Una foto aleatoria

Una foto aleatoria


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Una frase aleatoria

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lunes, 27 de septiembre de 2010

Indexados

Fue Cecilia quien me dijo que el autor de la fotografía que andaba buscando hace dos semanas a través de esta página es Henri Cartier Bresson, un fotógrafo francés que falleció en 2004. Según veo en Internet, tuvo un discípulo llamado Ferdinando Scianna, que tiene algunos retratos en blanco y negro de una tal Maria Grazia Cucinotta que quitan el hipo. Pero ese no es el tema de este artículo.

Para localizar la fotografía de Bresson pregunté a algunos amigos entendidos, y uno de ellos me sugirió utilizar “Goggles”, un programa desarrollado por Google para los teléfonos móviles que llevan Android, su sistema operativo. Con uno de estos teléfonos, uno toma una fotografía de cualquier cosa, la envía a Google y Goggles agarra y te dice lo que es. Un amigo que tiene uno me hizo una demostración: hizo con su teléfono una foto a una foto de Paul Newman… perdón, de un tal Von Neumann, pero con el aparato un poco girado y todo, así como enfocándolo de medio lado. Le dio al botón verde para enviarla y, a los pocos segundos, le salió en el móvil la página de la Wikipedia en la que se explica que este señor húngaro-estadounidense fue uno de los más grandes matemáticos del siglo XX, que hizo grandes aportaciones en la Lógica, la Mecánica Cuántica, la Computación y, desgraciadamente, también en el campo de la mejora del poder destructivo de la bomba atómica y de la bomba de hidrógeno.

Hay otro programa, el Shazam, que funciona al menos en los iPhone, al que prácticamente le silbas una canción y te saca el vídeo de youtube que corresponde, y te ofrece además el escaparate de una tienda virtual en la que puedes, si lo deseas, comprar directamente la canción o el disco.

Las palabras que tecleamos en nuestro buscador favorito se almacenan allí junto a nuestra dirección IP, que es un número que nos identifica por completo y que, además, permite localizarnos geográficamente; el teléfono móvil emite señales que pueden ser registradas para reproducir, cuando se desee, el camino que seguimos desde casa al trabajo o a la oficina del Sepecam, al bar de la esquina, al cine. Cada vez que pagamos con tarjeta se guarda un dato que nos asocia con el comercio que hemos visitado. Nuestra imagen queda, cada vez con más frecuencia, grabada en medios digitales que recogen cámaras de seguridad de cuya presencia nos advierten en algunas ocasiones, pero contra lo que poco o nada podemos hacer. Hace poco subía yo solo en el ascensor de un hotel: iba revisando en el espejo la limpieza de mi nariz y mis dientes y luego, comprobada ya su suciedad o pulcritud (no recuerdo), hice alguna mueca extraña para entretener el ascenso hasta la undécima planta: bien, pues toda mi secuencia de gestos estaba siendo filmada por una pequeña cámara disimulada en una semiesfera situada en una esquina, quizá para regocijo del vigilante de seguridad, que a veces observará los ademanes de los huéspedes desde la mesita de su oficina.

Woody Allen tiene al menos dos libros de cuentos en castellano editados por Tusquets. En el relato Pluma de Alquiler, uno de los personajes le pregunta a otro que de dónde ha sacado su número de teléfono: «De Internet», le contesta, «Aparece junto con las radiografías de tu colonoscopia». Quizás Woody Allen exagere un poco para el momento actual (aunque nuestras radiografías se guardan ahora en los ordenadores de los servicios de salud, que podrían en algún momento ser atacados por algún pirata informático), pero es cierto que nuestra privacidad se ve muy seriamente amenazada por la capacidad que tiene la tecnología para recopilar, almacenar y cruzar toda clase de información del individuo.

Juraría que, salvo nuestro olor, todas nuestras restantes propiedades pueden indexarse en los ordenadores y ser utilizadas para que terceros de los que nada sabemos reconstruyan nuestra vida y lleguen a conocernos mejor que nosotros mismos.

lunes, 20 de septiembre de 2010

Qué gusto de multa




A veces pienso que el Estado es una gran máquina con pesados engranajes que comienzan a girar con pereza cada vez que un ciudadano presenta, en alguna ventanilla, alguna solicitud o algún recurso. Esos engranajes están formados por el cuerpo de funcionarios, uno de los cuales recoge el documento, le coloca el sello con el número de registro de entrada y lo deja en una bandeja, a la espera de que venga otro a recogerlo y lo lleve a un tercero que lo lee, lo estudia, consulta la legislación y, a veces, redacta un escrito de respuesta que devuelve al interesado por correo certificado. La maquinaria de una diputación o de un ayuntamiento es de similar complejidad, aunque de menos envergadura debido, probablemente, al volumen de asuntos que se despachan.

