En los años de estudiante, los amigos teníamos nuestro punto de reunión en los Hermanos Molina, un bar situado enfrente de los Marianistas que ya se ha quitado. Jose nos servía con amabilidad los refrescos, las cervezas o los medios (a 75 pesetas) que cada uno desease, y allí pasábamos las horas de la tarde antes de ir al Torreón o a la zona de la Estrella. «Vamos a los Molina», decíamos, y en otras ocasiones, si estábamos en alguna liguilla y debíamos jugar un partido contra los salesianos, decíamos que jugábamos contra los “Hermanos Gárate”. Los que no hemos estudiado en ese colegio no nos planteábamos la naturaleza del apelativo, y nos imaginábamos que había sido una familia devota, de varios hermanos, los que habían fundado ese colegio y, tal vez, la congregación. Luego, con los años, uno se ha fijado y ha visto que no eran varios, sino uno, y que hermano se le llama así por el sentido religioso.
Como se cree el ladrón que todos son de su condición, uno se piensa que vive, por lo general, en un rango aceptable de neutralidad: me encantaba la serie Guante blanco, que hace poco se estrenó en Televisión Española, y pensaba que media España estaría detrás de las peripecias de la banda de ladrones y del inspector que les perseguía, cuando resulta que la quitaron a las dos semanas por su bajísima audiencia. Con la forma de hablar y expresarse pasa lo mismo: pensamos que la corrección al hablar se encuentra en nuestro entorno, que son los andaluces con sus eses y sus zetas, los vascos con sus erres, los catalanes con sus eles, los que se desvían de las pautas aceptadas, aunque ellos pensarán lo mismo de nosotros. Creemos que no tenemos acento, pero nuestro hablar manchego está plagado de rotacismos cuando, a mediodía, decimos que son “lardós” en lugar de “las dos”, o “envér dé” envér dé “en vez de”.
Tenemos también palabras propias y desconocidas, como “banduendo”, que todo el mundo aquí sabe lo que es y que hasta el procesador de textos me acaba de subrayar en rojo, o “abundante”, ese tío listillo y sabelotodo que de todo ha de opinar y que en todo ha de meterse. Pedro José del Real y Juan Manuel Sánchez recogen éstas y otras muchas palabras en su Diccionario del habla de la provincia de Ciudad Real (Biblioteca de Autores Manchegos, 2006), que comprende un amplio conjunto de palabras nuestras que no deben perderse, muchas de las cuales no aparecen en el Diccionario de la RAE. Tanenbaum, autor de un libro fundamental en Ingeniería Informática, habla de los generadores de contraseñas, que generan palabras sin sentido pero pronunciables y recordables, y cita tres ejemplos que podrían ser nuestros: “churneito”, “parraplas”, “albundi”.
También abreviamos y contraemos frases complejas en escasas sílabas, y decimos “lopajque” (con jota de José Bono y de José María Barreda) en lugar de “lo que pasa es que”, o “mepá mí que no” para comernos tres sílabas en “me parece a mí que no”.
«No me jimples, no me jimples mocosina
no t´enfusques, ni me fartes al respeto.
No reguñas, Carnación, ni esparrataques
esos ojos cuando yo te dé un consejo».
(Luis Chamizo, poeta extremeño, en “Consejos del tío Perico”).
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