Una foto aleatoria

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domingo, 19 de febrero de 2012

Crónicas uruguayas (VI)

En la esquina de 18 de Julio y Ejido hay una Pasiva con mesas en la calle. Es febrero y el verano anda intenso acá en este hemisferio y, aunque afuera hace calor, el viajero se queda en el exterior para poder fumar.
Se acerca un matrimonio sesentón, gorditos ambos. Él viste americana azul marino, camisa celeste de manga larga (los puños le asoman por los de la chaqueta), pantalón vaquero, zapatillas de deporte, sombrero de cow-boy, corbata negra estampada con flores amarillas y naranjas. Despliega un pequeño atril, coloca unas hojas con partituras y se cuelga la guitarra.
Ella se sienta en una mesa frente a él. El hombre, delante de todos, dice unas palabras y canta América, la canción de Nino Bravo. Cuando termina de cantar, la esposa le dice que está muy lejos del público y que apenas se le oye. Él adelanta el atril apenas medio paso, porque tiene delante una mesa vacía de aluminio con sus cuatro sillas. Cuando ya ha avanzado, adelanta con un pie el paraguas que también lleva: por la mañana ha llovido mucho, un tormentón de verano que ha dejado la tarde abochornada.
Canta un tango, Volver, y la esposa le dice que hay mucho ruido con los ómnibus, los autos y las motocicletas que pasan constantemente por la avenida, que está a sus espaldas, y que apenas la música alcanzará más allá de donde está ella.


Mientras te llegue a vos... le dice él, y canta otra cosa.

Nos interpreta parte de su repertorio y en un ratito termina. No estamos obligados a darle nada, informa, y hace un breve recorrido por las mesas para recoger voluntades. Después, se sienta frente a su amada, que toma una Fanta.


Minutos después viene una niña de no más de ocho años y deja un cromito infantil encima de las mesas en las que hay alguien sentado. Cuando ha hecho la ronda, reinicia el camino y nos pide a los clientes alguna moneda.
¿Te vas a portar bien? le pregunta el músico. Y saca del bolsillo grande de su americana y le entrega los mismos 20 pesos que yo le había dado.

¿Y por qué no devalúan?

Cuando teníamos la bendita peseta, con frecuencia salíamos de las crisis con devaluaciones.
Devaluar no es más que darle a la manivela de la máquina de hacer dinero e imprimir billetes.
Comento un poco la situación en Castilla-La Mancha, el caso más cercano que conozco, y luego más abajo explico por qué creo que es necesario devaluar ya.

  1. El Gobierno adeuda una cantidad escandalosa a la Universidad (pública) de Castilla-La Mancha. No sé si 100 millones de euros.
  2. Debe cientos de millones a las farmacias (que han tenido que pedir préstamos de cientos de miles de euros cada una para adelantar el coste de los medicamentos que entregan a los beneficiarios y que el gobierno regional no les paga). 
  3. De acuerdo con un post de un trabajador social del gobierno regional, "no podemos tramitar ni una sola ayuda de emergencia social ni Ingreso Mínimo de Solidaridad desde el pasado 1 de enero, y no sólo eso, sino que las que quedaron pendientes de abono de 2011, al no aprobarse los presupuestos de la JCCM no se puede tramitar ni una sola ayuda. ESTAMOS DERIVANDO A LAS FAMILIAS A CARITAS, CRUZ ROJA, ONG´S, que muchas de ellas se quejan de que tampoco tienen más recursos en especie, porque por otro lado, la Junta de Comunidades no les abona las subvenciones o convenios pendientes de 2011 [...] El Servicio de Ayuda a Domicilio para personas no dependientes, se ha visto reducido en un 47 % de horas, de forma que todos aquellos que eran dependientes de hecho, aún no de derecho, o familias numerosas, o simplemente personas con un grado I, o con ligeras necesidades de apoyo doméstico, se ha visto, bien reducida su atención a la mínima expresión, o bien se les ha tenido que dar de baja en el servicio".
  4. No pagan a proveedores.
En la Comunidad Valenciana la cosa creo que es parecida; en Madrid, hace unos meses se grabó a su presidenta diciendo que no tenían "ni un puto duro"; si salimos a Grecia, en fin... Y el PIB alemán ya cayó un poquito el trimestre pasado.

Por qué devaluar
Si se devalúa y se fabrica dinero y se entrega a la Administración Pública para que haga frente a sus deudas, ese dinero se pone rápidamente en circulación y llega a la población. Devaluar tiene por lo menos dos problemas importantes: la subida grande de los precios y la pérdida de valor de la moneda respecto de otras divisas. El petróleo, por ejemplo, que se paga en dólares, se encarecería y, a través de este encarecimiento, como en cadena, subirían los precios de otros muchos bienes (la energía, el transporte y todo aquello que se transporte).


Los precios también suben por el aumento de liquidez: si tengo 1000 euros en vez de 500, gasto más; si todo el mundo tiene 1000 euros en vez de 500, gasta más, y el vendedor, que ve la situación, sube sus precios.

Pero el gobierno (central, en este caso; o quizás la Unión Europea, que es quien manda en el euro que sería devaluado; decían, además, en la campaña electoral a las elecciones europeas, que el 80% de las decisiones importantes viene de Bruselas) puede impulsar medidas de contención de los precios que, de alguna manera, frenen el efecto inflacionista: estimular fiscalmente el ahorro, por ejemplo; o, mejor, estimular fiscalmente la inversión en algo productivo, como las energías renovables (excelente un post de otro amigo de facebook sobre este asunto), que podrían convertirse en el "nuevo ladrillo".

