva Delhi, casi siempre durmiendo, despertándome sólo con las turbulencias y con las visitas de los auxiliares de vuelo con las bandejas de comida.
Desde el aire se valora la magnitud inmensa de la ciudad de Nueva Delhi. Viven en ella 14 millones de habitantes y la pobreza inunda sus calles, pero a la vez se respira tranquilidad y paz, todo el mundo parece sosegado a pesar de que aparece repleta de gente que malvive. Vuelo a Estambul y duermo en un hotel cercano al Gran Bazar. Me levanto temprano, porque dispongo de 6 horas hasta mi vuelo a Madrid. Le pido a un taxista que, de camino al aeropuerto, me haga un recorrido rápido por la ciudad: visito la catedral de Santa Sofía, cruzo el Cuerno de Oro, la Iglesia de Pammakaristos. Al final de este montaje regreso a Madrid, cuando ya las cenizas del volcán han despejado el cielo. Ha sido una bonita y fantástica vuelta al mundo.

martes, 20 de abril de 2010

Maricón


En una película que vi hace muchos años y cuyo título no recuerdo (quizá algún lector lo sepa por la pista que voy a dar y pueda ayudarme a buscarla), un ciudadano español (quizá Antonio Resines, ahora que lo pienso), o europeo o norteamericano, viaja en un viejo autobús por las carreteras montañosas de algún país sudamericano, quizá Colombia, Bolivia, Perú, nombres todos que me resultan sumamente evocadores. El autobús iba parando en cada municipio que encontraba, y el chófer avisaba gritando el nombre con la debida antelación, para que los viajeros se preparasen para apearse. De este modo, parada tras parada, el autobús se llenaba y vaciaba en su larga y pausada ruta. A las varias horas de viaje el ciudadano del hemisferio norte era el único varón en el grupo de viajeros, estando acompañado de unas ocho o nueve mujeres, sentadas de manera dispersa por los asientos del autocar; el conductor, entonces, sin razón aparente, vuelve su cabeza ligeramente hacia atrás y empieza a gritar: «¡Maricón, maricón!», decía, y el turista, estupefacto e incrédulo, buscaba entre los pasajeros al gay al que se pudiera estar refiriendo el chófer. El vehículo, entonces, llegaba a una pequeña aldea en mitad de la sierra, llamada Maricón.
Escribo estas líneas cuando acabo de subir a un autobús en Cuenca, Ecuador, que me ha de llevar en unas seis horas hasta Ambato, en donde tomaré otro autocar para viajar a otra ciudad llamada Baños, que creo que es una auténtica maravilla. A los pocos minutos de arrancar ya hemos parado un par de veces para que suban otros viajeros. Entre otros, sube un señor con corbata y chaqueta de cuero negra. Se queda de pie al principio del pasillo, pide disculpas y solicita nuestra atención. Nos habla durante un rato largo de la parasitosis, y menciona a la triquina y a la tenia, que llegan —nos dice— por las venas y los nervios hasta la cabeza, en donde comienza a reconcomer el cerebro y a volver loco al enfermo. Al final de su charla ofrece unos sobres de un laxante natural, que nos limpiará el estómago y los intestinos, dejándolos como una tubería nueva de PVC: un sobre del purgante, un dólar USA; tres sobres, dos dólares. «Me interesa vender el lote», explica, «por eso se lo dejo a este precio». El vendedor hace una buena caja. Se baja en Azogues, en donde el bus hace una pausa y suben durante este tiempo otras dos personas: una ofrece el periódico y lotería; la otra, fruta fresca cortadita en trozos.
Me duermo un rato y, cuando abro los ojos, estamos parados en un pueblo, dándole aire a las ruedas del coche. Acabo de ver una llama en la ladera de la montaña. No me ha dado tiempo a fotografiarla. A la izquierda de la carretera se contempla un valle inmenso, cubierto de nubes, a una cota inferior a la mía. La señora que viaja a mi lado lleva un sombrero de Panamá. Ayer, acompañado de César, un estudiante colombiano de doctorado de la UCLM que ha venido a este mismo congreso, compré uno por 12 dólares y, mientras una de las señoras que atendía el negocio fue a buscar uno más grande que los del escaparate, la otra nos contó la historia de estos sombreros panameños que se fabrican en Ecuador: parece que, cuando se construía el canal de Panamá, los gringos que dirigían la obra encargaron algún tipo de sombrero elegante y fresco, y nadie pudo hacérselo en aquel país. Mandaron a diseñarlos y a fabricarlos a Ecuador. Son de fibra natural, blancos y muy frescos. La señora me ha enseñado a plegarlo, y lo llevo así en la maleta. Cuando lo saque en España volverá, con un poco de ayuda, a tomar su forma original.
Llevo ya seis horas de viaje y me dice el ayudante del chófer que queda aun otra hora y pico de camino.
La carretera es de asfalto, no de tierra; el chófer no anuncia los destinos con antelación; en el autobús se prohíbe fumar; no hay gente sentada en el techo ni en el piso; nadie transporta gallinas en jaulas, ni cajones de frutas; los pasajeros hablan por sus teléfonos celulares de Movistar y Porta. En el vídeo proyectan una película de Jean Claude Van Damme que interrumpe un nuevo vendedor de Manicomios, «una nueva chocolatina, un nuevo producto, de cacao y manises, que en la costa se vende a 40 centavos la pieza pero que aquí, por la promoción, yo se la estoy ofreciendo a un dólar las cuatro». Ni el conductor ni el ayudante anuncian las paradas. «Avíseme por favor cuando lleguemos a Ambato», le pido, «porque debo tomar otro autobús a Baños».
Llegamos a Riobamba. Debe de ser un destino importante porque muchos viajeros toman sus pertenencias y esperan de pie a que el autobús se detenga. Pensé que podría bajar a echar un cigarro, pero el autobusero arranca rápido. Sube un hombre ofreciendo helados; tienen un aspecto excelente, pero todas las guías recomiendan andarse con mucho cuidado y no aceptar alimentos sin control sanitario.
Y, finalmente, después de casi 8 horas de viaje cansado pero de vistas maravillosas, llego a Baños y me alojo en el hotel de Uve, un danés que ha montado un pequeño y coqueto hotelito de 2 habitaciones a 20 dólares la noche, con unas vistas magníficas de la sierra, que rodea el pueblo por todas partes. Son las siete de la tarde y anochece en el ecuador.

