Una foto aleatoria

Una foto aleatoria


(Foto de )

Una frase aleatoria

(Cita de )

jueves, 24 de junio de 2010

Crónicas uruguayas (II)

Así como los pintores firman sus cuadros o los escritores sus libros, los arquitectos de Montevideo dejan, en las fachadas de los edificios que sienten que les han quedado bien, una placa metálica o de piedra con su nombre escrito en sobrerrelieve. Me dijeron de esta ciudad que es una suerte de Buenos Aires provinciano, y puede que así sea. Resulta ser una ciudad de infinitos rincones, pero también de pequeños detalles efímeros, de imágenes que uno ve y disfruta un rato y que luego desaparecen: tras la esquina de una pared desconchada, por una de las aceras desembaldosadas o semilevantadas por las obras del gas canalizado o las raíces de los árboles, caminando sobre las hojas muertas y sin recoger que alfombran el piso de la calle, parados para cambiar de acera ante los semáforos situados después de los cruces, como sucede en toda América, y no antes, como sucede en Europa; entre tantas librerías, entre tantas casas bajas entre edificios altos de los años setenta, hombres ya jubilados, como si fueran maniquíes de alguna boutique de la Avenida 18 de Julio, observan, desde cualquiera de los numerosos cafés que hay casi en cada cuadra de la zona en que habito, entre los barrios de Pocitos y de Punta Carretas, a la gente pasear y los coches circular tras las cristaleras. Uno se encuentra a paseadores de perros que llevan ocho ejemplares sujetos por sus correas, que sacan a los animales a la calle durante alguno de los ratos en que sus amos están trabajando. En cualquier calle los buhoneros, de manera parecida a lo que sucedía en España hasta que hace unos años se instalaron masivamente los contenedores de recogida selectiva, circulan en carros tirados por mulas, recogiendo cartones y otros objetos reciclables.

Por la calle Williman, tan plagada de parrillas y boliches, con ese olor rico en la calle de carne roja a la brasa, camino hacia el Instituto de Computación, en la quinta planta de la Facultad de Ingeniería, y desde el que se ve la bahía de la Playa Ramírez, que tiene un atardecer tan excelente que hace que profesores y alumnos interrumpan las clases para asomarse a la ventana a ver ponerse el sol, que en este invierno meridional se esconde ahora por entre el pequeño skyline de la ciudad, pero que en verano, según me han contado, lo hace por la mitad del mar, hacia el centro de la bahía, como si también huyese ahora, como los bañistas, de las aguas frías del río y del mar que se mezclan en esta zona.

Montevideo es una ciudad sin policías: no he visto ninguno en los diez días que llevo aquí, como si nada pudiese ocurrirle al viajero despistado o al paseante autóctono, ese que circula tranquilo con su tarro de agua caliente y el recipiente con hierbas para mezclar y tomar el mate, bebida que espabila así como el café, y a que muchos uruguayos acompaña de forma casi constante en su jornada laboral, en el autobús, en su marcha al trabajo o en su regreso a casa. Pregunto a un joven que lleva este avío por la dirección que debo tomar para ir a la Avenida de Brasil, pues parte de la comunidad catalana que aquí reside celebra, en la esquina con Bulevar Artigas, una hoguera de San Juan: «No puedo ayudarte porque soy del interior, pero para cualquier otra cosa, me avisás», me dice, a la vez que me da sonriente y con agrado una palmada en el brazo y se despide de mí.