Al reaflorar la liquidez, por otro lado, podrían bajarse algunos impuestos, como el "especial sobre hidrocarburos", que en España es, si no me equivoco, de en torno al 33% (también se grava con un 18% de IVA), lo que tal vez permitiría disminuir el efecto de la subida del petróleo en la inflación.


domingo, 12 de febrero de 2012

Las fosas comunes y la economía


Acabo de ver el vídeo estremecedor que ha producido, según leo, Pedro Almodóvar, en apoyo a la investigación sobre los crímenes, asesinatos, abusos, vejaciones, desapariciones, violaciones, encarcelamientos, etcétera cometidos bajo la autoridad del régimen dictatorial franquista.
Sin quererlo, me ha venido a la cabeza el extracto que leí hace unos meses sobre un programa de la CNN en el que intervino Paul Krugman, Premio Nobel de Economía en 2008.
En ese programa (el resumen aparece aquí: http://bit.ly/om0jzf), el Profesor "apeló a una invasión alienígena en EEUU para solucionar la crisis y reactivar la economía. [...] teorías según las cuales si no hay suficiente consumo la economía se ralentiza [...], por lo que hay que aumentar el consumo como sea". Krugman "se apuntó entusiasmado a la tesis de Keynes de que el gasto público en una recesión ayuda, aunque se emplee en cavar y tapar agujeros".
En lugar de cavar y tapar sin más, sin objetivo concreto (como dice Javier Marías que debe ser el transcurrir del tiempo verano: "En verano se trata de perder el tiempo más que de ninguna otra cosa; si no, no se tiene la sensación de estar en esa estación, que ha de ser larga y sin objetivo"), busquemos a esos muertos que llevan ya escondidos 3/4 de siglo. Dejen que sus hijos y nietos los encuentren y sientan que, por fin, sus muertos descansan.

jueves, 9 de febrero de 2012

El poder de cómo llamarse

Dicen que la cara es el espejo del alma y que un grano no hace granero, aunque ayude al compañero. También dicen que el nombre que uno tenga lo marca a uno y le deja una impronta seria en su personalidad, y que no es lo mismo llamarse Manuel en España, Mohamed en Marruecos o John en los Estates que, no sé, Macario por ejemplo, en cualquiera de los tres países.
Por ver lo que pasaba, llamé a mis hijos Judas y Caín. Menudos cabrones se han vuelto.

