Les confesaré que, desde siempre, he jugado con mi hermano a transmitirnos mensajes telepáticamente. Empezamos pasándonos números, de una cifra al principio, de dos más tarde, de seis o siete cuando ya tuvimos suficiente entrenamiento. Después fueron palabras completas, y más tarde objetos que no nombrábamos pero en los que sí pensábamos, como el jarrón del salón o cierto libro de la estantería. Cuando le cogimos el truco fuimos capaces de transmitir sensaciones, como el olor de una flor, el tacto rugoso de un cojín de arpillera o el frío de un cubito de hielo. Se transportaba, entonces, no el hecho de lo que uno sintiera, sino el propio aroma de la rosa (que uno sentía como si la tuviera delante de su pituitaria, cosquilleándole la nariz), una sensación rugosa en los dedos o una especie de helada quemazón en la lengua. No eran, entonces, las palabras las que circulaban, sino el hecho consciente de esa percepción.
Con la práctica frecuente, mi hermano realizaba estas operaciones con toda ligereza, sin esfuerzo alguno, sin requerir ya mi concentración ni mi calma, sorprendiéndome a veces con un pinchazo en un dedo, un pequeño tirón de pelo, un ataque repentino de sueño que me impedía estudiar. Por mi parte, lo cierto es que nunca fui capaz de transmitirle nada, sino que era él quien accedía a mi interior para colocarme o recogerme alguna información, o, por algún otro mecanismo, leer de mi cabeza o dejar en ella el número, la palabra, el objeto o la sensación que tuviese, sin antes preguntarme por el posible interés que yo pudiera tener en suministrárselo o en recogérselo. De este modo, quedé expuesto a sus deseos durante los años que compartimos la vida, como un libro abierto en el que uno puede posar la mirada y leer cualquier frase, o en el que puede también dejar, para que se seque y conserve, un pétalo de rosa.
Cuando nos hicimos mayores nuestras vidas divergieron, yendo a él a una ciudad y yo a otra. Nos vemos poco pero hablamos con frecuencia. Hace tiempo le interrumpió la conversación un repentino ataque de tos. «Deberías deja el tabaco», le dije. «Sí», me contestó; pero, desde el sofá de su casa lejana, acercó un cigarrillo a su boca y lo dejó en los labios. Le escuché encenderlo y aspirar, revelando su respiración silenciosa el placer que la nicotina le iba proporcionando mientras sus pulmones se llenaban, y un disfrute aun mayor cuando ya lo habían hecho, porque lo escuchaba cortar repentinamente la ingesta del flujo tóxico para dejarlo permanecer y actuar desde ahí, como dándole una autorización tácita para que se combinara con su sangre y pudiera salir a distribuirse por todo su organismo. Luego lo exhalaba despacio, dejando que el humo le arañara la garganta al abandonarla, y él lo observaba en el contraluz de la ventana, primero a la misma altura a la que lo había expulsado, y luego expandiéndose para inundarlo todo. El olor del tabaco y su propio bienestar parecían llegarme a través del cable, como si la señal telefónica resultase también un vehículo adecuado para que lo más sensorial de mi hermano se desplazase hasta mí y pudiera traspasarme sus mismos efectos, incluso a pesar de la distancia. «Ya lo dejo», me dijo, y lo apagó al rato.
Hoy mi hermano no fuma, pero yo debo hacerlo desde aquel día. Cuando lo echa de menos me llama por teléfono: «Enciéndete un pitillito», me dice, y yo lo hago para que él disfrute. Esta extraña percepción sensorial funciona incluso a través de las ondas del móvil.
«Si te has dejado las llaves dentro del coche y tienes llaves de repuesto en casa, llama a través de tu móvil a alguien que esté en tu casa. Mantén tu teléfono móvil a unos 30 cm. de la puerta de tu vehículo y haz que alguien en casa presione el botón de “abrir” en el mando a distancia, mientras lo sostiene cerca del teléfono en casa. Eso hará que se abran las puertas de tu vehículo». (En Internet).
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