Una foto aleatoria

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jueves, 29 de julio de 2010

El negro Viñas (I)

Antes de que triunfara el golpe de estado en el Uruguay, el Negro Viñas y otro grupo de amigos intentamos organizarnos para hacer una revolución no violenta, pero que trajese al país resultados similares a los que, desde comienzos de los años sesenta, se fueron percibiendo en Cuba: un plato para todos, todos los días del año; obligación universal de educarse; derecho a la sanidad; falta de hueco y de espacio para cualquier tirano. Improvisábamos discursos de charlatán de contenido político subidos a un banco de la calle, en la rambla, en las plazas; arengábamos convincentemente desde los escenarios de los salones de actos de las facultades, repartíamos panfletos políticos por las calles, conseguíamos alguna entrevista en alguna radio local, y a veces convencíamos a los viejos y casi siempre a los jóvenes, que encontraban en el objetivo de alcanzar la igualdad una motivación extraacadémica para vivir, para moverse, para soñar, para pensar, para charlar.

Nos juntábamos en casa de cualquiera, y allí pensábamos, discutíamos, proponíamos y mateábamos. El Negro Viñas encontraba siempre la palabra exacta para convencernos de su plan de acción, de su ideario, para explicarnos los errores principales de la Revolución de Castro y del Che, de las particularidades de nuestro propio país que, en un futuro, nos forzarían a adaptar de alguna forma el proceso cubano: el país chiquitito, la tradición democrática, decía él, el convencimiento absoluto de no tomar las armas, añadía.

El Negro Viñas vino a mi casa el mismo día en que los militares se levantaron contra el pueblo al que debían defender. Vino a refugiarse algún otro miembro del grupo y, cuando estábamos dispuestos a subir a mi auto y escapar al extranjero, un grupo de soldados empujó la puerta y la echó abajo.

Al Negro Viñas lo encarcelaron en la prisión de 18 de Julio con Coronel Mora, en una celda inadvertidamente privilegiada con ventanas a las dos calles. Veía el tráfico rodado y caminar a los transeúntes que no se habían, como sí nosotros, involucrado en la revolución necesaria. Veía la sucursal del Banco de la República, una frutería en la que también vendían vino, el puesto que un zapatero montaba y desmontaba todos los días, la luz anaranjada de las farolas de la noche, su reflejo en el piso oscuro cuando el suelo estaba mojado por la lluvia. Si abría las dos ventanas le entraba corriente y podía ventilar, acercar la cabeza y casi meterla entre los barrotes para que le acariciase el airecito; el Negro escribía sus pensamientos en los cuadernos que sus carceleros le dejaban tener.

Veía también una escuela que había enfrente, y a los niños parvularios sentados en los pupitres del aula. Veía a la señorita que les daba clase, que a veces también se asomaba a la ventana del aula para ver en la calle el transcurrir de la vida. La señorita miraba con unos ojos que no eran los suyos, unos ojos serios que se acompañaban de un ademán triste que capaz que no tenía cuando éramos libres, acaso una mirada nostálgica de otros tiempos mejores.

El Negro Viñas la miraba mirar, la miraba girarse sobre sus piececitos que no lograba ver cuando los niños habían terminado la tarea que les hubiera encomendado, cuando alguno levantaba la mano para reclamarle atención; la veía escribir en la pizarra letras y números de caligrafía infantil que trazaba despacio y con sumo cuidado.

La celda del Negro Viñas estaba a una altura más que el aula de la maestra, y él hacía intentos de llamar su atención concentrándose en ella, dirigiendo hacia ella su mirada con la mayor intensidad, con el deseo de que esa fuerza la hiciese algún día voltear su mirada y dirigirla hacia él. Pero ella sólo miraba hacia abajo, a la frutería, o seguía a algún peatón mientras cruzaba la calle, o a alguna mujer que caminaba por la acera llevando la compra.

(Continuará)

martes, 27 de julio de 2010

Viaje imaginario



Decía el portugués Almeida Garret que los libros hay que leerlos en su contexto. Para prepararme para los contextos que me han esperado en varias ocasiones, he leído a Paul Bowles antes de viajar a Egipto y a sus desiertos de arena; a Paulina Chiziane antes de visitar Mozambique; a Mario Benedetti y a Francisco Espínola antes de Uruguay; a Carlos Fuentes cuando estuve en México; a Vargas Llosa cuando fui al Perú; releí a Paulo Coelho y a José de Mesquita antes de venir a Brasil, país en el que vivo desde hace cinco años.

Antes del viaje a la India, que hice con mi novio Martín hace algunos años, apenas tuve tiempo de leer a Rabindranath Tagore o a Gandhi, porque tuve mucho trabajo y algunos asuntos personales que resolver de mi familia en España, hasta la víspera misma de salir de viaje.