martes, 7 de febrero de 2012

Mi vida en las antípodas


Hacía tiempo que había leído el cuento de los antípodas. Cada persona tiene un antípoda que, en cada momento, se encuentra exactamente, sobre el globo terráqueo, en el punto opuesto al de uno mismo, moviéndose con él consensuadamente, hacia el este si uno avanza hacia el oeste, hacia el norte si uno va al sur, de modo que los dos se mantienen siempre unidos por una línea imaginaria que pasa por el centro de la Tierra, resultando imposible que los dos se encuentren en ningún momento, porque el uno se aleja cuando el otro se acerca, como en una persecución absurda e infinita.
            Leí aquel cuento, que me entretuvo, y años después he recordado el momento en que, metido en la cama, terminé su lectura y cerré el librito que lo contenía, lo dejé en la mesita de noche y apagué la luz y pasé unos minutos (lo que tardé en dormirme) ilusionado con el pensamiento de que ojalá pudiera ser cierto que yo tuviera por ahí, en el lugar más alejado, un reflejo, otro hombrecillo que estaría en este momento sentado en su sillón escribiendo en un cuaderno negro, como yo ahora; pero, claro, él en sus noches velaría mis días, y mis noches de sueño lo obligarían a dormir también durante sus horas de luz porque, según el cuento, el antípoda repite los pasos y las pausas de su álter ego, se viste a la misma hora, camina y se sienta a la vez; pero la Tierra no es simétrica, el hemisferio sur no es una imagen especular del hemisferio norte, ni España es igual en forma que Nueva Zelanda, no hay en aquellas tierras correspondencia con el Finisterre de aquí, que equivale en aquella latitud a un punto incierto y profundo del Océano Pacífico, y yo estuve en ese lugar gallego hace apenas un mes, dos días además, y dudo que ese tipo se mantuviera anclado o navegando por esa zona durante aquel mismo periodo. Así que no existe el antípoda, pero el relato me resultó agradable y deseable, me distrajo aquel rato, y me dormí esa noche imaginando la dificultad de disponer de un planeta simétrico, porque sería una simetría no de España arriba y añapsE directamente debajo, a la misma distancia del ecuador, encuadrados ambos países entre los dos mismos meridianos, el de Greenwich que pasa por Tarragona, y el que está más a la izquierda, hacia poniente, que cruza Galicia y deja precisamente Finisterre aún más allá en occidente, o en oriente en ese espejo imposible, sino en el lado contrario, en el punto diametralmente opuesto que correspondiera, entre los 170º y los 180º, veinte grados al sur del Trópico de Capricornio.
            Por mi trabajo viajo mucho. Escribo papers que voy mandando a congresos y que me van aceptando. Si el progreso de la ciencia dependiera de mí, iríamos dados, viviríamos todavía en la Edad de Piedra, pero el caso es que los voy presentando unas veces por aquí y otras veces acullá, allende los mares. Con este pretexto he viajado por Europa, por Asia y América, por el sur de África, pero nunca había estado en Oceanía, el quinto continente según la enumeración que aprendí de pequeño y que todavía recuerdo. Pero bueno, me aceptaron en una conferencia de Auckland un refrito de un trabajo que me habían rechazado en algún otro lugar, y allá que me fui, a explicar a unos asistentes medio dormidos, y dudo que interesados, la propuesta que yo hacía sobre un algoritmo para el reconocimiento de rostros. Incluso de perfil, mi programa es capaz de identificar a un individuo del que sólo conociera su imagen frontal. No explicaré aquí cómo lo hago, sería tedioso e impropio, pero sí les comentaré que se basa en la comparación de doscientos puntos del rostro, que en cada persona se encuentran distribuidos de forma diferente. Si la imagen conocida es frontal y se le presenta, para reconocer, una de perfil, el algoritmo realiza unos cálculos a partir de los puntos de referencia, hace unas traslaciones y giros y etcétera, etcétera, ya les he dicho que no se lo voy a contar.
            Si se lo contara, además, podrían reconocerme, cuando uno de los requisitos de este certamen es el mantenimiento del anonimato, así que los miembros del jurado podrían saber que yo soy ese profesor viajero que investiga en temas de reconocimiento de rostros. Me faltaría poner el grant, con el código del proyecto cicyt que me subvenciona, desde hace casi tres años, estos viajes y trabajos.
            Fui a Nueva Zelanda, en efecto, y me encontré en el hotel del congreso a unos tipos que me reconocieron. «Píter», me dijeron, «¿no estabas en España?». «Ai am not Píter», les contesté, y les dije a continuación que Ai am mi nombre, que no reproduzco aquí por el tema de la salvaguarda de mi identidad. Como continuaban incrédulos, les mostré mi pasaporte español con mi filiación completa, mis sellos de los visados de entrada y salida a países diversos, una foto de cartera con mi mujer y mis hijos, les señalé mi nombre impreso en los proceedings, mi tarjeta ¿inteligente? de esta universidad y no de otra, y me juraron y perjuraron que yo era exactamente igual que esotro hombre que debía de andar deambulando por la Bienal de Física, que se ha celebrado ahora en mi mismo campus.
            Aunque mi inglés técnico es el robótico y no el físico ni el anatómico, entendí que mi otro yo se encontraba en Ciudad Real, contando sus avances sobre el mejor conocimiento del origen del mundo y su Big Bang, obtenidos o deducidos o inducidos gracias a la Teoría de la Sístole y la Diástole, otro cuento que yo también conocía y que afirma que, en efecto, el universo está en continua expansión y contracción, como un corazón, sólo que a otro ritmo, y que al contraerse y llegar nuevamente la materia a estar concentrada en un punto más pequeño que un camello, digo, que el ojo de una guja, vuelve nuevamente a producirse la gran explosión, y vuelven otra vez los átomos y las partículas a separarse exactamente de la misma forma que en el anterior origen de los tiempos, de manera que todo es previsible y todo se repite, y todo el mundo puede bañarse, y de hecho se baña, tras un ciclo sistodiastólico completo, dos veces en la misma agua, a pesar de lo que dijera Heráclito de Éfeso, de suerte que estos laaaargos periodos de estirar la materia hasta que no da más de sí y llega a sus límites elásticos, para retrocederla y regresarla de nuevo a la misma bolita diminuta de infinita densidad, son ya un relato repetido de la ida y la vuelta, una película que avanzamos con el FF y que rebobinamos con el REV, como un Charlot manipulando la cadena de montaje marcha “alante” y marcha atrás en los Tiempos Modernos, un Harold Lloyd escalando primero y descendiendo después, agarrado a la aguja del reloj de la torre, tan rudimentarios pero tan eficientes los trucos del cine mudo de principios de siglo, del siglo pasado, tan rudimentarios los trucos de la naturaleza o de la física, que nos hacen repetir, a saber desde cuándo, los mismos movimientos, las mismas historias, a enamorarnos una y otra vez de las mismas personas, condenándonos, aunque conozcamos la Historia, a repetir una y otra vez los errores del pasado, que también son los del futuro, algo parecido a las aventuras de un personaje de cuento que se imaginaron y se escribieron una vez, pero que son reproducidas cada vez que un lector improbable abre el libro y las relee.
            Cuando regresé a España, mis amigos del trabajo me habían visto allí, o aquí, durante mi ausencia, a un hombre igual que yo que hablaba un inglés perfecto con un fuerte acento, un neozelandés que les mostró sus documentos y una foto incluso de su familia, un clon, un antípoda, y que salió nuevamente hacia su país el día que yo regresaba al mío.
            De modo que hay un hombre por ahí que se mueve cuando yo y que trabaja en temas que guardan una semejanza cierta con los asuntos que me han llevado a saber de su existencia, y a él de la mía, o así al menos lo entiendo yo: el ir y venir continuos, la imposibilidad de encontrarse, si yo voy él viene, si esto se agranda luego se achica.
            A la misma vez y desde los extremos de nuestro diámetro, nuestra idéntica curiosidad nos llevó a escribirnos un correo electrónico en el que dábamos cuenta de nuestros sucesos idénticos, y que recibimos nada más enviar el nuestro respectivo. Los dos sonreímos, o así lo supongo porque yo sí lo hice, y empezamos a escribir los mensajes de respuesta, elaborando con nuestros dedos rápidos melodías complementarias de sonidos de teclado, clac-clac-clac. «Puedo viajar a tu país e ir a verte», le dije en uno; «I can go to your country to meet you», me escribió él. Como el inicio de nuestros actos, su transcurrir y sus momentos de fin siempre coincidían con una simultaneidad enojosa, tratábamos los dos de parar al otro, de anticiparnos a mi/su escritura, de adelantarnos, de pensar antes que el contrario y tomar la iniciativa del encuentro forzando al antípoda a que aguardara, o a que viajara, pero los dos procedíamos exactamente en el mismo instante, más temprano o más tardío, sin posibilidad por tanto de actuar de forma asincrónica. Tras unos intentos infructuosos de descoordinarnos dejamos el asunto por imposible: lo sé porque nos informamos de ello en el mismo momento. Le hablé de esto a mi mujer, y él a la suya, y unos meses más tarde aproveché una baja laboral causada por una afonía (grito demasiado en clase, hablo fuerte y descuidadamente, no hice aquel curso sobre el uso de la voz en el aula), y me fui a su país a darle la sorpresa. Recorrí las calles de su ciudad en orden inverso, doblando a la derecha cuando en la mía giraba a la izquierda, y entonces llamé a la puerta de su casa y besé a su mujer, que me había abierto con cara de sorpresa, haciéndome en España (no a mí, sino a mi reflejo, que había salido a buscarme), mientras él, sin duda, besaba a la mía, que lo recibió, igualmente, imposibilitado para el habla durante unos días.

lunes, 6 de febrero de 2012

Difícil que ocurra

¿Lo prefieres en cómic?


