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miércoles, 11 de julio de 2012

Sobresaliente general y Universidad Pública de Castilla-La Mancha

Hace semanas o meses que veía estupefacto las imágenes de la policía cargando en Grecia contra los manifestantes: a lo que ha llegado hoy un país que fue, hace siglos, la cuna del conocimiento y que, hoy, era una de los países más avanzados del mundo (según leo, hay 198 países en el mundo).

Hoy es aquí, en España, en donde la policía carga contra los que se oponen a los desahucios, contra los mineros, contra los del 15M, contra los estudiantes; pronto será contra cualquier otro colectivo: quizá un día cercano carguen los guardias civiles (son militares y no tienen derecho de huelga ni de manifestación) contra los propios policías, que son personal civil.

En octubre hará 14 años que empecé como ayudante en la Universidad de Castilla-La Mancha, en donde sigo, ahora como profesor titular. Empecé la carrera en esta misma universidad en 1989, y pertenezco a su primera promoción de ingenieros técnicos en Informática. La Escuela, en aquel entonces, bregaba por un espacio propio entre un anexo de la Escuela de ITA, el salón de actos de Magisterio y algún aulario polivalente.  Con el impulso inicial de algunos ayuntamientos (de los que surgió la iniciativa de crear la UCLM),  el tirón del gobierno regional, la colaboración del gobierno central y el esfuerzo de todos los ciudadanos, se creó la UCLM integrando en ella una serie de centros adscritos a otras universidades de Madrid y Murcia. Año a año, se fue evolucionando hacia lo que hemos tenido hasta hace poco: una universidad razonablemente buena, puntera en algunos campos y no tanto en otros, con buenos y malos estudiantes y buenos y malos profesores.

Desde luego, la creación del estado de las autonomías (que tanta multiplicación de funciones y competencias y tanto derroche ha supuesto en muchos casos), fue esencial para la creación de la Universidad Pública de Castilla-La Mancha (me encantaría que se llamase UPCLM, para reforzar siempre ese carácter de pública): si no hubiera habido gobierno regional, probablemente seguiríamos viajando a otras provincias para estudiar carrera.

Leo en la hemeroteca de El País que el presupuesto que aportó el gobierno central en 1986 fue de 1000 millones de pesetas: 6 millones de euros. Otra vez con el esfuerzo de todos, se llegó a disponer, si no recuerdo mal, de hasta 238 millones de euros en algún buen momento (quizás 2008). La calidad del profesorado mejoró progresivamente: la gente que se formó aquí como doctora conseguía acceder a plazas de titular y de catedrático en las difíciles pruebas de acreditación y habilitación nacionales, que evalúan de manera independiente y ciega a los candidatos a plazas de profesor. Se hicieron cosas malas y, en algunas partidas, se gastó probablemente más dinero del debido, pero se creó y se montó una universidad de la que, tan sólo 25 años después de su creación, uno podía sentirse bien orgulloso: en mi caso más, que la viví como alumno, como profesor después y, también, en algún cargo directivo efímero: es decir, tratando de poner mi granito de arena para llegar a lo que hemos sido.

La Universidad Pública de Castilla-La Mancha ha formado ya a una generación de ciudadanos y está ahora formando a la segunda, a los hijos de esos primeros. Gracias a esta formación de alto nivel (seguro que mejorable, pero de alto nivel), Castilla-La Mancha no se ha despoblado, la gente con más cualificación no se fue a Madrid para estudiar y, ya que estaba, encontró trabajo allí y se quedó allí a vivir, hay un cierto nivel cultural y se han instalado empresas que no lo habrían hecho sin este caladero de conocimiento.

Ahora, el gobierno regional, que tiene las competencias de educación superior, deja que todo esto se vaya desmoronando no poco a poco, sino de golpe. Y el gobierno central, además, endurece los requisitos para optar a becas de ayudas al estudio y sube los precios de matrícula. Hasta hace unos meses, un joven que estudiase ingeniería con un 5,5 de nota media y sin dinero podía acceder a una beca y estudiar, y hoy no. Hoy, ese joven necesita un 6. Un 6 no es mucho, efectivamente, pero sí podrá estudiar un joven con dinero y un 5.

Pongamos un sobresaliente (9) a todos los alumnos que aprueben la materia, suspenso a los que no, matrícula de honor a los que realmente sobresalgan. Si nos ponen las cosas difíciles a los docentes y a los alumnos, pongámoslas difíciles a los gobernantes.

