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martes, 23 de marzo de 2010

Inventar y descubrir


Un profesor que tuve en octavo nos dijo que el invento humano que más le fascinaba era el juego formado por el pistón y el cilindro en el motor de explosión. Le maravillaba esa distancia mínima entre ambos componentes, que permite que la mezcla de gasolina y aire suban a comprimirse empujados por la biela, para explotar y bajar con violencia cuando la bujía hace saltar su chispa.
            Otro profesor nos contó que los inventos, como ese del motor de explosión, no tienen cabida en las Matemáticas ni en la Física, porque lo que hacen matemáticos y físicos es simplemente descubrir las relaciones que ya existen de manera natural entre la superficie de un círculo y su radio, o entre los catetos y la hipotenusa, o entre la Luna que, gira que te gira, no llega a nunca a caerse sobre la Tierra ni a separarse de ella más de lo dictan las leyes de Newton. Fleming, por ejemplo, que no era matemático ni físico, descubrió pero no inventó la penicilina, parece ser que en ese azar famoso que le hizo pararse a pensar antes de tirar a la basura la placa con el precipitado infectado por Penicillium notatum que, a otro, le habría estropeado su experimento. Edison, sin embargo, sí inventó la bombilla incandescente, después de probar a pasar la corriente eléctrica a través de cientos de filamentos de distintos materiales, hasta que consiguió, con uno de ellos, que se iluminara la estancia en la que se encontraba.
            Uno de los descubrimientos que más me llaman la atención es el del café: se trata de una planta que crecía libre y salvaje en las colinas de las montañas. Alguien debió de sentir la curiosidad de acercarse y probar el grano verde, y pensar que qué malo estaba, tan amargo. En lugar de dejarlo y buscar otra planta que llevarse a la boca, el hombre, en un arrebato iluminatorio, pensaría: «Lo voy a tostar, a ver qué pasa», y entonces obtendría un grano marrón oscurecido y duro, casi insípido, que le dejaría los espacios interdentales y el espacio debajo de la lengua llenos de trocitos, y con una sensación al masticar nada agradable. «Lo voy a moler», pensaría con insistencia, y obtendría entonces el polvillo fino que nos venden ya en los paquetes envasados al vacío. En lugar de tirarlo, el curioso se preguntaría a sí mismo: «¿Qué puedo hacer con esto?», y alguien que lo observaba incrédulo le diría: «Colócalo en un filtro y échale agua caliente». Y así lo hizo el primero. «Qué amargo», le contestaría a su amigo después de hacerlo. Y otra vez, en lugar de dejarlo y olvidarlo, le echaría azúcar y, quizás todavía sin que le gustase demasiado la nueva combinación, se lo cortó con leche. Qué camino más largo y más raro y más inverosímil para una infusión sin la que muchos no podríamos pasar.

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