Una foto aleatoria

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Una frase aleatoria

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lunes, 25 de octubre de 2010

Buscando a las musas

Como a todo el mundo, también a veces el columnista, el bloguero, el panadero, el médico o el policía se levantan un día con menos ganas de escribir la columna, subir el post, amasar la mezcla de harina, agua y levadura, con menos paciencia para explorar o escuchar al paciente de la que éste merece, o cansado y sin fuerzas para salir corriendo detrás del ladrón que, ya durante dos noches, me ha robado los espejos retrovisores de la moto, un tubito que no sé para qué servía y que desconectó otro que dejó caer al suelo casi toda la gasolina. En fin, que se trata de un muchacho un poquito porculero («molesto», según el diccionario de regionalismos tubabel.com).
Decía Lotario, uno de los personajes que aparecen en El Quijote, que no «me son tan enemigas las musas que algunos ratos del año no me visiten», y decía Dalí que «la inspiración existe, pero tiene que encontrarte trabajando». A veces, sin embargo, aunque uno se encuentre en pleno tajo, algún obstáculo invisible le impide llevar a cabo la labor más corriente y, aunque el pintor se coloque ante el lienzo con la paleta de óleos sujeta por una mano y el pincel en la otra, el escritor ante la metáfora informática del folio en blanco, el panadero ante la máquina que espera ser cargada con los ingredientes para empezar a amasarlos, o aunque vaya el ladrón a entregarse confeso a la policía, la musa decide no aparecer y el cuadro se queda sin pintar, el capítulo sin continuar, el pan sale tarde o mal y el ladrón decide darse la vuelta y volverse tranquilo a la calle por la misma de la comisaría por la que ha entrado.
El finde pasado me encontraba yo en esta tesitura respecto de este texto: visto el perca, la columna política me aburre (y también le aburre a Adolfo, que me lo dijo hace tiempo y no sé si me seguirá leyendo), y para escribir de otras cosas hay que esperar a que venga la musa o ir a buscarla. Así que en lugar de esperar a que ella apareciera decidí llamarla y me sugirió, así en un momento, que hablase del rescate de los mineros chilenos (cuando sacaban al último escuchaba el relato de su rescate en directo en la radio, y me levanté para ver cómo salía con sus gafas oscuras y por su propio pie); del otoño que la semana anterior aún no había llegado (y que aún en estos días amaga con venir pero sin llegar a hacerlo, con días en que te sales de mañana con jersey y con chupa y regresas a casa con estas dos prendas recogidas debajo del brazo); de Argentina, que ha declarado el vino como «bebida nacional»; de los premios Nobel en lengua española (a colación de Vargas Llosa, al que la UCLM hizo Doctor Honoris Causa hace sólo unos meses. No lo he leído al peruano, pero sí a Platero —perdón, a Juan Ramón Jiménez—, a Pablo Neruda, a Gabriel García Márquez y a Cela, que no me gustó: ni La Colmena, ni La familia de Pascual Duarte ni el Viaje a La Alcarria; aparte de que no me caía bien, el pobre: dicen que plagió La Cruz de San Andrés, con el que ganó el Premio Planeta, y tengo un recorte de periódico de esa época en el que su hijo, Camilo José Cela Conde, «califica de indigno a su padre por negociar el Premio Planeta». Ahora un juez de Barcelona ve indicios de que José Manuel Lara Bosch, presidente del Grupo Planeta, proporcionó al escritor una obra inédita de la escritora María del Carmen Formoso para que la plagiara y ganara el Planeta de 1994); de la enfermedad renal de los linces en cautividad, de la que no tenía noticia, y que parece que se debe a algún suplemento alimenticio que les dan en sus comidas.
Hoy, rebuscando en Internet, he ido a enterarme de la existencia de Sealand, un microestado de 550 metros cuadrados ubicado en el Mar del Norte, y que no se encuentra oficialmente reconocido. Quizás sea un buen lugar para hacer turismo.

