Una foto aleatoria

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martes, 21 de junio de 2011

Si yo soy yo

Así comienza Si yo soy yo

Cuando Bruno entró al servicio ocupando el urinario de al lado y se sacó la cola, me llegó un olor intenso a pescado que me hizo volver la cabeza. Aguardó unos instantes en silencio, sin duda esperando la concentración adecuada para que le saliera el chorro, y entonces, con éste ya manando sin solución de continuidad, comenzó a hablarme sin mirarme a la cara pero con la cabeza inclinada, como dirigiendo su reojo a donde yo tenía las manos, para valorar el tamaño de mi instrumento y compararlo con el suyo. Pero éramos hermanos, y la herencia nos había dotado con parecidas dimensiones.
—¿Te has dejado la barba? —me preguntó.
—¿Qué haces aquí? Te dije que no vinieras.
—No te preocupes —contestó—, que no voy a molestarte ni a aguarte la fiesta. ¿Te han dado el dinero?
—Un cheque, esta mañana —le dije—. Tan pronto como regrese te hago una transferencia a donde me digas.
Se soltó de una mano y se la llevó al bolsillo. El chorro le osciló hacia los alrededores del pedazo de naftalina que ocupaba el desagüe, y al que se supone que debíamos apuntar. Extrajo un pedazo del recibo de un banco, del que había recortado el número de cuenta.
—Me lo ingresas aquí. —Me entregó el papelito y, sin posarle yo los ojos, lo guardé directamente en mi chaqueta. Me di dos sacudidas y, limpio, me cerré la bragueta.
—No quiero que te vean conmigo —le dije. Los muchos años sin verlo mantenían en mi memoria la imagen del joven que marchó de casa: parecido a mí, decían, aunque ni siquiera en las fotos de la niñez, ya antiguas y ajenas, llegué yo nunca a advertir la semejanza. Pero el tiempo había pasado para los dos, y la edad había comenzado a señalarnos la cara con los mismos surcos, que ahora sí vi idénticos, a ensancharnos la nariz de la misma forma y a despoblarnos la frente con idénticas entradas. Me sorprendí cuando lo vi a mi lado, como si su visión fuera un reflejo autónomo de mi propia imagen, porque orinaba cuando yo no lo hacía y miraba hacia abajo cuando yo lo hacía hacia arriba—. Voy a salir afuera y me voy a despedir. Enciérrate en uno de estos retretes —le señalé— y espérate media hora hasta que yo me haya ido. Te lo pido por favor.
Me lavé las manos y salí del aseo, cerrando con cuidado la puerta. Braulia me esperaba en un corro con el editor y otra gente.
—Nos vamos a ir —le dije—, que estoy cansado.
Nos despedimos de nuestros anfitriones, agradecimos la atención con que nos habían tratado y subimos a la habitación que la editorial nos había reservado. Mi mujer estaba algo afectada por las copas de vino y cava. Se me abrazó en el ascensor y me empujó hasta el fondo, elevando su rodilla por entre mis piernas para hacerme presión. El botones subía con nosotros mirando la puerta, con las dos manos juntas detrás de su espalda. Daría sin duda el cordón dorado que colgaba de su hombrera por mirar hacia atrás, o por tener delante el espejo en el que Braulia se observaba su propia cara lasciva.
—Si no te quitas la barba vas a pincharme —me susurró mi esposa mientras me comía el oído.
En la cabina se oía solamente el sonido débil del motor y esos dos ruidos que periódicamente suenan en los ascensores al cruzar entre cada dos alturas, como incrementando el contador que los hace detenerse al llegar al destino. Por un lado, no quería que el botones pudiera dudar de mi hombría, y que luego le relatase a sus compañeros la escasa respuesta de la líbido del galardonado escritor ante el ataque de su esposa; por otro, me avergonzaba el tener que defenderme de ella ante ese espectador de piedra aparente pero de carne tan auténtica como la mía. La abracé y le rogué que callara, que guardara la compostura hasta llegar a la suite. Braulia no me hizo caso, pero el ascensor, más determinista que mi esposa, no tuvo otro remedio que detener sus motores. El botones aguardó a que se abrieran las puertas. Entonces, se giró y nos cedió el paso. Lo abandonamos como dos personas decentes y entramos en la habitación.
—¿Pedimos champán? —me preguntó Braulia.
—No, me duele la cabeza —le dije.
La inesperada aparición de Bruno en el cuarto de baño vino a turbar mi paz y a recordarme los pies de barro de la vanidad que llevaba disfrutando desde hacía unas horas. No quería cuentas con nadie: me apetecía acostarme con la luz apagada y hacer que dormía. Yo me quité la corbata, ella se aflojó el vestido, yo el cinturón sin revólver, ella también su corpiño y, de esta guisa, Braulia se vino a mí. Me besó por el cuello, y me daba mordisquitos en la barba, tirando de ella como para arrancármela.
—No me hagas eso —le dije—. Si me la quito ahora igual mañana no se me adhiere bien a la piel, y podemos encontrarnos con alguien que nos reconozca.
Nos metimos en la cama y apagamos las luces. Me tumbé sobre un costado para darle la espalda, mirando al exterior. Me habría gustado completarle a mi mujer la historia fragmentada que durante estos años le había elaborado acerca de mi pasado. Pero ya era tarde para revelarle el secreto que le había venido ocultando y preferí callar y dejarme hacer, abandonándome a las caricias que empezó a proporcionarme desde atrás, y que me liberaron por un momento de los pensamientos enfrentados que me invitaban a incumplir con el deber conyugal.
Hace cinco años de este episodio, y casi tres del accidente que costó la vida a Bruno, y lo cierto es que me pesa en la conciencia el escaso o nulo dolor que me causó su pérdida. Quiero decir que me habría gustado quererlo más, o haberlo simplemente querido, para haber podido llorarlo en el día en que murió.
Mi hermano fue siempre más atrevido y más bravo, más soñador, más creativo, con más inquietud por saber y por ir, por conocer, por escuchar, y era más inconformista, en el sentido de que la vida rutinaria y cómoda, de la cual podíamos disfrutar en nuestro buen hogar, nunca fue de su agrado, y siempre tuvo los ojos y el espíritu en un más allá de tiempo o espacio, con una sana rebeldía envidiable que le hacía exprimir al máximo cada gota del jugo de la vida.
Estas diferencias en nuestros caracteres eran palpables y evidentes, a pesar de que mis padres nos habían dado a los dos dosis de amor y atención de exactamente la misma intensidad.
Mi padre era catedrático de Filosofía en un instituto de un pueblo cercano, al que iba y venía diariamente desde antes que yo tuviera uso de de razón. El carácter de mi padre era también más alocado que el de mi madre, una mujer más cauta y medida, más centrada, que le servía de contrapunto y que lo equilibraba. Yo creo que se querían mucho. Mi padre nos enseñaba saberes extraños y ya caducos, como fórmulas alquímicas que poníamos en práctica en nuestro garaje, o nos enseñaba grabados y mapas antiguos, como los de una isla llamada Bermeja, en el Golfo de México, cuya existencia se ha documentado en los siglos XVI a XIX y que podría modificar las fronteras marítimas entre México y los Estados Unidos, pero que, hoy, ni cartógrafos ni geógrafos son capaces de localizar.

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