Ya orientado y con el rumbo adecuado, escucho mientras camino el sonido de la ciudad, capaz que semejante al de todas, pero en el que uno quiere advertir un matiz distinto: en un oído llevo conectado el auricular del mp3, escucho Eagles of Death Metal, que me los pasó mi amigo Julio la víspera de mi viaje; el otro, el que da a la calzada, lo llevo al aire. Sé de un ingeniero de sonido que trabaja para el cine que en ocasiones sale a algún sitio a grabar el silencio, para luego añadirlo a la banda sonora de las películas en las que colabora. Son importantes los silencios y los ruidos de los lugares, que son también rincones que uno puede descubrir sin necesidad de ver. El sonido cambia en esa hoguera de San Juan, alrededor de la cual la gente charla, baila, bebe por 30 pesos vasitos de ron caliente con azúcar y canela, escriben sus deseos en un papel y los echan al fuego, con la confianza de que la lumbre o el santo se los hará cumplir.

«¿Qué ha pedido usted?», le pregunto a un señor. «Que mis hijos estén muy bien en España, que tengo allá dos», contesta. El locutor del otro día, antes del partido contra Honduras, habló de nuestro país como de la Madre Patria. Se lo comento a alguien y me dice que sí, que es «una madre que no nos deja pasar, una madre de papeles y visados, de trabas, de burocracia y fronteras, una madre que aún no nos ha dado la llave para pasar a casa».

lunes, 21 de junio de 2010

Crónicas uruguayas (I)

En el diario La República, que es uno de los más leídos en el Uruguay, se informaba ayer de que la federación de fútbol de este país había contratado un vuelo chárter para viajar a Sudáfrica el 4 de junio, y que ya había cerrado la vuelta para el 24, dos días después de jugar contra México. Aunque creo que no está totalmente decidido, los uruguayos dan por bien perdida la parte de los 792.000 dólares USA que ha costado el contrato de ese viaje de ida y vuelta.
A mí, que estoy pasando unos días en Montevideo, cuando identifican mi procedencia por mi acento español, me preguntan por la desgracia de Suiza, que cómo fue posible, con esos Xavi y Villa e Iniesta que no fueron capaces de llegar a puerta. En fin, les digo, es que eran muy altos.
He llegado al hotel hace un rato, después de ir en ómnibus hasta el barrio de la Ciudad Vieja y pasear por ahí. No es como La Habana Vieja, pero algunas fachadas muestran también desconchones, las raíces de los árboles levantan ligeramente algunas aceras, las señales de tráfico y las farolas han perdido parte de su pintura en áreas que se quedan cubiertas por el óxido, hay carteles colgados de elecciones pasadas, algunas grietas en el asfalto, y todo eso le da un toque encantador de decadencia a esta zona de la ciudad, un poco parecido al que puede sentirse en algunas calles de Roma. Los vecinos de aquí desean que se arregle la zona, pero perdería entonces gran parte del hechizo que se transmite al viajero. Hay docenas de librerías por todos sitios y muchos vendedores de libros en la Peatonal Sarandí, que atraviesa la Ciudad Vieja desde la Plaza de la Independencia hasta la Escollera. En algún momento del recorrido giro a la izquierda para bajar a la Rambla Francia porque, por el mapa que me acompaña, interpreto que debe de haber una buena vista de todo el malecón, y así sucede: se contemplan las aguas oscuras y revueltas del Río de la Plata, grandísimo estuario en donde desemboca el río Uruguay, que viene del norte, y que forma en la ciudad unas playas fluviales excelentes en el verano, lo he visto en fotos de un café antiguo, no sé si el Bacacay, frente al Teatro Solís. Ahora hace viento y frío, ya mismo empieza el invierno en este hemisferio, y la Punta Carretas se ve allí al otro lado, algunos edificios altos en aquel lado de la ciudad, bajo un cielo cubierto de nubes oscuras que ayer descargaron mucha agua.
Los nombres de muchas calles hacen seguramente referencia a personajes históricos o ilustres, de los cuales dan su nombre y los dos apellidos: Dr. Lorenzo Carnelli, H. Gutiérrez Ruiz, Bulevard General Artigas, Silvestre Blanco, Bartolomito Mitre. Otras son fechas: 21 de Setiembre, 18 de Julio, 26 de marzo. Hace un rato he atravesado por la calle Treinta y tres, y no es que haya treinta y dos ni treinta y cuatro, como sí puede haber en Manhattan, sino que, con tantos nombres de médicos y doctores como hay en la ciudad, tal vez es un recuerdo de lo que nos piden que repitamos cuando nos miran la garganta.
La gente que tan bien me ha recibido me llevó anoche a comer Fainá, una especie de tortita muy rica que se hace con harina de garbanzos, y después a la milonga Las Musas, el local de un club cultural en donde se baila tango. Los varones van sacando a bailar a las mujeres, cada vez a una distinta, y algunas se cambian el calzado con el que han llegado por unos zapatos de tacón alto; bailan estirados, las piernas de ella enroscándose a veces en las de él, esos giros elegantes, esos cuellos rígidos, los alientos cercanos. 

