A veces pienso en algunos misterios de la religión que me enseñaron, y que es la que durante siglos o milenios tocó enseñar por esta parte del mundo. Si hubiera nacido en otras latitudes, se me habría explicado la religión islámica o la budista; si hubiera nacido en otro tiempo, quizás adorase a Zeus o a Artemisa, a Thor o a Odín, a Hércules o a Baco. Se me enseñó, sin embargo, el cristianismo en su interpretación católica, con la transmutación del pan y el vino consagrados en el cuerpo y en la sangre de Cristo como uno de sus principios fundamentales: cuando el sacerdote estira los brazos sobre el cáliz y alarga las manos, se convierte él mismo en una especie de antena que recibe desde arriba la señal con el poder misterioso y mágico, para propagarla, amplificada, sobre los frutos del trigo y la vid, alterando sus propiedades, que dejan de ser esos meros alimentos para pasar a ser productos realmente humanos. Esto es lo que me han enseñado.
Con esta idea de la transmutación en mente, he empezado a escribir una novela en la que se descubre ADN humano en las hostias consagradas, que no estaba presente en ellas antes del sacramento. Hace ahora como quince años empecé otra novela, “La ruta no natural”, que luego me publicó la Biblioteca de Autores Manchegos. Me costó mucho trabajo acabarla, y tuve periodos de nula productividad, tardes en las que me ponía a escribir ante el ordenador sin terminar una línea. Frecuentaba por esas fechas el Café Guridi, a la sazón dirigido por Juan, en donde se reunían semanalmente los contertulios de la asociación cultural La Fragua, y en donde se organizaban exposiciones y algunos conciertos. En su tablón de corcho, situado junto a la barra, Juan dejaba colgar anuncios de “Se busca guitarrista”, fechas de próximos conciertos y, a mí, me dejó ir pinchando, semanalmente, las páginas de esa novela con la que tanto me costaba avanzar. Tuve algunos lectores, clientes asiduos que dedicaban unos minutos a ir leyendo los párrafos nuevos y que ocasionalmente me dejaban algún comentario manuscrito. Ese compromiso no adquirido me motivó para no dejar de faltar a mi cita voluntaria de los domingos, en las que me exigía a mí mismo pinchar nuevos folios con la continuación del relato, que hasta ese momento se me había ido resistiendo. El hecho simple de colgar los textos se convirtió para mí en un acicate que me invitaba y me facilitaba el hecho de escribir.
Hoy me ha sucedido algo similar con esta columna, que he empezado de otras tres formas hablando de otros tres temas diferentes que me han resultado aburridos y sin sustancia. Me ocurre lo mismo con la nueva novela, con ADN, que he empezado hace unos meses pero con la cual me atranco: no sé cuál será el final pues, aunque tenía uno pensado cuando la comencé, en las pocas páginas que llevo la historia se me ha ido ya por otros derroteros. Los últimos ratos en los que he intentado proseguirla han sido infructuosos.
Quince años después del tablón físico y tangible de corcho de alcornoque del café Guridi de la calle Libertad con Cardenal Monescillo, “ya no cierro los bares ni hago tantos excesos”, como dice Joaquín Sabina, pero puedo disponer de otro tablón electrónico en el que ir colgando las páginas que tengo escritas, y que me sirva de prurito y de compromiso para que, con dos o tres lectores que la sigan, avance con ella hasta terminarla: adndedios.blogspot.com
esta novela tiene muuucho potencial!
ResponderEliminarseguiré su evolución con interés...