Como me gusta esa metáfora de la máquina parada que arranca pesadamente, cuando tengo oportunidad presento algún escrito de alegaciones para ponerla en marcha, y me imagino que lo que he hecho, en el mismo momento en que me llevo mi copia sellada, es haber girado una llave o haber actuado sobre algún interruptor que la activa. Así que hace unos años, con motivo de una multa de 60,01 euros por aparcar incorrectamente en la zona azul, presenté en plazo un escrito de alegaciones al ayuntamiento, explicando que no entendía el texto de la infracción: «Estacionamiento en zona de regulación horaria sin “ticket”, o no visible». Entrecomillo ticket porque ahí residía el quid de la cuestión: en el deber que tiene la administración local (al menos la que no tiene lenguas cooficiales) de responder en castellano. Le explicaba al funcionario que había buscado la palabra en el diccionario de la RAE (que es normativo: es decir, lo que no pone ahí no tenemos por qué entenderlo) sin haberla encontrado, por lo que no llegaba a comprender con exactitud los hechos denunciados, y solicitaba por tanto la terminación del procedimiento. Le decía, eso sí, que acaso el término al que se refería era tique, que sí aparece en el diccionario con el significado que todos conocemos.

Después de pasar por varias ruedas dentadas y varias válvulas, por una de sus cintas transportadoras salió un texto en el que, claro, el funcionario tuvo que contenerse y redactar una respuesta formal y educada, y no plasmar los comentarios que, seguro, compartió con sus compañeros de despacho acerca de mi alegación tan aparentemente absurda. En la respuesta ponía: «Interpone recurso de reposición contra la notificación de la resolución sancionadora recaída en el expediente de referencia, fundado en motivos de los cuales no consideramos conveniente en este trámite pronunciarnos sobre los extremos de su relato».

Como toda respuesta de la administración ha de ser razonada (Ley 30/1992), en la carta del ayuntamiento no se razonaba en absoluto (y además se renunciaba explícitamente a ello: «no consideramos conveniente en este trámite pronunciarnos sobre los extremos de su relato») y, como ya he dicho, “me pone” el tema de los engranajes, vi el cielo abierto y me imaginé moviendo no ya la maquinaria de un ayuntamiento, sino la de todo un Ministerio de Justicia. Así que presenté un recurso en el juzgado de lo contencioso-administrativo contando no sólo lo del ticket/tique, sino también la falta de argumentación de la administración local, a la que está obligada. A la presentación de este recurso acudí con mi amigo E., que es abogado, porque la ley me obliga a que vaya acompañado de uno.

Fijaron la fecha de la vista para más de un año después pero, antes de que llegara este plazo, E. me comunicó que el ayuntamiento había desistido. A veces sospecho que quien desistió fue E., que pagó mi multa con sus intereses y costas para evitarme (o evitarse él mismo) el mal trago de un juicio solemne por un asunto de tan escasa importancia.

Hace una semana me multaron de nuevo por el mismo motivo: «Estacionamiento efectuado sin tique de estacionamiento o sin tenerlo visible». Tique, con Q de queso. Y, oyes, qué alegría, qué contento iré a pagar los sesenta euros.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Se busca foto


Hace poco visité en un museo una exposición de fotografías, de entre las cuales me llamó la atención la que ilustra este texto, por lo que le eché una foto a la propia foto, y de ahí que no se distingan, con la calidad que merecen, las dos mujeres que aparecen retratadas: la más cercana a nuestros ojos parece observar algo así como un mapa o plano de la ciudad en la que se encuentre (tal vez París, tal vez en los años sesenta), porque mantiene extendido un papel ancho y largo con varios dobleces. Lleva una falda muy breve y parece haber terminado la botella de refresco que estaba consumiendo; la de más allá, tocada con un gorrito, tiene sobre su mesa una cubitera en la que, con mucha atención, parecen distinguirse las pinzas para coger el hielo. La anciana mantiene el periódico abierto pero, como si se tratase de un agente secreto en plena labor de contravigilancia, observa a la joven con los ojos apartados de sus páginas, con una mirada que parece censurar la osadía de sus muslos al aire. Tal vez sea una mirada de admiración o envidia, orgullosa de su atrevimiento en ese momento que no sé situar en un tiempo concreto, pero que he aventurado y situado, gracias a un primo (un primo carnal, no un muchacho inocentón y engañable), en la capital francesa hace ya medio siglo. Ignoro el periódico que lee la señora porque, aunque acerque la imagen con el zoom del ordenador, no se distinguen en absoluto las letras grandes de su portada: ¿quizás Le Monde? Hay un hombre al fondo con gafas de sol, unas pocas entradas en el pelo peinado hacia atrás, chaqueta negra y camisa blanca con los picos del cuello hacia fuera, estirados sobre las solapas de la americana. No es un camarero, que no estaría de esa guisa sirviendo las mesas. Debe de ser primavera u otoño u otro entretiempo, capaz que los primeros días del verano de la Ciudad de la Luz, porque la señora de allá no lleva abrigo ni parece tenerlo cerca, pero parece protegerse del fresco con un pañuelo alrededor del cuello. La joven de acá, a pesar de sus piernas al aire, cubre el resto de su cuerpo con unas botas altas y una chaqueta blanca de manga larga. No parece estar acompañada por nadie, porque sólo hay una botella en su mesa y no hay más botellas ni vasos: su pareja, entonces, no ha ido a pagar a la barra ni tampoco al baño; a lo mejor ella lo espera ahí sentada, pero hace ya rato que él debería haber llegado, porque ella ha tenido ya tiempo para terminar su bebida. Si es un plano de la ciudad lo que mira, ha de estar alojada en algún hotel quizá de Montmartre, en donde abundan cafés como este, con mesitas en la calle. Es posible que el hombre que no llega haya huido por algún motivo de amor o desamor, o por un motivo político en esa época semiconvulsa de la guerra fría; es posible entonces que la mujer de allá sea en efecto una espía que colabora en la búsqueda del hombre, y que lo aguarda junto a la mujer a la que el proscrito ama, sabiendo que él llegara a encontrarse con ella en algún momento.