martes, 13 de abril de 2010

Detección del idioma


Es probable que alguno de los improbables lectores de esta columna utilice algún programa informático para escribir sus textos. El Microsoft Word es el más frecuente, y quizá alguna vez el lector mezcle un párrafo en español con otro en un idioma diferente, como por ejemplo este párrafo que aun no ha terminado y las siguientes líneas, que pertenecen a una canción de Bob Dylan:
“How does it feel
To be without a home
Like a complete unknown
Like a rolling stone?”
El procesador de textos detecta de manera automática el idioma de cada párrafo, de manera que adivina que hay un trozo en castellano y otro trozo en inglés, y a cada uno le aplica, para resaltar los posibles errores ortográficos, el diccionario que corresponda.
Si uno mismo tuviera que averiguar los diferentes idiomas de un texto escrito en varios lenguajes, lo más probable es que echara mano de diversos diccionarios y fuese buscando por ellos palabras de cada párrafo. Los siguientes párrafos dicen en diversos idiomas lo siguiente: «Bienvenida. Deseo dar la bienvenida a los miembros de una delegación de…»:
Velkomstord Mine damer og herrer, det er mig en stor glæde at kunne byde velkommen til en ...
Liebe Kolleginnen und Kollegen! Im Namen unseres Hauses begrüße ich eine Delegation des...
Mina damer och herrar! Än en gång sammanträder vårt parlament för ...
En lugar de hacerlo como lo haría un humano, los ordenadores (o, más bien, los ingenieros informáticos que los programan) utilizan lo que se llaman “bigramas”, “trigramas” y, en general, “n-gramas”. Un bigrama es una secuencia de dos letras; un trigrama, de 3; un “n-grama”, una secuencia de “n” letras.
Para detectar el idioma, los programas informáticos toman el texto cuyo idioma desean reconocer y contabilizan las apariciones de bigramas y trigramas. Cada lengua dispone de su propio conjunto de bi y trigramas más frecuentes, de manera que con esta información es normalmente suficiente para detectar el idioma en que el texto está escrito. En castellano, los bigramas y trigramas más habituales son: en, es, el, de, la, al, os, ar, re, er, nt, on, ad, ue, ra, ci, as, te, se, co; ent, que, del, ela, ion, dad, cio, con, est, ade, ali, ida, nci, eal, ode, aci, ci, ese, ien.
En primer párrafo de este artículo, “en” aparece 7 veces; “es”, 9; “el”, 3 veces. En cuanto a trigramas, “ent” y “que” aparecen 3 veces.
Además de para esto, bigramas y trigramas se utilizan en sistemas de codificación y de criptografía asignando, por ejemplo, números o letras a cada trigrama. Un libro breve y muy ameno sobre esto se titula “Introducción a la criptografía: historia y actualidad”, de Ortega, López y García del Castillo, profesores de la Universidad de Castilla-La Mancha.

