Hace doce años viajé a una reunión y a un congreso a Curitiba, en Brasil. Entre la reunión y el congreso había un fin de semana entre medias, y aproveché para ir a visitar las cataratas de Iguazú. Tengo que decir que hice este viaje solo, y que pedí a alguien que me inmortalizase ante aquellos impresionantes saltos de agua. Me sacó un foto descentrada, en la que el protagonista parece ser un hombre de barba situado un poco delante de mí (en una posición futbolera de fuera de juego, difícil de apreciar para un linier), que saluda a la cámara. Al regresar de Iguazú, buscando mi mostrador para facturar y obtener la tarjeta de embarque en el aeropuerto, me encontré a un señor mayor que me sonaba muchísimo. Le pregunté. Se llamaba Ralph (o eso entendí) y era holandés. Por la conversación, descubrimos que habíamos coincidido el año anterior en otro viaje a Ámsterdam, aunque él no se acordaba en absoluto de mí. «¿Y vas ahora al congreso de Curitiba?», le pregunté, atribuyendo a este evento la casualidad de habernos encontrado en un país tan lejano. «No, no», me dijo, «tomo un vuelo a Río y regreso a Holanda».
Años después, en noviembre de 2001, asistí a otro congreso en Florencia. El evento tenía lugar en un hotel céntrico. En unas salas de reuniones de las plantas intermedias tenían lugar las sesiones científicas; a cierta hora se interrumpían y subíamos a la última planta del hotel para la comida. Coincidí en el congreso con Alex Orso, un amigo italiano que conocí ese verano en Atlanta, y comimos juntos. Al terminar decidimos salir un rato a la calle, y bajamos junto a otras personas en el ascensor. Alguien, desde una planta intermedia, llamó a nuestro ascensor para bajar también. El ascensor se detuvo para recogerlo, pero estaba ya al límite de su capacidad y no cabía nadie más. Las puertas se abrieron, apareció una chica de Ciudad Real que se acababa de casar y estaba en Florencia de luna de miel. Nos conocíamos de vista, teníamos amigos comunes. «Anda, Macario», le dijo a su reciente marido; las puertas del ascensor volvieron a cerrarse automáticamente y el aparato siguió su viaje hasta el lobby del hotel.
Tengo un amigo de humor singular. Hace años se encontró a un sudamericano cualquiera (uno de entre 400 millones) ante el mostrador de un hotel. Le oyó su acento y, en un alarde de humor, le preguntó directamente, sin conocerlo de absolutamene nada, por su amigo Críspulo, que emigró a Valencia de Venezuela hacía muchos años: «Hombre», le dijo, «es usted sudamericano. ¿Qué tal mi amigo Críspulo?». «¿Críspulo Díaz-Santos Bernal?», contestó el otro, «Precisamente el jueves estuve en un juicio con él». Hay que decir que ni Críspulo, ni mi amigo, ni el señor sudamericano abogado que esperaba a hacer el check-in en el hotel, compartían gremio. Fue el azar puro lo que hizo que se produjera ese hecho imposible. O quizás fue que el abogado recordaba en ese momento a Críspulo, y su cerebro emitía sin saberlo unas ondas telepáticas que activaron en mi amigo algún circuito que permanecía apagado y que hicieron que se acordase de él.
El sábado me sorprendió el locutor de la radio al leer las combinaciones ganadoras de la Primitiva y de la Bonoloto; más parecía que estaba contando: «2, 3, 4, 5…», dijo para la primera; «…45, 46, 47…», dijo para la segunda. El 28 de enero, los números premiados incluyeron el 16, 17, 18 y 19.
Como hay gente para todo, debe de haber muchos que apuesten de manera fija a los números 1, 2, 3, 4, 5 y 6. La probabilidad de que salga esta combinación es exactamente igual a la de cualquier otra. Los que la hayan jugado habrán tenido cuatro aciertos, y han ganado 33,58 euros. Cualquier otra semana, un acertante de cuatro números gana aproximadamente el triple o el cuádruple.
Hace algunos años hubo una serie en A3, que aunque pasó sin pena ni gloria, empezaba el día en que a la protagonista le toca la lotería, con esa curiosa combinación.
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