Durante unos días, en la Plaza de la Constitución se encuentra instalada una carpa con una pequeña exposición de la obra social de La Caixa titulada «Violencia: Tolerancia Cero». Por las paredes de los pasillos angostos hay algunas frases antiviolencia; un espacio que imita el aula de un colegio con una pizarra en la pared y unos pupitres, sobre los que hay unos cuadernos escolares (sujetos a los pupitres con un tornillo y una tuerca: me recuerda esto a algo que vi o leí hace poco, que no te fíes de los bancos que, hartos de dinero, sujetan los bolígrafos en las ventanillas de sus cajas con una cuerda), palabras escritas en la pared que reproducen insultos típicos del acoso escolar; unas pocas pantallas con fragmentos breves de películas recientes en los que se trata el tema de la violencia (de género, en las aulas, de los padres a los hijos, de los hijos a los padres…); otras pantallas con el testimonio de personas que han sufrido maltrato (quizá sean actores, pero lo hacen muy bien). Antes de dejar la carpa hay un pequeño ordenador con pantalla táctil en el que se somete al visitante a una pequeña encuesta: se le pregunta su edad y sexo, si cree que debería involucrarse en la denuncia de hechos violentos aunque no le incumban y si conoce alguna situación de violencia próxima a él. Tras responder a estas pocas preguntas aparece en la pantalla un resumen de las respuestas dadas por los encuestados. Más de la mitad de los encuestados afirma que sí, que se involucraría, que denunciaría, alguna situación violenta de la que, sin que le afectase, tuviese conocimiento. Qué bien.
El caso es que luego uno se entera de que van 55 mujeres muertas en España en lo que va de año: mujeres con maridos o ex parejas a los que, seguro, sus vecinos han escuchado más de una vez gritar y dar voces y, quizás, el sonido de un puñetazo, de una bofetada, de una lámpara de noche viajando por el aire de un extremo al otro de la habitación.
Y uno se entera de que ha muerto en Roma Maricica Hahaianu, la mujer a la que un gilipollas mató de un puñetazo en el andén del metro. El vídeo puede encontrarse escribiendo el nombre de la víctima en el Google. El golpe mortal se lo da a los 26 segundos de comenzar; pasa más de un minuto hasta que una de las muchas personas que pasan por delante del cuerpo inerte se detiene ante él; el vídeo dura 3 minutos y, cuando llega a su fin, nadie todavía se ha agachado a atenderla, aunque sí hay un revuelo de curiosos mirando.
Hace unos meses se publicó otro vídeo grabado en una calle de Nápoles, en el que un hombre tocado con una gorra asesinaba en plena calle a otro, de un disparo en la cabeza, provocando también la indiferencia de los peatones. Del metro de Barcelona también se divulgó un vídeo en el que un racista fascista pegaba sin venir a cuento a una joven sudamericana. El joven que viaja enfrente mira hacia otro lado, y los pasajeros que están sentados al fondo no se levantan ni se inmutan. En otro vídeo del metro Madrid sí hay unas personas que intervienen (entre ellas, dos policías fuera de servicio) antes las patadas y puñetazos que un ultraizquierdista propina a otro muchacho que viaja sentado.
A veces voy por la calle y veo un contenedor volcado o atravesado en la acera, o bolsas de basura dificultando el paso. Lo habitual es que la gente rodee estos obstáculos y los deje como está, como si se nos cayeran los anillos por reabrir el hueco: hay ciegos que pueden chocarse y personas en silla de ruedas que pueden no caber, y gente despistada que puede tropezarse y caer de bruces. Parece que a los muertos que aparecen en la calle se les da el mismo tratamiento que a los despojos. En el libro de Educación para la Ciudadanía de 2º de ESO se transmiten unos valores completamente distintos. A ver si nuestros hijos aprenden y salen menos cobardes que sus padres.
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