Cuando destruyó por fin a la humanidad, labor en la que empleó tres horas, porque fue dando navajazos y entonces se retrasó un poco, el Doctor Peterson marchó andando hasta la isla desierta, por encima de los cientos de millones de cadáveres que flotaban en las aguas del océano.
Niveló sobre el suelo la camilla que había llevado con él, poniéndole la rótula de un varón de seis meses bajo una pata, para evitar que quedase coja.
Antes de abrirse, se pinchó en un dedo con una aguja oxidada que siempre llevaba y, apretándose, depositó sus cinco litros de sangre en una urna transparente, como las que se usan en las heladerías para elaborar limón y naranja granizados. Las aspas del ingenio daban vueltas, enchufado éste como estaba a la palmera que daba sombra, y se impedía así que se coagulase el rojo líquido.
El Doctor Peterson estaba ahora pálido, palidísimo, y se subió a la camilla para tenderse en ella. Se quitó la camisa y sacó un bisturí que guardaba en una gran herida abierta que conservaba sin cicatrizar desde su juventud. Comprobó sobre sus venas vacías de la muñeca que estaba afilado, y procedió entonces a partirse en dos mitades, una por encima y otra por debajo del ombligo. Se tuvo que ayudar de una maza y un cortafríos para romperse una vértebra de la columna que molestaba, porque ofrecía mucha resistencia a la delgada hoja del bisturí.
Tras seccionarse, se cortó un trozo de hígado que, con el despiste, le había quedado solo y separado en la mitad inferior. Lo cogió con dos dedos y se lo colocó en el lugar que le correspondía, asegurándose de que no se caería con unas gotas de pegamento que encontró en la arena de aquella isla que nunca nadie había pisado antes.
Colocó su tronco, apoyándose en los nudillos de las manos, entre sus piernas, y despojó a esta mitad de los pantalones y de la ropa interior. Al tirar de ellos cayó al suelo, y la base seccionada de su tronco se rebozó en arena y pajitas. Dio un coletazo con el estómago y volvió a la posición que ocupaba sobre la camilla.
Empezó entonces a maniobrar en su mitad inferior y consiguió, en seis segundos, la cantidad de semen que consideró suficiente: habría bastante con medio litro. Puso unas gotas sobre una mano y depositó el resto en una botella que pintó en la tierra, y la guardó en un frigorífico que por allí había.
Luego apartó un poco los intestinos delgado y grueso, escupió unos óvulos que llevaba en la boca y que arrancó al cadáver de una mujer que encontró en el camino y se los depositó en su interior. Los empapó bien con el semen de la mano y, tras secarse los restos de líquido en su cabellera de hombre algo excéntrico, comenzó a moverse para encajar sus dos mitades y quedar como antes. Se rodeó la cintura, a la altura de la inmensa raja sin fin que se había hecho, con papel celo que, previsoramente, había llevado con él. Por si acaso no tenía resistencia suficiente, colocó ocho grapas a su alrededor, poniendo cada una a cuarenta y cinco grados de la anterior.
Después sorbió su sangre con el canuto de un boli que llevaba en la bata. Estaba fresquita por la acción refrigerante del aparato. Dio un golpe al cocotero y propinó una serie de patadas a las hojas de la piña tropical que cayó de él, que se estiraron y tomaron forma de canoa, con lo que el Doctor Peterson pudo regresar al continente, porque las pirañas y los camarones habían acabado con los cadáveres y no había manera de regresar andando.
Dos meses después de aquello, y merced a un procedimiento acelerador que sólo el Doctor Peterson conocía (y que consistía en tomarse una bolita de mierda de oveja antes de cada comida, y ayudarla a bajar con un vaso grande lleno de gasolina sin plomo, porque la otra perjudica al riñón) el científico dio a luz a todo un joven con la mili hecha, y ya ingeniero.
En varias ocasiones regresó a la isla a repetir el experimento, pero como no siempre deseaba partirse por el mismo sitio, a veces se seccionaba verticalmente en mitad izquierda y mitad derecha, otras veces oblicuamente, y una vez hasta en cuatro trozos, para experimentar la sensación de hacerse cosquillas en los pies con un brazo suelto y ver con una mitad de la cabeza cómo se reía la otra. Gracias a su inteligente método de autoinseminación continuó la existencia de la especie humana unos años más.

