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martes, 4 de noviembre de 2008

El cambio de hora

Los años posteriores a la Tercera Gran Guerra estuvimos muy ocupados con la reconstrucción del mundo y no teníamos tiempo, ni ganas de dedicar recursos, a lo que podríamos considerar pequeñeces.

Cuando por fin las industrias engranaron de nuevo sus ruedas dentadas y comenzaron otra vez a producir bienes, cuando la población volvió a enfermar de enfermedades corrientes que podían ser atendidas en los hospitales que se iban construyendo y equipando, cuando los cafés y los bares abrían de nuevo sus puertas y los niños y mayores recibían en las escuelas y las universidades la educación que nuevamente nos llevaría al progreso, los dirigentes de los principales países mantuvimos una reunión en La Haya para determinar, consensuadamente, algunos fundamentos económicos y sociales que nos permitieran vislumbrar y construir un futuro de paz. En aquel encuentro, que se prolongó varios días, se establecieron las bases para la creación de una nueva Sociedad de Naciones sin derechos de veto, sin distinción de vencedores ni de vencidos (pues todos estábamos ya en este segundo grupo); se acordó por unanimidad aplicar la intolerancia absoluta contra los absolutamente intolerantes; se fijaron cuantitativamente los parámetros macroeconómicos que permitirían medir sin margen de duda la necesaria existencia de la justicia social; se prohibió la fabricación de armas de calibre superior a una simple escopeta de caza; se obligó a una especie de turnos rotatorios para el gobierno de los diferentes territorios… Habíamos salido escaldados después de muchas generaciones de malas experiencias de guerras y aventuras bélicas, y el deseo de ser mejores nos había embadurnado de una nueva juventud y de un halo de optimismo y de buena voluntad que se reflejó en la carta fundacional y en los estatutos que regirían los destinos del mundo.

Todos los países llevaron a La Haya delegaciones numerosas, con sus mejores expertos en cada una de las áreas de debate: la militar, la del derecho, la sanitaria, la económica, la del medio ambiente. Los gobernantes (al fin y al cabo políticos) encomendamos las negociaciones a nuestros mejores técnicos, y nosotros nos reuníamos tan solo para las fotos de buenas intenciones que dejaríamos a la posteridad; pero en nuestras reuniones, se supone que las del más alto nivel, apenas hablamos de los errores del pasado y casi nos veíamos incapaces de aprender de ellos. Fue un dirigente asiático el que propuso plantearnos los dos cambios de hora, en invierno y en verano, que, como antes de la guerra, permitirían probablemente ahorrar al planeta algo de energía.

Nos pareció muy bien, porque la ciudadanía percibiría que una medida importante había surgido directamente de los más altos dignatarios y, por otro lado, a todos los asistentes nos pareció que, de este modo, nuestra reunión sería realmente productiva al tomar, al menos, una decisión significativa por el bien del planeta. Estuvimos más de una hora realizando los cálculos para no equivocarnos. Los gobernantes procedemos mayoritariamente del mundo de las Leyes, y por ello debe excusarnos el lector.

—El último domingo de octubre —pensé en voz alta con un tono convincente, que supongo que igualmente fue traducido a todas las lenguas por los muchos intérpretes—, querremos que a las siete de la mañana haya la luz que a las ocho. Así pues —continué—, lo que tenemos que hacer es adelantar el reloj.

Esto fue en agosto, y los días anteriores a la fecha que habíamos fijado, los periódicos y las radios informaron del cambio de hora que permitiría a los países el ahorro de unas pocas calorías. El caso es que nadie protestó, ni nos informó del error en una carta al director o en una llamada de teléfono a una tertulia radiofónica; pero cuando el último domingo de octubre me levanté temprano para acudir a mi despacho en la sede del Gobierno, era noche cerrada.

1 comentario:

  1. Muy bueno el análisis de este relato.

    Hacía mucho que no entraba por tu blog para leer los relatos que publicas, aunque ya me he actualizado. gracias al comentario del otro día, en el que me lo recordaste (de manera implícita).

    Rassendyll (digo..., Tomás)

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