El año anterior había comido mucho arroz blanco con tomate y huevo, porque es un plato que se me daba bien y a mis compañeros del piso de estudiantes les gustaba la forma en que lo cocinaba, con bastante ajito. Como para este año, sin embargo, uno había terminado la carrera y el otro estaba de Erasmus, a principio de curso me pasé por el tablón de anuncios que hay junto a la máquina de café y estuve mirando los carteles que cuelga la gente para buscar compañeros de piso: «Se necesita compañero para compartir piso, cerca de la Ronda, próximo a Magisterio, cercano al campus y en zona lluviosa. Tres habitaciones, dos cuartos de baño, salón amplio, todo exterior, cocina totalmente equipada». Venía un teléfono repetido muchas veces en multitud de tiras verticales en el borde inferior del folio, que habían colgado apaisado, así que recorté una y llamé desde el teléfono público que hay en el vestíbulo. Me cité para la tarde-noche con el sujeto en el piso, cercano también a mi Escuela, y subí en el ascensor cuando la noche caía. No me hizo mención acerca de esa característica “lluviosa” de esa zona de Ciudad Real, y yo tampoco quise preguntarle, pues él debía de asumir que, si la vivienda me interesaba para pasar ese curso, era tanto por su número de dormitorios, por la amplitud de su salón o la cocina con microondas y lavavajillas, como por el agua que inusualmente parecía derramarse desde el cielo en el tejado del edificio. El chico hizo de cicerone y me llevó por un recorrido por la casa. Realmente, me urgía en cierto modo encontrar un lugar donde quedarme aquel año; como, además, no estaba mal de precio, le dije que sí, que me quedaba, y que ya vendría al día siguiente con mi equipaje.
—¿Nos tomamos algo para celebrarlo? —me dijo.
—Vale —le contesté.
A requerimiento suyo me senté en el sofá del salón y esperé a que trajera dos vasos de un whisky bueno que me dijo que había comprado. Le oí abrir los cajones del congelador, siempre semipegados a la estructura del frigorífico por el hielo que se va formando incluso en los modelos no frost, y luego agitar o golpear la bolsa de hielo en la encimera de la cocina, y los cubitos caer hacia el fondo del vaso.
—No tenía hielo suficiente —me dijo cuando regresó al salón con los vasos en la mano, alargando un brazo para ofrecerme el mío—, así que te he puesto unas empanadillas y unos guisantes congelados. Espero que no te importe.
—No, claro —le dije, observando con envidia que su vaso tintineaba con los cubitos.
[Lo continuará Mateo Kyezitri].
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