sábado, 4 de febrero de 2012

Bruno y su hermano, de Si yo soy yo


Mi hermano fue siempre más atrevido y más bravo, más soñador, más creativo, con más inquietud por saber y por ir, por conocer, por escuchar, y era más inconformista, en el sentido de que la vida rutinaria y cómoda, de la cual podíamos disfrutar en nuestro buen hogar, nunca fue de su agrado, y siempre tuvo los ojos y el espíritu en un más allá de tiempo o espacio, con una sana rebeldía envidiable que le hacía exprimir al máximo cada gota del jugo de la vida.
Estas diferencias en nuestros caracteres eran palpables y evidentes, a pesar de que mis padres nos habían dado a los dos dosis de amor y atención de exactamente la misma intensidad.
Mi padre era catedrático de Filosofía en un instituto de un pueblo cercano, al que iba y venía diariamente desde antes que yo tuviera uso de de razón. El carácter de mi padre era también más alocado que el de mi madre, una mujer más cauta y medida, más centrada, que le servía de contrapunto y que lo equilibraba. Yo creo que se querían mucho. Mi padre nos enseñaba saberes extraños y ya caducos, como fórmulas alquímicas que poníamos en práctica en nuestro garaje, o nos enseñaba grabados y mapas antiguos, como los de una isla llamada Bermeja, en el Golfo de México, cuya existencia se ha documentado en los siglos XVI a XIX y que podría modificar las fronteras marítimas entre México y los Estados Unidos, pero que, hoy, ni cartógrafos ni geógrafos son capaces de localizar. A los dos nos entrenó en el manejo de la mente: nos hacía cerrar los ojos e imaginar algún objeto, una vasija de barro o una pecera de cristal con dos peces naranjas dentro, que, después, al abrirlos de nuevo tras una orden suya, aparecían ante nosotros sólidos y tangibles, alcanzables si acercábamos la mano; pero su visión o su espectro se iban difuminando poco a poco, ante nuestro asombro y la risa de mi padre, que contemplaba divertido nuestras muecas atónitas. En otra ocasión nos condujo al interior del templo de Éfeso, que Eróstrato incendió en el sigo IV a.C. por el simple deseo de pasar a la historia (y dando lugar, de este modo, a la creación del término castellano “erostratismo”, que es la manía de cometer actos delictivos por afán de notoriedad), y que era, por tanto, ya imposible de visitar; sin embargo, señalando sobre el papel, nos conducía por sus claustros como un cicerone, explicándonos lo que podíamos ver en nuestro paseo. Un día, agazapados entre las columnas de uno de sus patios vimos a Eróstrato con una tea en la mano. «¡Salid, salid!», nos advirtió mi padre, y volvimos a la realidad de nuestro siglo sudorosos y asustados, huyendo de las llamas que, pronto, empezarían a propagarse.
Mi padre comenzó a formarnos en transmisión telepática. Nos decía que él, de niño, había hecho telepatía con nuestro abuelo, y que conseguían el intercambio de datos pequeños, como números de dos o tres cifras. Nos sentaba en el salón, uno en cada sillón, y nos pedía silencio y concentración y nada de risas; extendía sus brazos hacia nosotros, poniéndose en una suerte de trance, y como a través de sus venas nos llegaban los colores, los objetos o los números en los que estaba pensando. Cuando Bruno o yo recibíamos la señal que nos había enviado, anotábamos en un papel el nombre del elemento pensado y nos recostábamos en el sillón, a la espera de que el otro finalizase el proceso. Normalmente era Bruno quien lo adivinaba antes y quien debía esperar, porque yo tenía más dificultades para recibir e interpretar los impulsos eléctricos o magnéticos (no sé) que se me transmitían, y, a veces, la señal me llegaba cambiada, un 511 en lugar de un 115, una flores en lugar del jarrón que las contenía, como si se hubieran intercambiado los polos positivo y negativo por los que debía viajar esa clase de energía, o como si un elemento extraño afectase al orden en que, como en una red de ordenadores, acuden a su destino los diversos paquetes de información.
Pero la práctica nos permitió mejorar progresivamente la técnica, y empezamos a pasarnos más información y en menos tiempo, y con menos errores. Ensayábamos Bruno y yo, a veces supervisados por mi padre, pero otras sin él. Se me daba mejor el papel de receptor que el de emisor. Yo emitía muy mal, y pocas veces era capaz de concentrar la energía necesaria para que de entre mis cejas irradiaran las tres cifras de un número, una detrás de otra, y que se alejaran de mí el metro o metro y medio que me separaba de mi hermano.
—Imposible —me decía Bruno al rato—. No veo nada.
A la inversa, sin embargo, sí funcionaba. Bruno enseguida era capaz de hacerme ver el objeto que él imaginaba, el número que había pensado y, poco a poco, elementos y sensaciones de mayor complejidad, como un paisaje con una cascada; un barco trasatlántico con tres chimeneas de vapor pintadas con dos franjas de distintos colores, alejándose del puerto y haciendo bú-bú en un toque de despedida; y, un día, me hizo sentir en la mano el tacto áspero del cojín de arpillera que él estaba acariciando.
Yo entendía que mi mente, en este sentido, era más débil que la suya, pues yo recibía con nitidez, como el receptor de radio o el televisor que se tienen inmóviles encima de un mueble, la información que su gran capacidad intelectual construía, codificaba y me transmitía, actuando él como el repetidor que se sitúa en lo alto de un cerro. Mis intentos de conseguir en él los mismos resultados que él sobre mí fueron siempre fallidos, y a partir de cierto momento ni siquiera volví a intentar transmitirle ni el triste contenido de un bit.
A mi padre no le satisfacía esa diferencia de capacidad entre uno y otro. Durante algún tiempo, me estuvo llevando a un aparte para que ensayásemos él y yo, a solas, las técnicas de transmisión telepáticas; pero no tuvimos éxito y, en algún momento, decidió abandonar y explorar otra vía. Entonces, nos juntó a Bruno y a mí, y le enseñó a mi hermano a leer lo que yo había pensado y que yo intentaba, en vano, alejar de mi corteza. Cuando alcanzó esta capacidad, los mensajes fluyeron por fin desde mí hacia mi hermano, y tuve la ilusión de ser un telépata, aunque lo que realmente ocurría no era que yo enviase información, sino que, de forma involuntaria, dejaba que Bruno leyera la mía. La capacidad de teletransmisión aparentaba ser, para un observador externo, recíproca, pero era realmente una forma de lectura en un solo sentido, sin emisión por mi parte, pues yo dependía totalmente de las dotes de Bruno y no de las mías. Mi hermano, ya sin necesidad de concentración ni preparación previas, entraba de vez en cuando en mi cabeza sin avisarme, y o bien me leía el pensamiento que yo pudiera ofrecerle, o bien me colocaba alguna cosa que me distraía o me desconcentraba.