lunes, 18 de octubre de 2010

Somos cobardes

Durante unos días, en la Plaza de la Constitución se encuentra instalada una carpa con una pequeña exposición de la obra social de La Caixa titulada «Violencia: Tolerancia Cero». Por las paredes de los pasillos angostos hay algunas frases antiviolencia; un espacio que imita el aula de un colegio con una pizarra en la pared y unos pupitres, sobre los que hay unos cuadernos escolares (sujetos a los pupitres con un tornillo y una tuerca: me recuerda esto a algo que vi o leí hace poco, que no te fíes de los bancos que, hartos de dinero, sujetan los bolígrafos en las ventanillas de sus cajas con una cuerda), palabras escritas en la pared que reproducen insultos típicos del acoso escolar; unas pocas pantallas con fragmentos breves de películas recientes en los que se trata el tema de la violencia (de género, en las aulas, de los padres a los hijos, de los hijos a los padres…); otras pantallas con el testimonio de personas que han sufrido maltrato (quizá sean actores, pero lo hacen muy bien). Antes de dejar la carpa hay un pequeño ordenador con pantalla táctil en el que se somete al visitante a una pequeña encuesta: se le pregunta su edad y sexo, si cree que debería involucrarse en la denuncia de hechos violentos aunque no le incumban y si conoce alguna situación de violencia próxima a él. Tras responder a estas pocas preguntas aparece en la pantalla un resumen de las respuestas dadas por los encuestados. Más de la mitad de los encuestados afirma que sí, que se involucraría, que denunciaría, alguna situación violenta de la que, sin que le afectase, tuviese conocimiento. Qué bien.

El caso es que luego uno se entera de que van 55 mujeres muertas en España en lo que va de año: mujeres con maridos o ex parejas a los que, seguro, sus vecinos han escuchado más de una vez gritar y dar voces y, quizás, el sonido de un puñetazo, de una bofetada, de una lámpara de noche viajando por el aire de un extremo al otro de la habitación.

Y uno se entera de que ha muerto en Roma Maricica Hahaianu, la mujer a la que un gilipollas mató de un puñetazo en el andén del metro. El vídeo puede encontrarse escribiendo el nombre de la víctima en el Google. El golpe mortal se lo da a los 26 segundos de comenzar; pasa más de un minuto hasta que una de las muchas personas que pasan por delante del cuerpo inerte se detiene ante él; el vídeo dura 3 minutos y, cuando llega a su fin, nadie todavía se ha agachado a atenderla, aunque sí hay un revuelo de curiosos mirando.

Hace unos meses se publicó otro vídeo grabado en una calle de Nápoles, en el que un hombre tocado con una gorra asesinaba en plena calle a otro, de un disparo en la cabeza, provocando también la indiferencia de los peatones. Del metro de Barcelona también se divulgó un vídeo en el que un racista fascista pegaba sin venir a cuento a una joven sudamericana. El joven que viaja enfrente mira hacia otro lado, y los pasajeros que están sentados al fondo no se levantan ni se inmutan. En otro vídeo del metro Madrid sí hay unas personas que intervienen (entre ellas, dos policías fuera de servicio) antes las patadas y puñetazos que un ultraizquierdista propina a otro muchacho que viaja sentado.

A veces voy por la calle y veo un contenedor volcado o atravesado en la acera, o bolsas de basura dificultando el paso. Lo habitual es que la gente rodee estos obstáculos y los deje como está, como si se nos cayeran los anillos por reabrir el hueco: hay ciegos que pueden chocarse y personas en silla de ruedas que pueden no caber, y gente despistada que puede tropezarse y caer de bruces. Parece que a los muertos que aparecen en la calle se les da el mismo tratamiento que a los despojos. En el libro de Educación para la Ciudadanía de 2º de ESO se transmiten unos valores completamente distintos. A ver si nuestros hijos aprenden y salen menos cobardes que sus padres.


