Una foto aleatoria

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lunes, 25 de abril de 2011

Café soluble

Siempre he renegado del café soluble. Al inicio de este último puente, sin embargo, me quedé sin el café de cafetera que tomo habitualmente y tuve que echar mano del bote de café soluble que tengo en la cocina para ofrecer a las visitas. Calenté el agua, le eché una cucharada y media de café, dos piedras de sacarina en vez de azúcar y me senté en el sofá con el libro. Y, oye, me pareció rico y le he cogido el gusto. No está tan malo como pensaba, o tan malo como recordaba: quizás es que antes me echaba demasiado; quizás la sacarina lo endulza de otro modo que me lo hace más agradable; quizás es que he perdido el paladar, que todo puede ser.

A la mañana siguiente me levanté con dolor de espalda, aquí en las lumbares. Cada cuatro o cinco meses, sin razón aparente, me aprieta un viaje que me dobla y apenas puedo arrastrarme hasta el armario de las pastillas para echarme a la boca un gramo de paracetamol con un trago de agua. El principio activo hace su efecto y al rato me alivia bastante. Pero puedo seguir quejándome y continuar diciendo que me duele, y seguir apreciando alguna mínima molestia y recrearme en ella, y estar así durante todo el día. Si me sigo fijando, la espalda continuará doliéndome y la sufriré más. Puedo pedir cita con el médico de cabecera e insistirle para que me dé un volante para el especialista, y que éste me mande un TAC o una resonancia; volver al hospital a los quince días para hacerme esta prueba diagnóstica, regresar después con los resultados al mismo doctor que me la mandó. Quizás para entonces el dolor haya desaparecido, pero puedo seguir observándome, reconocer la zona sin mirarla y continuar quejándome del achaque.

Si el dolor no es muy intenso puedo aguantarlo; si fue intenso pero se fue aliviando, o si es muscular y educo a mi cuerpo tomando otra postura, entonces es posible que lo soporte bien y que con el tiempo y el ensayo desaparezca: la actitud puede ser importante.

Llevamos con la crisis desde 2008, tres años ya, y la conversación acerca de lo mal que está todo empieza a resultar cansina. Podemos cambiar de actitud y, no sé, negar la evidencia y decir que la cosa se está recuperando, que conocemos a uno que llevaba un tiempo en paro pero que ya ha encontrado trabajo (yo sé de uno, lo juro), que la situación despunta, que se ve gente en los bares y en las terrazas, que parece que volvemos a gastarnos dinero. Quizá con una actitud proactiva nos animamos un poco y nos lo creemos y comenzamos a mirar el futuro próximo con otros ojos. El Nescafé, de verdad, tiene su aquél.

lunes, 11 de abril de 2011

El olor en los tiempos del cólera

Leo, en el blog de El Barojiano, que «Benito Pérez Galdós pretendía y lograba tanta realidad, verosimilitud y madrileñismo en sus novelas, que Valle Inclán ironizó sobre el logro diciendo que hasta “olían a cocido”». Desafortunadamente, no he leído nunca nada de él (salvo, hace mucho tiempo, su discurso de ingreso a la Real Academia Española), aunque una vez me lo encontré por una calle de Madrid y, gracias a los viejos billetes de mil pesetas, lo reconocí y, muy amablemente, me firmó un autógrafo en el hueco blanco del papel-moneda que llevaba su retrato.

Llevo ya unas semanas terminando Cien años de soledad (aunque no me pasa con éste, hay veces en que uno empieza un libro con ilusión y le llega un momento en que desea que se acabe pronto para quitárselo de encima), de Gabriel García Márquez. Cien años de soledad no huele a cocido; sus páginas, sin embargo, rebosan párrafos de aromas y olores, tan densos y reales algunos que incluso el papel parece estar mojado por las sustancias aromáticas, y creo que es por ello por lo que tuve que poner un ambientador de albahaca en la estantería del salón y por lo que, incluso en pleno invierno, he tenido que dormir algunas noches con la ventana del dormitorio abierta: porque, dependiendo del fragmento que lea o de dónde coloque el marcapáginas esa noche, puedo encontrarme con «el olor del demonio» cuando Melquíades rompe accidentalmente un frasco de bicloruro de mercurio; con los «pulmones agobiados por un sofocante olor a sangre»; con «el confuso aliento de estiércol y sándalo que exhalaba la muchedumbre»; con el «olor a chamusquina» que la bisabuela de Úrsula adquirió para siempre cuando se sentó en un fogón encendido y que, además, le impidió volver a caminar en público; con el «olor de humo» que desprendían las axilas de Pilar y que excitaba a José Arcadio hasta el punto de que, siguiendo con su nariz el rastro de la hembra, fue a buscarla a su casa una noche con el deseo de encontrarla, si es que «el olor no hubiera estado en toda la casa»; con el olor a «flores muertas» de unas cuantas mujeres que vivían y trabajaban en la tienda de Catarino, o con el de Remedios Moscote, «olorosa a animal crudo y a ropa recién planchada».

