Una foto aleatoria

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Una frase aleatoria

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martes, 9 de diciembre de 2008

Los vicios de mi hermano

Les confesaré que, desde siempre, he jugado con mi hermano a transmitirnos mensajes telepáticamente. Empezamos pasándonos números, de una cifra al principio, de dos más tarde, de seis o siete cuando ya tuvimos suficiente entrenamiento. Después fueron palabras completas, y más tarde objetos que no nombrábamos pero en los que sí pensábamos, como el jarrón del salón o cierto libro de la estantería. Cuando le cogimos el truco fuimos capaces de transmitir sensaciones, como el olor de una flor, el tacto rugoso de un cojín de arpillera o el frío de un cubito de hielo. Se transportaba, entonces, no el hecho de lo que uno sintiera, sino el propio aroma de la rosa (que uno sentía como si la tuviera delante de su pituitaria, cosquilleándole la nariz), una sensación rugosa en los dedos o una especie de helada quemazón en la lengua. No eran, entonces, las palabras las que circulaban, sino el hecho consciente de esa percepción.

Con la práctica frecuente, mi hermano realizaba estas operaciones con toda ligereza, sin esfuerzo alguno, sin requerir ya mi concentración ni mi calma, sorprendiéndome a veces con un pinchazo en un dedo, un pequeño tirón de pelo, un ataque repentino de sueño que me impedía estudiar. Por mi parte, lo cierto es que nunca fui capaz de transmitirle nada, sino que era él quien accedía a mi interior para colocarme o recogerme alguna información, o, por algún otro mecanismo, leer de mi cabeza o dejar en ella el número, la palabra, el objeto o la sensación que tuviese, sin antes preguntarme por el posible interés que yo pudiera tener en suministrárselo o en recogérselo. De este modo, quedé expuesto a sus deseos durante los años que compartimos la vida, como un libro abierto en el que uno puede posar la mirada y leer cualquier frase, o en el que puede también dejar, para que se seque y conserve, un pétalo de rosa.

Cuando nos hicimos mayores nuestras vidas divergieron, yendo a él a una ciudad y yo a otra. Nos vemos poco pero hablamos con frecuencia. Hace tiempo le interrumpió la conversación un repentino ataque de tos. «Deberías deja el tabaco», le dije. «Sí», me contestó; pero, desde el sofá de su casa lejana, acercó un cigarrillo a su boca y lo dejó en los labios. Le escuché encenderlo y aspirar, revelando su respiración silenciosa el placer que la nicotina le iba proporcionando mientras sus pulmones se llenaban, y un disfrute aun mayor cuando ya lo habían hecho, porque lo escuchaba cortar repentinamente la ingesta del flujo tóxico para dejarlo permanecer y actuar desde ahí, como dándole una autorización tácita para que se combinara con su sangre y pudiera salir a distribuirse por todo su organismo. Luego lo exhalaba despacio, dejando que el humo le arañara la garganta al abandonarla, y él lo observaba en el contraluz de la ventana, primero a la misma altura a la que lo había expulsado, y luego expandiéndose para inundarlo todo. El olor del tabaco y su propio bienestar parecían llegarme a través del cable, como si la señal telefónica resultase también un vehículo adecuado para que lo más sensorial de mi hermano se desplazase hasta mí y pudiera traspasarme sus mismos efectos, incluso a pesar de la distancia. «Ya lo dejo», me dijo, y lo apagó al rato.

Hoy mi hermano no fuma, pero yo debo hacerlo desde aquel día. Cuando lo echa de menos me llama por teléfono: «Enciéndete un pitillito», me dice, y yo lo hago para que él disfrute. Esta extraña percepción sensorial funciona incluso a través de las ondas del móvil.

«Si te has dejado las llaves dentro del coche y tienes llaves de repuesto en casa, llama a través de tu móvil a alguien que esté en tu casa. Mantén tu teléfono móvil a unos 30 cm. de la puerta de tu vehículo y haz que alguien en casa presione el botón de “abrir” en el mando a distancia, mientras lo sostiene cerca del teléfono en casa. Eso hará que se abran las puertas de tu vehículo». (En Internet).

miércoles, 3 de diciembre de 2008

Nuestros hablares

En los años de estudiante, los amigos teníamos nuestro punto de reunión en los Hermanos Molina, un bar situado enfrente de los Marianistas que ya se ha quitado. Jose nos servía con amabilidad los refrescos, las cervezas o los medios (a 75 pesetas) que cada uno desease, y allí pasábamos las horas de la tarde antes de ir al Torreón o a la zona de la Estrella. «Vamos a los Molina», decíamos, y en otras ocasiones, si estábamos en alguna liguilla y debíamos jugar un partido contra los salesianos, decíamos que jugábamos contra los “Hermanos Gárate”. Los que no hemos estudiado en ese colegio no nos planteábamos la naturaleza del apelativo, y nos imaginábamos que había sido una familia devota, de varios hermanos, los que habían fundado ese colegio y, tal vez, la congregación. Luego, con los años, uno se ha fijado y ha visto que no eran varios, sino uno, y que hermano se le llama así por el sentido religioso.

Como se cree el ladrón que todos son de su condición, uno se piensa que vive, por lo general, en un rango aceptable de neutralidad: me encantaba la serie Guante blanco, que hace poco se estrenó en Televisión Española, y pensaba que media España estaría detrás de las peripecias de la banda de ladrones y del inspector que les perseguía, cuando resulta que la quitaron a las dos semanas por su bajísima audiencia. Con la forma de hablar y expresarse pasa lo mismo: pensamos que la corrección al hablar se encuentra en nuestro entorno, que son los andaluces con sus eses y sus zetas, los vascos con sus erres, los catalanes con sus eles, los que se desvían de las pautas aceptadas, aunque ellos pensarán lo mismo de nosotros. Creemos que no tenemos acento, pero nuestro hablar manchego está plagado de rotacismos cuando, a mediodía, decimos que son “lardós” en lugar de “las dos”, o “envér dé” envér dé “en vez de”.

Tenemos también palabras propias y desconocidas, como “banduendo”, que todo el mundo aquí sabe lo que es y que hasta el procesador de textos me acaba de subrayar en rojo, o “abundante”, ese tío listillo y sabelotodo que de todo ha de opinar y que en todo ha de meterse. Pedro José del Real y Juan Manuel Sánchez recogen éstas y otras muchas palabras en su Diccionario del habla de la provincia de Ciudad Real (Biblioteca de Autores Manchegos, 2006), que comprende un amplio conjunto de palabras nuestras que no deben perderse, muchas de las cuales no aparecen en el Diccionario de la RAE. Tanenbaum, autor de un libro fundamental en Ingeniería Informática, habla de los generadores de contraseñas, que generan palabras sin sentido pero pronunciables y recordables, y cita tres ejemplos que podrían ser nuestros: “churneito”, “parraplas”, “albundi”.

También abreviamos y contraemos frases complejas en escasas sílabas, y decimos “lopajque” (con jota de José Bono y de José María Barreda) en lugar de “lo que pasa es que”, o “mepá mí que no” para comernos tres sílabas en “me parece a mí que no”.

«No me jimples, no me jimples mocosina
no t´enfusques, ni me fartes al respeto.
No reguñas, Carnación, ni esparrataques
esos ojos cuando yo te dé un consejo».
(Luis Chamizo, poeta extremeño, en “Consejos del tío Perico”).