
Asistir a una conversación con dos o tres cajetillas de tabaco encima de la mesa, con sus correspondientes imágenes de carne o vísceras en mal estado es sumamente desagradable. Sucede, además, que cada vez es más difícil que se den situaciones de este tipo: primero porque se fuma cada vez menos; segundo, porque se reduce el número de lugares públicos en los que poder hacerlo. Y esto está bien porque no gusta, ni siquiera a los fumadores, salir de un bar o cafetería con la ropa impregnada de pestuzo a humo de tabaco, directamente lista para dejarla en el cesto de la ropa sucia.
Hubo en España un Real Decreto, el 192/88, que prohibía fumar en determinados lugares, como el interior de los edificios públicos. Recuerdo ir al edificio de Hacienda de Ciudad Real a hacer algún trámite: clavados en una columna había un cartel con el calendario del contribuyente y, bajo éste, una señal de prohibido fumar y el número del real decreto. El funcionario que te atendía, cuyo mostrador lindaba con esa columna, lo hacía con el cigarro en la boca o en la mano o con él humeando en el cenicero; otros compañeros suyos hacían lo mismo en otros mostradores o en otras mesas.
No fue hasta ese 1 de enero de hace pocos años cuando la gente comenzó a tomarse en serio la prohibición. A partir de ese momento, las puertas de los centros de trabajo, hospitales, etcétera, comenzaron a ser frecuentados por fumadores en grupo o solitarios.
Es indiscutible el enorme perjuicio físico que causa fumar: hay que quitarse. Pero también es verdad que fumar a solas, en la calle, sin estar delante del ordenador o del instrumento de trabajo que se utilice, le da al individuo la posibilidad de recogerse unos minutos consigo mismo, de reflexionar sobre sí mismo, de hacer sus planes, de contemplar la calle fría de este noviembre, de mirar a la gente pasar con sus paraguas mientras uno se moja, de observar cómo sale de la boca el vaho liviano entre el humo de cada dos caladas del cigarro.
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