lunes, 5 de abril de 2010

Cien columnas

Hace algunas semanas, he publicado cien columnas en el diario El Día de Ciudad Real durante cien semanas ininterrumpidas. Por curiosidad he calculado algunos datos:
a)      Entre todas suman 67.607 palabras. No he contado aquí los números, que han sido unos cuantos cientos.
b)      Muchas de esas palabras aparecen más de una vez: “de”, por ejemplo, es la palabra más corriente y aparece 4.006 veces; la siguiente es “que”, con 3.111; después vienen “la”, “y”, “el” y “en”, con 2.287, 2.051, 1.924 y 1.841 apariciones respectivamente.
c)      Realmente, el número de palabras distintas utilizadas ha sido de 11.699: “abad” o “abanderado” aparecen una sola vez. “Abandonaba” también, pero luego aparecen más veces otras formas verbales del verbo “abandonar”, como “abandonó” o “abandonando”. Solamente hay 7022 palabras que aparecen una sola vez. El resto aparece más de una vez.
d)      Por letras: 5266 empiezan por A, 737 por B, 5035 por C, 7356 por D, 7779 por E, 1020 por F, 663 por G, 1900 por H, 1387 por I, 335 por J, 32 por K, 5933 por L, 3401 por M, 1905 por N, 2 por Ñ (la propia letra “ñ”), 1631 por O, 5200 por P, 3459 por Q, 1540 por R, 4501 por S, 2192 por T, 2063 por U, 1208 por V, 34 por W, 15 por X (Xavier, xenófoba, xenófobos, Xunta y algunos siglos), 2321 por Y y 49 por Z.
e)      Aisladamente, la letra “a” aparece 1454 veces; la “e” 45; la “i”, una vez (supongo que procedente de algún texto en inglés); la “o”, 564; la “u”, 8.
f)        La “y”, como conjunción, aparece 2051 veces.
g)      En total, aparecen 308.876 letras (entre la A y la Z) en los 100 textos. La E es la más frecuente, con 42.173 ejemplares (13,65%), seguida de la A, con 36087 (11,68%). Después vienen la O, la S y la N, respectivamente con el 9,14, el 7,62 y el 7,33 por ciento. Estas cinco letras (E, A, O, S y N) acumulan casi el 50% de las apariciones. Y, de entre las 3125 combinaciones posibles que pueden conseguirse con ellas cinco, encontramos las siguientes palabras castellanas: anoas (un tipo de búfalo), anona (un árbol), ansas (un asa), asaos, asase, asean, aseas, aseen, asees, aseos, asesa, aseso, asnas, asnos, enana (de “enanar”: hacer enano), enane, enano, nanas, nanea (de “nanear”: andar como los patos), nanee, naneo, nansa (nasa de pescar), nenas, nenes, nones, nonos (novenos), osaos, osase, osean (del verbo “osear”), ososa y ososo (relativos al hueso), sanan, sanas, sanea, sanee, sanen, saneo, sanes, sanos, sansa (orujo de aceituna), sanso (en Vizcaya, según el diccionario, es un grito de alegría), senas (conjunto de seis puntos señalados en la cara de un dado), senos, sesee (de sesear), seseo, sesos, soasa, soase, soaso, sones, sonsa y sonso (tonta y tonto), sosas y sosos.
h)      Después vienen, ordenadamente, la R, I, L, D, U, C, T, M, P, B, Q, G, Y, V, H, F, J, Z, Ñ, X, K y W.
La longitud media de las palabras usadas es de 7,85 letras. La más larga, “inconstitucionalidad”, seguida de “medioambientalmente”, “democratacristianos” y “castellanomanchegos”. Como se ve en el gráfico, las palabras más frecuentes tienen entre 7 y 8 caracteres.