Puedo no poder más y quedarme dormido al llegar al «cuchitril oloroso a telaraña alcanforada», o con los silbidos de José Arcadio, que exhalaban «un vapor pestilente», o al pasear por las calles con el aire denso por el «penetrante olor a pólvora» de su cadáver a pesar de que el cuerpo fue lavado y frotado tres veces con jabón y estropajo, sal y vinagre, ceniza y limón, metido en un tonel de lejía durante seis horas, encerrado herméticamente en un ataúd especial que se reforzó por dentro con planchas de hierro y pernos de acero, «y aun así se percibía el olor en las calles por donde pasó el entierro». El olor del muerto impregnó también el cementerio hasta muchos años después, hasta que los ingenieros de la compañía bananera recubrieron la sepultura con una coraza de hormigón.

Puedo dormirme en la página en la que huele a «tufo de hongos tiernos» o a «tufo de la sangre seca», o al contemplar cómo regresa Aureliano a casa, «sucio de sudor y polvos, oloroso a rebaños». Es entonces cuando, si me he dormido con el libro abierto, debo cerrarlo y levantarme a abrir la ventana para que entre el aire, y no cuando me encuentro con el «olor a espliego» que siempre precede a Pietro Crespi, ni cuando olfateo el de Remedios, la bella, cuyo olor «seguía torturando a los hombres más allá de la muerte», porque esta atractivísima joven «no exhalaba un aliento de amor, sino un flujo mortal».

lunes, 4 de abril de 2011

¿Está Carmen?

"Sonó entonces el teléfono: era un modelo antiguo,
negro y muy anguloso, de aspecto funeral. Parecía
únicamente concebido
para transmitir desgracias".
(Antonio Muñoz Molina,
en "El invierno en Lisboa").
Hace unos años solían llamar a mi casa por teléfono. Preguntaban por una mujer que se llamaba igual que mi hermana:

—¿Está Carmen?

La primera vez, como ella no estaba, dije que no y que llamase más tarde, sobre la hora en que llegaba a casa. Volvió a llamar a la hora acordada, se la pasé y tuvieron un breve diálogo de besugos hasta que ambas descubrieron que la mía no era la Carmen que la otra esperaba.

Pocos días después, el teléfono sonó de nuevo. Era una persona distinta que preguntaba por ella. Le dije más o menos lo mismo, que llamase después, y también más tarde se dieron cuenta a los pocos segundos de que no era por ella por quien se preguntaba.
Y al día siguiente, lo mismo:

—Pero ¿por qué Carmen pregunta?
—Por Carmen Díez Macías-Tapiador.
—Ah, no, se ha equivocado, aquí vive Carmen, pero es otra Carmen.

La cosa quedó así. Anoté mentalmente, o acaso en un papel, el nombre de esta mujer anónima o desconocida: Carmen Díez Macías-Tapiador.

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Pasó el fin de semana con tranquilidad. Por rellenar un poco de espacio, diré que resplandecía a la sazón una bella primavera con sus flores rojas y moradas y sus pajarillos trinando y también la puta alergia con sus putas gramíneas, y etcétera, etcétera. El lunes yo estaba en casa y sonó el teléfono:

—Buenos días, ¿está Carmen?
—¿Qué Carmen? ¿Carmen Díez Macías-Tapiador?
—Sí, sí, esa.
—No, se ha equivocado. Esa Carmen no vive aquí.

Y, aunque no siempre era la misma persona la que llamaba, no volvieron a preguntar por ella.