lunes, 4 de octubre de 2010

Despertar a la vez que la muerte

La noche del jueves 23 al viernes 24 me desperté en mitad de la noche con un gran dolor de espalda, aquí en esta zona en la que me toco: me quedé dormido, como tantas otra veces, en el primer diez por ciento de Royuela… perdón, Rayuela, la novela de Julio Cortázar que, como yo, tantísima gente ha empezado y no ha terminado. Y no es que sea algo que yo suponga o me imagine, es que hace unos días comenté esto mismo con alguien, y hace un poquito más tiempo leí un diario breve de Rodrigo Fresán, un escritor contemporáneo argentino, en el que dice que Rayuela es «la novela que más veces he intentado leer y que más veces no he podido leer. […] Me gusta mucho Cortázar, pero no puedo jugar con Rayuela, nunca he conseguido pasar de sus primeras páginas». Otro escritor, Juan Bonilla, dice que «lo apasionante de Rayuela es que puede leerse dando saltos» (quizás una forma sutil de decir que salta al poco rato a la contraportada y que lo cierra sin terminarlo). Rayuela es un libro tocho, de unas 700 u 800 páginas, y la edición que yo tengo es de tapa dura y, en un giro bajo las sábanas, fue a clavárseme en ese lugar bajo de la espalda que antes señalaba. Encendí la luz de la lamparita, lo aparté y lo dejé sobre la mesita de noche; cogí el pequeño reproductor mp4 que tengo ahí mismo y encendí la radio.

Escuché los pitidos anunciadores de las tres de la mañana, las dos en Canarias. La locutora de noticias de Radio Nacional informó a los oyentes de que a esa misma hora comenzaba, en la cárcel de Greensville (Virginia, Estados Unidos), la ejecución de una tal Teresa Lewis por inyección letal. ¿Comenzaba la “ejecución” o el “asesinato”? Asesinar, según la RAE, es “matar a alguien con premeditación, alevosía, etc.”. Premeditación desde luego que hay en las sentencias a muerte desde el mismo momento en que el juez, como hemos visto en tantas películas, golpea con su martillo esa base de madera que hace que el impacto resuene en la sala; la alevosía, también según la RAE, es la “cautela para asegurar la comisión de un delito contra las personas, sin riesgo para el delincuente”. Si bien matar a alguien con permiso judicial no es un delito en los Estados Unidos, sí lo es en España, por lo que podría afirmarse que en la cárcel de Greensville comenzó el asesinato premeditado y alevoso de esa tal Teresa Lewis.

Teresa no era precisamente un ángel: contrató a dos hombres para que ejecutaran (¿es “asesinaran” la palabra adecuada en este caso?) a su marido y a su hijastro para poder cobrar su seguro de vida.

A esa hora en que yo recobraba la consciencia, ella la perdía con la inyección, en alguno de sus brazos, de una dosis de tipental sódico; después, cuando yo me desentumecía un poco para recolocar la almohada, sus músculos se le paralizaban con un pinchazo de bromuro de pancuronio; finalmente, cuando mi corazón se aceleraba al suponerla sujeta a la camilla con varias correas, yo, tan lejos, tumbado cómodamente en el colchón, ella observada a través de un cristal ahumado por el director de la cárcel, quizás algún cura, sus verdugos (suele haber dos o tres: cada uno acciona simultáneamente un interruptor o palanca, pero sólo uno de ellos, elegido al azar, actúa sobre el reo, de manera que uno es el que mata y no los otros dos, y los tres se van a casa con un 66,66% de probabilidad de inocencia), algún familiar de las víctimas y no sé si algún otro testigo, el suyo se detenía definitivamente por efecto del cloruro de potasio.

Este proceso de la muerte, cuando se da bien, requiere entre 10 y 12 minutos; antes de que este plazo expirara con ella, yo había retomado el libro de Rayuela en un nuevo intento de continuarlo por donde me hubiera quedado. Cuando sus ojos ya cerrados permanecerían así para siempre, yo apagaba también la luz de la mesilla y, agotado una vez más con los encantos de la Maga y el jazz y el humo de Julio Cortázar, también cerraba los míos.

«Es un asunto muy delicado el de la pena capital,
porque, además del condenado, juega el gusto de cada cual:
empalamiento, lapidamiento, inmersión, crucifixión,
desuello, descuartizamiento: todas son dignas de admiración.
Pero dejadme, ay, que yo prefiera la hoguera, la hoguera, la hoguera.
La hoguera tiene qué sé yo, que sólo lo tiene la hoguera».
(Javier Krahe, en la Canción “La hoguera”).