Yo sentía con precisión el momento exacto en que Bruno accedía a mi cabeza a leer la información que le había puesto disponible, con la misma claridad con que la mano de la cajera accede al compartimento de billetes de su caja para tomar uno y devolver el cambio. De este modo, sentía físicamente el momento en que Bruno llegaba y leía; la operación, unas veces, duraba un instante, mientras que otras mi hermano se demoraba por allí, como dando un paseo entre los surcos y las circunvoluciones cerebrales para buscar alguna otra cosa, algún despojo, y poder sacarlo de su cubículo igual que un indigente tantea por el fondo de una papelera para encontrar algún desperdicio aprovechable.
A veces tenía que pedirle que saliera ya, porque lo sentía hurgar en exceso por mis recovecos. En ocasiones lo veía sonreírse, como si me hubiera descubierto alguno de esos secretos sonrojantes que uno tiene y que prefiere guardarse para sí.
—Si quieres —me dijo un día— podemos hacerlo al revés. Puedo subirte y te vienes conmigo, y ves qué se siente.
Accedí. Bruno llegó a mí y se me llevó como un trozo, y sentí que esa parte de mí que se había ido con él se instalaba en algún lugar de su cabeza, en una dimensión extraordinaria, cerca de la longitud y la latitud en que nos encontrábamos, pero en un lugar imposible de ubicar y señalar con el dedo.
—Te tengo —me dijo Bruno cuando me encajé en él.
—Sí —confirmé—. Lo estoy notando.
—No te muevas de aquí. Voy a dar un paseo. Quiero saber si puedes seguir conmigo o si el hechizo se rompe en algún momento o con alguna distancia.
Por primera vez me sentí simultáneamente en dos lugares distintos; pero no era solo una sensación, sino una realidad: estaba, por un lado, sentado en la cama de mi habitación, en donde Bruno me había dejado sin un trozo de mi mente (o con un fragmento de la mía ocupada por un implante de la suya); por otro, estaba saliendo a la calle como abducido por él, integrado en su cuerpo. No veía, ni escuchaba, ni olía lo que el sí podía oler, escuchar y ver, pero sentía sensaciones semejantes a éstas en un órgano no explotado en el que nos reside un sentido adicional que tenemos y que no aprovechamos: sin que se me erizara la piel, sentí el mismo frío que él cuando dejó la casa y salió a la calle; me ruboricé sin que la sangre afluyera a mi rostro cuando Bruno se cruzó en la acera con esa chica tan atractiva a la que estuvo mirando mientras le dio para hacerlo el rabillo del ojo; sentí cierta confusión cuando Bruno sintió un picor en su brazo que no tenía correspondencia en el mío.
—¿Qué tal? —me preguntó al regresar.
Acababa de entrar en casa y subió directamente a mi habitación. Yo continuaba sentado en mi cama y giré mi cabeza hacia la puerta cuando él la abrió. Entró con prisa, excitado, y sentí una especie de “clac” cuando Bruno me liberó, como si el trozo de mí que se había ido con él hubiese aparecido de nuevo y se hubiese colocado bruscamente en su posición original.
—Demasiado, Bruno —le contesté—. Es una… es una sensación rarísima. Creo que he sentido lo mismo que tú pero de otra manera, en lugares mentales distintos, en sitios que no localizo, como si estuvieran alejados pero a la vez aquí. He ido contigo sin moverme, te lo aseguro.
—Yo sabía que venías conmigo. No podía decirte nada, pero sí sabía, sin embargo, que estabas ahí, como si me estuvieras vigilando o cuidando, como si yo estuviera impregnado de tu silueta. Algo ambiguo y extraño. He sentido el rebote de lo que tú has sentido: sé que has sentido extrañeza cuando me he rascado el brazo, que la chica también te ha parecido guapa, aunque también sé que no sabes cómo es su rostro. Ha sido como… no sé, como haber compartido o intercambiado las alucinaciones de una pastilla de ácido.
Por lo demás, nuestras vidas transcurrían como las de dos hermanos cualesquiera. En muchos aspectos, en casi todos, yo le fui siempre a la zaga, entablando la conversación con la chica que él no había elegido, dejando voluntariamente de acompañarle a esos largos viajes de Interraíl en cuya participación yo siempre andaba dudando, y que finalmente lo llevaban a él solo hacia el extranjero, o dejando a medias los libros clásicos o fantásticos o actuales que me recomendaba y que, pese a mi esfuerzo por hallarles lo ameno, terminaban por aburrirme soberanamente.
Un año me llevó con él de viaje; me llevó parcialmente, metafóricamente, porque lo único que de mí lo acompañó fue una porción de mi mente instalada en la suya. Los días de convivencia incorpórea nos resultaron agotadores, y no pudimos deshacer la cadena intangible que nos mantenía unidos y descansar de su peso hasta que él regresó y, uno ya por fin en presencia del otro, pudimos por fin sentir la liberación de ser nuevamente seres aislados, únicos e íntegros; cada uno, uno solo, y no esa suerte de divinidad, de trinidad santísima formada por solo dos miembros, de ser uno y trino, uno y doble en este caso.
Con la lección aprendida, el resto de veranos permanecimos separados física y mentalmente. Cuando volvía a casa después de sus periplos estivales me inundaba la mesa de fotos, me explicaba las maravillas que había visitado y me hablaba de los lunares secretos y de otros detalles escondidos de las chicas bellísimas a las que había conocido y con las que, para entenderse, no era necesario compartir el idioma. Como un torbellino, me arrastraba después hacia la calle, a probar un sabor nuevo en la heladería próxima a casa y por la que yo pasaba habitualmente sin aventurarme por algo distinto de la fresa o el chocolate, o a tomar cervezas en un bar de viejos con los que podías jugarte unos botellines a las carambolas de un billar. Por las noches, Bruno sacaba sus camisas más sedosas, se ladeaba los cuellos y se acercaba simpático a las mejores chicas. Tras elegirla, le iba dando coba a la mejor del grupo, que nunca lo despreciaba, y conseguía extraerla de la conversación principal y hacerla reír sin perder él jamás la compostura. Entrada la madrugada, en algún momento me volvía a buscarlo, pero los dos se habían despistado del grupo y no volvíamos a verlos. Ya en la oscuridad de mi habitación, me quedaba despierto esperando el ruido de la cancela de casa, y cuando la oía me asomaba discretamente por la ventana que daba a la calle, para verlo llegar, igual de erguido y radiante que cuando habíamos salido. Lo oía desvestirse para meterse en la cama, el sonido de su correa arrastrando en el suelo al quitarse el pantalón, segunda vez quizás que se lo quitaba en la noche.
Crecimos felices los dos, siendo él mi punto de referencia, como un modelo a seguir, si bien nuestras personalidades eran distintas y su osadía y su afán, que tanto envidiaba, no llegaban a adaptarse a mi forma de ser.
Como correspondía a un hombre de semejantes miras, ninguna de las opciones que le presentaba el bachillerato le fue suficiente, y no optó ni por ciencias ni por letras ni por una mezcla de ellas, alternativas todas en las que irremediablemente algo habría que dejar de aprender, porque él quería saber de todo y saberlo todo, tal era su ansia por aprovechar la oportunidad única que nos entrega la vida.