martes, 8 de junio de 2010

Arte aleatorio


Una vez hablé aquí de las posibilidades de los decimales del número Pi, que son infinitos y no periódicos (es decir, que no poseen secuencias que se repitan siempre, como en el número 7,253253253…). Fantaseaba y decía que, haciendo corresponder a cada pareja de números una letra (los dígitos 00 a la A, 01 a la B, 01 a la C, etcétera), podríamos encontrar cualquier texto escrito en Pi. Con esta codificación, los primeros decimales de Pi podían interpretarse como el texto siguiente, al final del cual encontramos la palabra “tramen”, del verbo tramar. Si seguimos buscando más adelante encontramos palabras y frases más largas, como “buenos días”, aunque esto requiere adentrarse mucho en los intríngulis de este número y careceríamos de espacio en el periódico completo.
oponjlbgmuarmgbycgttrnpxkgutxshxhdmgckivicdwzivrgbeocizgeeovjmsirygwfubhodcwlrtcgkbbphvkdhmuwqlcpddsscdjxohhsjcvewxliafnbmbmntmhooiiiiktramen
También hablé otra vez del ojo del ex ministro Pedro Solbes, que recordarán que permaneció inusualmente cerrado o semicerrado durante mucho tiempo. Explicaba que, si uno toma una fotografía almacenada en el ordenador y, en lugar de abrirla con el programa habitual de observar fotografías, lo abre con un procesador de textos, lo que se encuentra es una secuencia de letras y caracteres raros sin sentido, más o menos como en el fragmento de Pi que he mostrado antes. Reproducía parte de los caracteres que, al ser adecuadamente interpretados, mostraban parte del ojo cerrado de Solbes, que eran estos:
OCEZFDAhIZieiEmDhwkEaecIZ5TRq
Queriendo indagar en las posibilidades de este tipo de codificaciones, Raúl Arias García, alumno de Informática en la UCLM y que muy pronto habrá terminado la carrera, ha construido una aplicación web que lee decimales de Pi (de un pequeño fichero que contiene 2,5 millones de decimales: pequeño porque, a pesar de su tamaño, representa una infinitésima parte del volumen real de Pi) y los interpreta, al gusto del usuario, como texto, imágenes o sonido.
Cierto es que en las codificaciones textuales apenas se lee ninguna frase larga con sentido, aunque sí que es fácil encontrar alguna palabra castellana; pero, en las visuales y sonoras, el usuario sí puede apreciar a veces formas curiosas, bonitas alfombras o verdes paisajes; al reproducir la música que ahí se conserva desde hace tantos miles de años sin que lo supiéramos, el ordenador interpreta, a veces, bandas sonoras de películas de miedo que están por rodarse, o imita a un niño (o a un adulto) que se enfrenta al teclado de un piano por primera vez sin saber dónde poner los dedos.
Cada número de estas características encierra en sí mismo un mundo distinto, que podemos salir a descubrir si así lo deseamos. Si hay alguien interesado en ver qué nos ofrece Pi, que abra su navegador y se vaya a http://alarcos.esi.uclm.es/ArteAleatorio. Por cierto, mejor con Firefox.