[Si quieres dar a conocer la propuesta, menéala, creo que pulsando aquí :): http://www.meneame.net/story/sobresaliente-general]

jueves, 5 de julio de 2012

En la psicoanalista (II): la navaja suiza


—Nunca he sido supersticiosa, aunque ahora he leído últimamente que la religión es una forma de superstición, porque una cree en cosas sobrenaturales, en un dios o en lo que sea, y piensa que le puede ir mal en la vida eterna (la vida eterna, hay que ver, otro día si quiere hablamos de la vida eterna, no sé yo si me gustaría vivir para siempre, una debe terminar cansándose)… Le decía de la religión, que nunca he sido supersticiosa aunque sí que he sido religiosa, bastante, he ido a misa los domingos hasta hace poco, pero dejé de ir porque leí que creer en dios o en otras cosas que nunca se han visto, atribuir poderes y omnipotencia a seres así, intangibles, era una forma más de superstición, pero ¿qué le decía?
            —Me hablaba de que le puede ir mal en la vida eterna.
            —Sí, que a una le puede ir mal en la vida eterna si actúa mal en la terrenal; que puede ir al infierno y penar con el fuego para siempre en las calderas de Pedro Botero, qué barbaridad. Bueno, pues ya le digo, que jamás he creído en nada de esto, ni en los horóscopos ni en nada. Tenía una amiga periodista que cuando acabó la carrera empezó a trabajar en un periódico gratuito de barrio, aquí en Madrid, no sé en cuál, pero uno gratuito de estos que se distribuye en los bares, y a ella le encargaban, no sé si más cosas porque no me acuerdo, pero a ella le encargaban escribir el horóscopo y las cartas al director, fíjese —la paciente se rió—, qué engaño, que se lo inventaba todo: el horóscopo pues mire, escribía lo que le parecía, el de su madre siempre bueno aunque su madre no lo leía, pero ahí ella sí que tenía una superstición, que pensaba que si escribía algo malo de ella podía pasarle, y siempre Tauro entonces lo escribía como ideal, ¿me entiende?, y las cartas al director pues inventadas del todo, unas de agradecimiento o de lo que sea y otras de queja, pues yo qué sé, que si pongan un semáforo en un cruce o cosas así, eso es lo que me contaba ella.
           »¿Y de qué le hablaba? Ah, sí, de la superstición, que nunca he sido. ¿Pero y a qué venía esto…? Ah, ya, que nunca he tenido supersticiones, ni del horóscopo, ni lo de pasar por debajo de una escalera, ni del gato negro ni nada; salvo la religión, le decía, que creo ahora, porque lo leí, que es una superstición más, pero qué bien que les funciona, ¿eh?, qué bien les va a la iglesia y a los muyaidinies y a esta gente, no me diga que no. Total, que yo sí que recuerdo que de niña me dijo mi madre que si me regalaban algo cortante tenía que dar dinero, porque si no el propio objeto regalado cortaba la relación. Pues no sé: un cuchillo o unas tijeras. Hay que dar algo, aunque sea una peseta o un céntimo, algo de dinero que lo pague, para que no sea un regalo puro.
»El caso es que, claro, una tiene siempre su precaución y mire, si puede evitar pasar por debajo de una escalera en la calle, pues lo evita. No por la mala suerte, sino por que no le vaya a manchar el pintor con la pintura o a caérsele algo del que esté subido, así que si puedo rodeo la escalera y ya está. Una vez, recuerdo, que pasé por debajo de una simplemente por reforzarme en mi condición, pero cuando la atravesé no me quedé tranquila. No me pasó nada, ya ve, pero recuerdo que seguí caminando y que no me quedé tranquila hasta un rato después, cuando ya se me olvidó.
—Me hablaba de dar dinero si le regalan algo cortante.
—Sí. Tuve una vez un novio que era profesor de instituto. Se fue una vez de excursión a Suiza con sus alumnos y, bueno, me trajo de allí una navaja suiza, de estas multiusos, que todavía la tengo, con abrebotellas, sacacorchos, tijeritas, en fin, lo que tiene una navaja suiza de esas, sabrá cómo son.
—Sí, continúe.
—El caso es que fui a por él a recogerlo al autobús el día que llegaron, y ya en su casa (estuve dos años viviendo con él) deshizo la maleta y me dio el regalito. Me había traído también una blusa preciosa, me la puse a menudo y al final se fue ajando. El caso es que abrí el paquetito, ya ve usted para qué quería yo una navaja suiza, no sé, no es así como un regalo para una novia, creo yo, pero el caso es que me la dio y, bueno, yo lo acepté por supuesto y fingí lo habitual, que qué bien y que qué práctica, pero me quedé como con ese azar, con ese resquemor por lo que me había dicho mi madre cuando yo era niña.
            —Lo vamos a dejar aquí —dijo la doctora anotando algo en el cuaderno de esta paciente—, y seguimos la semana que viene.