Un día me habló de la trascendencia del número Pi, que tiene infinitos decimales que no se repiten. «Si a cada par de dígitos le asocias una letra», me dijo, «en algún lugar de Pi puedes encontrar escrito el origen del mundo, y también su fin, y cualquier pensamiento intermedio que se te haya ocurrido, o cualquier libro ya escrito o por escribirse». El cálculo inmenso se me fue de las manos, pero asumía con la certeza con la que un católico acepta el dogma de la asunción a los Cielos del cuerpo de la Virgen, que si Bruno lo decía es porque así era. Otras veces, como un catálogo de efemérides, me contaba episodios históricos de escasa relevancia pero sin cuya ocurrencia el discurrir de los hechos no habría sido este. Me hablaba de personajes griegos, de Diógenes de Sinope, de Pericles, o me explicaba que hay estrellas de superficie pulida en las cuales rebota la luz que les llega, y que con la tecnología necesaria podría construirse un telescopio con las que mirarlas, y que observaríamos lo que ocurría en la Tierra hace un millón de años.
Le escuchaba con la atención con que se sigue desde el callejón una buena faena, y él me contaba las maravillas últimas que había aprendido, intuido o imaginado. Comprobaba que él me correspondía con el mismo sentimiento, impresionado también conmigo, pero en sentido contrario, como atónito o resignado por pensar que su hermano, nacido un año después, con la misma educación recibida en el mismo colegio, sus dormitorios dispuestos pared con pared de forma simétrica y con la misma orientación, y con padres que nos concedían un idéntico cariño, pudiera tener la cabeza tan vacía de los prodigios de que rebosaba el mundo.
Por su espíritu inquieto y ultramarino, mis padres lo dejaron marchar, acabado el instituto, a vivir a Madrid, para seguir en una academia unos estudios no oficiales de mundología, en los que tenían cabida el arte y la matemática, la filosofía, la literatura, la historia, la música, y en donde se daban también clases de las formas diferentes de creación artística. Las salidas profesionales podrían ser pocas, pero la vida de Bruno se llenaría de prurito y afán. Se ganaría la vida con un empleo accesorio y por cuenta ajena: camarero en un bar o fotógrafo, repartidor de pizzas, dependiente de ferretería u otro oficio sin preocupaciones y que le hiciera feliz sin llevarse trabajo a casa, en donde podría dedicar su tiempo a lo que realmente importa: a leer, a escribir, a pintar o a pensar, o a juntar y clasificar de diversas formas libros y música, o cine, o a disfrutar de otros placeres, como el paladeo de una copa de algún licor de graduación alta y sabor intenso, algún tabaco especial, o de alguna mujer escultural y culta, con la que intercalaría largas sesiones de amor, cuyos clímax coincidirían en el tiempo con las notas conocidas de Así hablaba Zaratustra a alto volumen, y tranquilas discusiones sobre la obra homónima de Nietzsche.
En los primeros meses que pasó en Madrid añoré su presencia, y cuando pasaba ante la puerta de su cuarto vacío me habría gustado encontrármelo concentrado en su lectura, o tomando notas, e interrumpirlo para que se volviera hacía mí marcando la página con un dedo o poniendo el capuchón al bolígrafo, con su sonrisa agradable y ahora pienso que quizá paternalista, y que me dedicara unos minutos de su conversación cultamente seductora pero que él me hacía inteligible; también los paseos por la ciudad para descubrirme detalles arquitectónicos de edificios antiguos que me habían pasado inadvertidos, como un reloj de sol en la esquina de alguna casona, un escudo de armas, o una imagen del yugo y las flechas que se marcó con un gran tampón en la torre empedrada de una iglesia durante o después de la guerra, y que allí permanece después de tantos años. Al principio venía un fin de semana de cada tres o cuatro, pero luego fue estirando estos periodos y comenzó a visitarnos con menos frecuencia, y hacia la primavera cambiaron las tornas, y ya éramos nosotros quienes íbamos a verlo. Pero apenas estábamos con él, porque debía asistir a la inauguración de una exposición de pintura de algún amigo, porque le habían invitado al estreno de una obra de teatro, o porque tenía un compromiso cultural de algún otro tipo. Mencionar a Bruno o pensar en él era como referirse a un mundo ajeno y nebuloso de erudición, distinto de éste terrenal y práctico en el que yo tenía los pies: un mundo impreciso del que, perdida la referencia, me fui olvidando y que empecé a desdeñar, y del que en algún momento me sentí liberado. Y así, poco a poco, y al estar en mi último año preuniversitario, los fines de semana en que mis padres se marchaban a verlo me quedaba en casa con la excusa de poder estudiar y, si entre semana Bruno telefoneaba, yo evitaba descolgar porque conocía las horas y los días en que solía hacerlo, y si por ventura cambiaba sus hábitos y me sorprendía al otro lado del auricular, no le preguntaba por su vida, tan distinta a la mía, y le pasaba enseguida el aparato a mis padres, tras darme por enterado de que le seguía yendo bien.
Al año siguiente yo, más mundano, preferí estudiar Derecho en mi misma ciudad, una carrera polivalente que me sirviera tanto para opositar a algún cuerpo de funcionarios de la Administración Pública, como para empezar de pasante en algún bufete.
Y, con estas circunstancias, mi relación con mi hermano se fue enfriando, porque apenas ya venía ni siquiera en verano, pues la agenda cultural de Madrid es todo el año apretada y él debía hacerse un hueco, y si descansaba unos días en agosto se marchaba de viaje con Justine, Marilín o Jimena, o con la muchacha de nombre evocador que tocase en esa ocasión. Mis padres le daban su aquiescencia y le reían las gracias, «qué chico», y le mandaban mensualmente el dinero que para sus quehaceres les fuera requiriendo.
Yo, al fin y al cabo, me encontraba en una situación nueva y cómoda, sin ese referente de conocimiento amplísimo que ahora consideraba que me había hecho sombra, percibiendo un protagonismo que antes no había tenido, y sentí mi intelectualidad al ras agradable de la normalidad. Si alguna rara vez él venía, yo lo esquivaba e intentaba rehuirlo, encerrándome en la habitación con algún grueso tratado de Derecho Romano, Tributario o Penal, aduciendo que debía estudiármelo para un próximo examen. De este modo, el punto impreciso que se fue señalando con la marcha de Bruno, y hasta el cual nuestras vidas habían avanzado paralelas y a pequeña distancia, comenzaba ya a quedar lejos, divergiendo y avanzando cada una en el mismo sentido pero con ángulos complementarios, +x una de ellas y –x la otra, dirigiéndose hacia un lugar del infinito en el que podrían no volver a encontrarse.
Pero el tiempo y el espacio también se curvan, según me había explicado Bruno un día con unas metáforas sobre la Relatividad que no llegué a entender, y lo hacen a veces bruscamente, como en un agujero negro que absorbe incluso la luz y, con este mismo color, me llegó un domingo de julio la noticia de la muerte de mis padres en un accidente, cuando venían de pasar con mi hermano un fin de semana en Madrid. Hacía seis meses que no nos veíamos, y estuvimos conviviendo durante los primeros días del duelo, para recibir las visitas de los amigos y conocidos que vinieron a expresarnos su pésame, y para arreglar los asuntos prácticos que todos los muertos dejan a los vivos. 