Estuvimos cerca de un mes por aquel país singular, con tantas lenguas y religiones, sus castas, sus vacas sagradas y sus templos y sus pobres por las calles y los baños en el Ganges. Estuvimos tres días en la ciudad de Deshnoke, en donde se encuentra el Templo de Karni Mata, al que los turistas y viajeros llaman el Templo de las Ratas, porque en él viven miles de ratas mimadas por la gente, a las que llevan alimento a diario, porque son miles de reencarnaciones de los sadhu, el clan de Karni Mata. Hay que descalzarse al pasar, por lo que Martín y yo dejamos nuestros zapatos en un lugar preparado a ese efecto y pasamos a su interior con los calcetines puestos.

Se camina sobre excrementos de rata: unos están frescos y te empapan poco a poco los calcetines; otros, añejos y desmenuzados, se van colando e introduciendo por entre las costuras; otros, recientes y secos por el calor que les saca la humedad, van sonando al pisar. Mientras, las ratas caminan con libertad entre los pies de una, se agrupan en torno a recipientes circulares para beber la leche que los creyentes les llevan para venerarlas, se suben a las rejas y se frotan las manos mirando con descaro al turista, se cuelan por las rendijas y los agujeros que han excavado durante tantos años.

Tuve que salirme y volverme al hotel. Martín se quedó allí, no sé si verdaderamente disfrutando o sometiéndose a una sesión masoquista, a una especie de curación por inmersión al miedo y al rechazo a los roedores. Ya en la habitación, saqué de la maleta Las Piedras Hambrientas, uno de los libros de Rabindranath Tagore que había traducido maravillosamente Zanobia Camprubí, la esposa de Juan Ramón Jiménez, y que no había podido empezar a leer. Bajé al patio del hotel, ocupé una silla de la terraza y pedí, al camarero hindú que llevaba una bonita chalina enrollada en su cabeza, una bebida alcohólica fuerte que me desinfectase por dentro. Encendí un cigarro liado de tabaco indio y comencé el libro. El autor, con el mérito de su traductora, elimina de una esa sensación de asco que hacía una hora me había invadido y acompañado hasta el hotel.

Cuando Martín llegó y me vio desde la cristalera del lobby se acercó a mí directamente, sin pasar por la habitación para darse una ducha, como yo sí había hecho, frotándome con el lado rugoso de la esponja con la misma aprensión del que se aparta a manotazos una invasión de cucarachas. No sé si realmente él olía, pero penetró hasta mis entrañas un hedor profundo que sentí que me ensuciaba de nuevo. Me besó sonriendo, y bebí un trago grande con el deseo de limpiarme otra vez. Martín me dijo algo, no sé qué fue, porque la sensación de repugnancia que me transmitía su presencia me impedía escucharlo. Llevé otra vez nuevamente los ojos a mi lectura: seguí sintiendo asco por fuera, pero oro por dentro.

sábado, 17 de julio de 2010

Viaje de regreso

Hace unos minutos el comandante del vuelo IB-6012 ha anunciado que “nos encontramos al final de la primera parte del partido Uruguay-Alemania, y Uruguay va ganando…”; aquí se le ha dejado de oír porque los pasajeros del avión han roto en vítores y aplausos, y ha sido el personal auxiliar el que ha ido anunciando, de viva voz, los 2 goles contra 1.

Al subir al avión me han dado prensa española de ayer, en la que he encontrado aburridas noticias sobre la manifestación a favor del Estatut (entiendo ahora la demora de los jueces del Tribunal Constitucional en la redacción del fallo, que he comentado aquí alguna vez, pues han utilizado los escribanos más de 800 folios para redactar los antecedentes, fundamentos de hecho y de derecho, debemos fallar y fallamos, los votos particulares, etcétera). Parece que el lema de la manifestación será (o ha sido) algo así como: “Somos una nación, nosotros decidimos”.

[Acaban de anunciar Alemania 2-Uruguay 2].

Casi no entiendo o diferencio los conceptos de país y nación: el primero se refiere tal vez más al hecho administrativo o incluso casual de disponer de una gran parcela de terreno continuo (islas aparte); el segundo concepto (“nación”) debe de referirse más al hecho sentimental que al hecho administrativo, al sentimiento individual o colectivo que al de la casualidad. Como volando voy/volando vengo, carezco de acceso a fuentes de información externa (léase Internet), así que hablo de memoria si digo que menos de la mitad del pueblo catalán (un cuarenta y tantos por ciento) acudió al referéndum para votar el Estatut. Supongamos que hubiera acudido a las urnas solamente el 30%: ¿Podría un político arrogar a tan bajo porcentaje de ciudadanos la representación del pueblo catalán (o murciano, o gallego, o calatravo) y su conversión en nación? ¿Y si fuera un 10% o un 15%, como en esas consultas independentistas que se celebran en algunos ayuntamientos? La gente, en general, me parece a mí que no es política y pasa de este tipo de movidas.

[El piloto explica que se acaba de llegar al final del partido, con victoria alemana por 3 a 2, dándole la razón al pulpo Paul; Forlán, en el minuto 3 del descuento, nos cuenta el piloto, ha estrellado un balón en el larguero de la portería contraria. los pasajeros se lamentan un instante, pero le dedican un aplauso a su selección].