Quiero esa foto; la he buscado en Google poniendo de todo y solo me aparecen señoras en minifalda a todo color. ¿Usted la conoce?


lunes, 6 de septiembre de 2010

Sabina en Daimiel





He oído que la gente que sufre la amputación de algún miembro continúa, durante algún tiempo, teniendo la sensación de que la pierna o el brazo cortados siguen estando ahí y creo que, cuando cambian de postura en la cama del hospital, hacen con el hueco el movimiento correspondiente, tratando de llevar lo que ya no está al sitio que, unos días antes, ocupaba con normalidad; o que sienten picor en donde ya no hay nada y llevan ahí la mano para rascarse y aliviárselo. Desde que tengo teléfono con cámara fotográfica y de vídeo, retrato pequeñas tonterías que veo por las paredes de las calles o paisajes bonitos, o grabo alguna minipelícula si asisto a algún concierto (Kiko Veneno en Chiclana, Estopa en Bolaños, un grupo en El Pony Pisador de Montevideo, que canta con la misma voz que Sabina) o si soy testigo de un hecho que creo que merece ser almacenado (la aproximación lenta del avión al aeropuerto de Quito, un poco por debajo de la cima nevada del volcán Cotopaxi). El otro día lo saqué también en el concierto de Joaquín Sabina en Daimiel (ciudad a la que tradicionalmente se llevan, por lo general, mejores músicos que los que se traen a la capital) que, probablemente, es mi cantante y músico favorito, además de un hombre entretenidísimo en las entrevistas que le he visto y oído (contaba, por ejemplo, que su padre inició, al poco de jubilarse, la escritura de sus memorias, pero que el hombre había vivido tan poco tiempo que enseguida llegó al momento vital en el que se encontraba y decidió seguir escribiendo y, de este modo, cuando la muerte lo alcanzó, había escrito dos años más de vivencias del tiempo que realmente le había concedido la vida; además, cuando ya se encontraba en su lecho de muerte, acompañado por el hijo, el padre pronunció sus últimas palabras, que según Joaquín Sabina fueron las siguientes: «¿De dónde sacarán tanto dinero las diputaciones?», y fue entonces cuando cerró los ojos para expirar: reconozco que yo también me he hecho muchas veces esta misma pregunta, tal vez por eso me hizo tanta gracia).


Mi idea era grabar la interpretación en directo de algunas de sus canciones («Y sin embargo», por ejemplo, de la que él mismo dijo que es la canción de amor más bonita que ha escrito, aunque tiene muchas otras que no le andan a la zaga), pero tan sabroso e intenso me resultaba el espectáculo en directo que mantuve el teléfono en la mano sin apenas grabar, porque haberlo hecho habría significado estar pendiente de su pantalla para cuadrar la imagen; dejar de apreciar la voz ronca y un poco cazallera del cantante; sus manos arrugadas de hombre ya viejo, que las cámaras enfocaron alguna vez en primer plano cuando tocaba la guitarra, y que el realizador proyectaba en las pantallas gigantes; los detalles de los músicos acariciando sus instrumentos para producir ese sonido tan puro.


A veces, como si el hueco en el bolsillo fuera ese miembro amputado, inmerso en el olor a porro que invriablemente inunda los auditorios en todos los conciertos al aire libre, y que forma parte de ellos tanto como la sal al agua del mar, sentía en mi pierna las vibraciones del teléfono, como si alguien me estuviera llamando o me enviara un mensaje.