La luz de los fluorescentes...

...viene de mucho más lejos: por eso tardan más en encenderse que una bombilla normal.

viernes, 3 de febrero de 2012

Cómo mola el jazz

Qué suerte tener en una ciudad tan pequeña como la nuestra un grupo de músicos tan buenos como los que tuvimos la suerte de escuchar ayer en el Teatro de la Sensación. Aunque Antonio García Calero nos deleitó con sus dedos palpando y pellizcando las cuerdas del contrabajo y del bajo eléctrico, y Javier Bercebal nos hizo envidiarlo sanamente al deslizar con habilidad los suyos por las cuerdas de la guitarra en uno de los temas, en que tocó como invitado, la actuación no correspondió ni al Antonio Calero Trío ni al Javier Bercebal Quartet, sino al cuarteto de la Golden Jazz, que componen Lola Dorado a la voz (constipada y semiafónica ayer, pero tan potente como siempre), Lorenzo Moya (magistral al piano: cómo mueve los labios con cada tecla que pulsa, cómo transmite al público sus sentires), el baterista Joaquín González (esos platillos, esos ritmos, esos solos, esos pelos) y el propio Gª Calero.
Creo que, dependiendo de con qué permutación de sí mismos se reúnan para tocar, le asignan un nombre al grupo.
Si observamos por separado a cada músico de una banda de jazz y bajamos el volumen de los mismos* (como dicen en el Ave que tenemos que hacer con el de los teléfonos móviles), veremos a personas distintas que, en apariencia, va cada una a su rollo sin sincronización, tan absorbidas están todas en sus submundos de notas y ritmos: cada uno baja y sube el pie con cadencia diferente según su partitura o su instrumento, juntan o separan sus labios de acuerdo a las notas que van tocando, sonríen para sí mismos o se ponen serios, apenas se hacen guiños entre ellos.
Qué placer es ver tocar tan de cerca. Dejo aquí la interpretación que hicieron de How high the moon, de Nancy Hamilton y Morgan Lewis.




(*) Al hilo del uso del término "mismo" o "misma", copio y pego una entrada del Diccionario Panhispánico de Dudas: A pesar de su extensión en el lenguaje administrativo y periodístico, es innecesario y desaconsejable el empleo de mismo como mero elemento anafórico, esto es, como elemento vacío de sentido cuya única función es recuperar otro elemento del discurso ya mencionado; en estos casos, siempre puede sustituirse mismo por otros elementos más propiamente anafóricos, como los demostrativos, los posesivos o los pronombres personales; así, en Marca de incorrección.«Criticó al término de la asamblea las irregularidades que se habían producido durante el desarrollo de la misma» (País [Esp.] 1.6.85), pudo haberse dicho durante el desarrollo de esta o durante su desarrollo. 
En el Ave, deberían decir su volumen, pues ya se entiende que se refieren a los teléfonos móviles de los que acaban de hablar. Antiguamente también decían que En breves minutos llegaremos a Ciudad Real, en donde haremos una breve parada: la parada puede ser breve (1. adj. De corta extensión o duración, según la RAE, pero los minutos no, pues duran siempre 60 segundos.

jueves, 2 de febrero de 2012

Me gusta escribir

Me gusta escribir. Escribir te permite vivir aventuras en otros mundos además de en el tuyo; te libera de tus angustias, necesidades, deseos, decepciones, secretos; construyes, mientras escribes, historias fantásticas que, a veces, relatan aquello que quisieras que hubiese ocurrido porque no sucedió tal como esperabas, desnudándote y explicando el modo en que habrías deseado que acontecieran los pasados posibles que luego se transformaron en otros porvenires. Aplicas entonces la memoria selectiva y cuentas los sucesos obviando aquello que no quisiste que ocurriera, aunque otras te recreas en lo malo y explicas con claridad lo que sucedió realmente: unas veces con dolor y pesar; otras, con placer y regocijo; las más, con un barniz de imaginación que distorsiona los hechos auténticos, liberándote.
Vivir del cuento
Vivir del cuento, vivir de tus mentiras, en el sentido de dejar que transcurran los días uno detrás de otro, gozando de los momentos en que vomitas en el papel o en la pantalla las historias que fantaseas. Cada página real o virtual que rellenas, cada párrafo, es una huella que dejas en el camino para que alguien averigüe tu rastro; es una estación de ferrocarril o un apeadero rural en el que se detiene un tren que, como la vida, a veces circula rápido y a veces lento, a veces cargado de los pasajeros que has conocido en estos años; otras veces vacío, o con solo una persona acompañándote en el compartimento: el personaje puede ser real o ficticio o mezcla de ficción y realidad. Lo construyes, en este caso, tomando, uniendo y cosiendo los despojos de la gente tan diversa que se ha cruzado contigo, como un monstruo de Frankenstein que espera una descarga eléctrica para venir a la vida: el personaje espera oculto entre las páginas a que tú lo leas para existir de nuevo cuando pongas tus ojos en las líneas de texto en las que aparecen su nombre y sus hechos, porque así revive; para morir un rato o por siempre cuando dejas momentáneamente la lectura o cuando la abandonas definitivamente.
Quien te acompaña en ese habitáculo del tren, en ese retazo de ficción incierta, puede ser una mujer bella o un asesino, o un niño que viaja solo y al que nadie espera en su destino y de cuyo cuidado debes encargarte; o un hombre anónimo que abandona el tren en algún lugar y que olvida un maletín oscuro que podrás abrir cuando el expreso cierre de nuevo sus puertas y reemprenda su marcha: el pasajero, en el andén, cae en la cuenta de su olvido y vuelve su mirada hacia el tren, que ya arranca y se aleja; el hombre observa cómo se marchan con esa pieza de equipaje sus papeles secretos, sus fotografías, acaso una pistola u otro tipo de arma; tal vez un chip, o un tubo de ensayo con una bacteria letal, o con un elixir de la verdad o de la mentira, tal vez un McGuffin.

«El escritor actúa también como un rumiante: a todo lo que ha visto, todo lo que ha tocado y oído le da vueltas y más vueltas». (José Luis Sampedro).

Fuentes
Escrito a partir de varias ideas de Mario Vargas Llosa, Antonio Muñoz Molina, José Luis Sampedro, Sofía Alonso, Aline Pettersson y Terenci Moix.