Hace ya seis horas que el avión despegó, y a las cabezas de ganado que poblamos la clase turista parece habernos entrado de repente el miedo al síndrome de la ídem, porque el pasillo se ha llenado de repente de gente de pie que habla y camina sin rumbo, de la cola a la cabeza del avión.

El hombre que viaja a mi lado parece dormido o muerto: tiene la cabeza apoyada hacia atrás sobre el respaldo de su asiento, las manos cruzadas sobre su vientre, un fino bigote; es algo gordito y tiene la boca abierta, pero no parece emitir ningún sonido ni aire. Como el que no quiere la cosa, como el que se recoloca en la incómoda posición que le permite el asiento estrecho, le doy un pequeño codazo para comprobar si está o no en el mundo de los vivos. Afortunadamente se remueve y se reubica en una nueva incómoda postura.

Yo también he pasado mucho rato durmiendo. A pesar de que el viaje dura doce horas, la verdad es, en el avión, el tiempo pasa volando.

miércoles, 7 de julio de 2010

Crónicas uruguayas (III)



Durante estos días en Montevideo he utilizado alguna vez el “viejo truco para espera al Circular” que me enseñó una vez mi compañero Juan Pablo: “Cuando veas que el autobús no viene te enciendes un cigarro, y antes de la tercera chupada lo verás aparecer doblando la esquina o surgir desde el rasante”. El transporte público en esta ciudad funciona muy bien, aunque a veces demore un poquito de más la espera al autobús, pero el truco funciona. «¿Coge usted por Ejido?», le pregunto al chófer del 116 antes de subir, y él se ríe bastante: «Cojo donde y cuando puedo», me dice. «Sí», prosigue, «voy por Canelones y luego doblo por ahí». Subo entonces al “ómnibus” que me llevará a mi destino y, en algún momento del recorrido, un joven le ofrece su asiento, contiguo al mío, a una señora de mediana edad, tal vez de unos cincuenta años o tal vez un poco menos: «Siéntese, anciana», le dice, y la mujer se molesta y no se quiere sentar. «Que no, señora, que es broma, que es que me bajo en la siguiente cuadra». Ella no se ríe, no obstante, dolida como está por la broma sin gusto, y el asiento permanece vacío hasta que vuelven a subir pasajeros en la siguiente parada.

«Cuarenta años sin pasar a octavos», dice todo el mundo en referencia al Mundial, y muchos repasan las gestas de su selección cuando fue campeona del mundo en los años 30 y 50 del siglo pasado. En lo tocante al fútbol y a los partidos de nuestra Selección o de cualquier otra, creo que todos nos sugestionamos con nuestro pequeño poder de influencia para conseguir que la Roja gane cada partido y llegue poco a poco a la final. Nuestra superstición nos hace, por ejemplo, mantener en el sofá de nuestra casa la misma postura que tuvimos hace unos minutos, cuando estuvimos a punto de marcar un gol, durante el segundo ataque, para ver si la jugada se repite ahora terminando con el balón entre las redes; nos hace dar o no dar un trago a la cerveza en el segundo penalti en función de lo que hicimos en el anterior, o continuar viéndolo de pie o sentado: si lo fallamos y bebíamos sentados, ahora no bebemos y nos ponemos de pie; si lo acertamos y la copa o la lata estaba sobre la mesa, ahí volvemos a dejarla y no volveremos a beber de ella hasta que termine la tanda de desempate.

Vi ayer viernes el partido que clasificó a Uruguay frente a Ghana para semifinales en la Plaza de la Independencia, atestado de gente este lugar que es casi la puerta de la Ciudad Vieja, en una pantalla gigante, con el volumen de la locución suficientemente alto como para que llegase al último aficionado que se encontraba allá lejos, muy lejos, casi en el otro extremo de la avenida. El relator de la televisión hablaba del poder del corazón celeste y pedía a veces a la afición que hiciese llegar su energía a los jugadores, que se encontraban tan lejos, y tan ajenos probablemente, por su concentración extrema durante el partido, a los gritos y vítores de su pueblo. La nueva mano de dios del uruguayo Suárez y la cartulina colorada que le mostró el árbitro cuando este delantero detuvo el balón en la misma línea de meta fueron celebradísimas, igual que el balón que el jugador ghanés estrelló en el larguero al tirar el penalti: «Nunca una tarjeta roja dio tanta alegría», decía hoy un periódico de acá.

La ciudad se ha venido parando durante cada partido y, después de cada uno, con cada triunfo, las calles se han llenado de gente con banderas y las caras pintadas, de coches apurando sus bocinas durante horas. «Uruguay, ya habéis cumplido», dicen en la prensa y en una especie de afiches que alguien ofrecía en la plaza durante el partido sin vender ninguno: quizá este vendedor haga su agosto el domingo que viene, cuando este país acogedor pierda con España en la final del campeonato.

(Lástima, escribo hoy, 6 de julio, horas después del partido en que Holanda ha eliminado a Uruguay. Al final tendremos que vernos las caras en la final contra los Países Bajos).