Una foto aleatoria

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martes, 20 de abril de 2010

Maricón


En una película que vi hace muchos años y cuyo título no recuerdo (quizá algún lector lo sepa por la pista que voy a dar y pueda ayudarme a buscarla), un ciudadano español (quizá Antonio Resines, ahora que lo pienso), o europeo o norteamericano, viaja en un viejo autobús por las carreteras montañosas de algún país sudamericano, quizá Colombia, Bolivia, Perú, nombres todos que me resultan sumamente evocadores. El autobús iba parando en cada municipio que encontraba, y el chófer avisaba gritando el nombre con la debida antelación, para que los viajeros se preparasen para apearse. De este modo, parada tras parada, el autobús se llenaba y vaciaba en su larga y pausada ruta. A las varias horas de viaje el ciudadano del hemisferio norte era el único varón en el grupo de viajeros, estando acompañado de unas ocho o nueve mujeres, sentadas de manera dispersa por los asientos del autocar; el conductor, entonces, sin razón aparente, vuelve su cabeza ligeramente hacia atrás y empieza a gritar: «¡Maricón, maricón!», decía, y el turista, estupefacto e incrédulo, buscaba entre los pasajeros al gay al que se pudiera estar refiriendo el chófer. El vehículo, entonces, llegaba a una pequeña aldea en mitad de la sierra, llamada Maricón.
Escribo estas líneas cuando acabo de subir a un autobús en Cuenca, Ecuador, que me ha de llevar en unas seis horas hasta Ambato, en donde tomaré otro autocar para viajar a otra ciudad llamada Baños, que creo que es una auténtica maravilla. A los pocos minutos de arrancar ya hemos parado un par de veces para que suban otros viajeros. Entre otros, sube un señor con corbata y chaqueta de cuero negra. Se queda de pie al principio del pasillo, pide disculpas y solicita nuestra atención. Nos habla durante un rato largo de la parasitosis, y menciona a la triquina y a la tenia, que llegan —nos dice— por las venas y los nervios hasta la cabeza, en donde comienza a reconcomer el cerebro y a volver loco al enfermo. Al final de su charla ofrece unos sobres de un laxante natural, que nos limpiará el estómago y los intestinos, dejándolos como una tubería nueva de PVC: un sobre del purgante, un dólar USA; tres sobres, dos dólares. «Me interesa vender el lote», explica, «por eso se lo dejo a este precio». El vendedor hace una buena caja. Se baja en Azogues, en donde el bus hace una pausa y suben durante este tiempo otras dos personas: una ofrece el periódico y lotería; la otra, fruta fresca cortadita en trozos.
Me duermo un rato y, cuando abro los ojos, estamos parados en un pueblo, dándole aire a las ruedas del coche. Acabo de ver una llama en la ladera de la montaña. No me ha dado tiempo a fotografiarla. A la izquierda de la carretera se contempla un valle inmenso, cubierto de nubes, a una cota inferior a la mía. La señora que viaja a mi lado lleva un sombrero de Panamá. Ayer, acompañado de César, un estudiante colombiano de doctorado de la UCLM que ha venido a este mismo congreso, compré uno por 12 dólares y, mientras una de las señoras que atendía el negocio fue a buscar uno más grande que los del escaparate, la otra nos contó la historia de estos sombreros panameños que se fabrican en Ecuador: parece que, cuando se construía el canal de Panamá, los gringos que dirigían la obra encargaron algún tipo de sombrero elegante y fresco, y nadie pudo hacérselo en aquel país. Mandaron a diseñarlos y a fabricarlos a Ecuador. Son de fibra natural, blancos y muy frescos. La señora me ha enseñado a plegarlo, y lo llevo así en la maleta. Cuando lo saque en España volverá, con un poco de ayuda, a tomar su forma original.
Llevo ya seis horas de viaje y me dice el ayudante del chófer que queda aun otra hora y pico de camino.
La carretera es de asfalto, no de tierra; el chófer no anuncia los destinos con antelación; en el autobús se prohíbe fumar; no hay gente sentada en el techo ni en el piso; nadie transporta gallinas en jaulas, ni cajones de frutas; los pasajeros hablan por sus teléfonos celulares de Movistar y Porta. En el vídeo proyectan una película de Jean Claude Van Damme que interrumpe un nuevo vendedor de Manicomios, «una nueva chocolatina, un nuevo producto, de cacao y manises, que en la costa se vende a 40 centavos la pieza pero que aquí, por la promoción, yo se la estoy ofreciendo a un dólar las cuatro». Ni el conductor ni el ayudante anuncian las paradas. «Avíseme por favor cuando lleguemos a Ambato», le pido, «porque debo tomar otro autobús a Baños».
Llegamos a Riobamba. Debe de ser un destino importante porque muchos viajeros toman sus pertenencias y esperan de pie a que el autobús se detenga. Pensé que podría bajar a echar un cigarro, pero el autobusero arranca rápido. Sube un hombre ofreciendo helados; tienen un aspecto excelente, pero todas las guías recomiendan andarse con mucho cuidado y no aceptar alimentos sin control sanitario.
Y, finalmente, después de casi 8 horas de viaje cansado pero de vistas maravillosas, llego a Baños y me alojo en el hotel de Uve, un danés que ha montado un pequeño y coqueto hotelito de 2 habitaciones a 20 dólares la noche, con unas vistas magníficas de la sierra, que rodea el pueblo por todas partes. Son las siete de la tarde y anochece en el ecuador.

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