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lunes, 14 de marzo de 2011

Cuando no se tiene nada que decir

La otra noche escuché en la radio hablar de John Cage, un músico cuya obra más famosa se llama Four minutes, thirty-three seconds (Cuatro minutos, treinta y tres segundos) debido a que su título da nombre a su duración, y a que su contenido se limita a cuatro minutos y treinta tres segundos de silencio. Al parecer, en su partitura se indica únicamente la palabra «Tacet», que parece ser que en lenguaje musical representa algo así como silencio: el intérprete no debe pulsar la cuerda, el platillo, soplar ni pulsar las teclas de su instrumento. (Confieso que a mí, que aporreo la guitarra de vez en cuando, no se me da mal la ejecución de esta obra, ni siquiera con violonchelo).

Hablaban de este compositor, fallecido en 1992, porque parece ser que sus herederos interpusieron una demanda por plagio contra el grupo The Planets, que en su disco Classical Graffitti incluyen un tema, de un minuto de duración, titulado A one minute silence (Silencio de un minuto o Un minuto de silencio, no sé), que tiene una duración de 59 segundos. Según veo en algún blog, la familia de Cage y The Planets llegaron a un acuerdo extrajudicial, por el que los segundos pagaron a los primeros alguna cantidad, como reconociendo su culpa. Mike Batt, el compositor de ese minuto, aclaró que, no obstante, su pieza era mucho mejor que la de John Cage, pues decía en 59 segundos lo que al otro le requerían 273.

Hace también unas semanas que Sheridan Simove, un escritor británico, ha publicado el libro What every man thinks about apart from sex (En qué piensa cualquier hombre además de en sexo), que se ha convertido en un éxito de ventas. Contiene 200 páginas en blanco, como diciendo, injustamente, que los varones sólo piensan en lo único.

Para esta semana tenía poco que escribir (se puede hablar de política, pero resulta cada día más aburrida: tengo por ahí una frase apuntada de un libro de Herrero de Miñón: cuenta que, siendo él y Tierno Galván diputados, éste le preguntó: «¿Cuándo abandona usted todo esto, Herrero? Quiero decir, ¿qué hace usted con gente como la de su partido?». Herrero se quedó callado y Tierno Galván se volvió y miró a su bancada; entonces, le dijo: «Aunque, con razón, dirá usted que qué hago yo entre esta rehala». Salvo excepciones, la situación no ha cambiado mucho en estos treinta y tantos años) y pensaba decirles a los de El Día que había fallado el correo electrónico y que este texto había sido enviado pero no les había llegado, o haber enviado simplemente un folio en blanco para pedirles que lo ubicaran en el espacio y con las dimensiones que habitualmente se me asignan. Pero no quiero que venga Simove y me demande por plagio.

lunes, 7 de marzo de 2011

Mis traducciones (II)

Como ya conté una vez, hago a veces traducciones de libros del español a los idiomas que me plazca, y de los idiomas que me plazca al español, porque todo lo que escribo que no es mío me lo invento y la gente no se da cuenta.
A veces también me llaman de los juzgados para que traduzca e interprete a detenidos extranjeros que no hablan nuestro idioma, y yo acudo a prestar ese servicio a la justicia por un precio que es demasiado módico y que yo, aprovechando el desconocimiento de la lengua materna del equipo judicial, a veces negocio con los acusados: cuando son dos los presuntos delincuentes, elijo al que me da mejor impresión y le ofrezco, en su idioma, una coartada que puede salvarle por un precio razonable; el otro, el que tiene peor pinta y al que no he hecho la oferta, se muestra sorprendido, no da crédito a la propuesta y, al momento, entra normalmente en cólera. Aprovechamos esta circunstancia de ira del contrario para que el juez observe en él su carácter violento, propio de un delincuente auténtico, frente al relajo y la bonhomía de mi repentino socio, y se hace así un prejuicio conveniente respecto del juicio posterior de la culpabilidad de uno y la inocencia del otro, y se convence al fin de que, en efecto, mi protegido no estaba el día de autos en el lugar de los hechos, en el momento y el sitio en que se cometió el robo, el atraco o el intento de estafa.
Mis tarifas varían: ante la mesa o el estrado de Su Señoría, a veces negocio un precio fijo (entre 50 y 200 euros, dependiendo de la gravedad del delito), aunque otras veces acordamos un porcentaje respecto del importe del botín. Y no me va mal, oyes.
Pero también tengo mi corazoncito y mi mala leche y, así, ayudo en ocasiones a quien veo que lo necesita y me invento el testimonio para lograr la libertad del reo. Mas, si veo que el inculpado no es trigo limpio, me invento también la declaración pero la agravo, dándole al juez o a la jueza una confesión de autoinculpación del muchacho, en el que incluyo circunstancias de premeditación, alevosía y otros cargos, como algún asalto o atraco cometido en su país de origen, u otro antecedente, y del que el detenido salió impune.
Luego, en el juicio, si hay en la sala algún pariente del acusado, o alguien de quien yo sepa o sospeche que conoce el idioma, puedo no tener más remedio que desdecir la declaración. Alguna de las partes, la defensa o la acusación o el propio juzgador, puede mostrar su sorpresa por el relato tan distinto; yo se lo traduzco, mi defendido me cuenta, y yo luego le doy al tribunal la explicación que me venga en gana.