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lunes, 4 de octubre de 2010

Despertar a la vez que la muerte

La noche del jueves 23 al viernes 24 me desperté en mitad de la noche con un gran dolor de espalda, aquí en esta zona en la que me toco: me quedé dormido, como tantas otra veces, en el primer diez por ciento de Royuela… perdón, Rayuela, la novela de Julio Cortázar que, como yo, tantísima gente ha empezado y no ha terminado. Y no es que sea algo que yo suponga o me imagine, es que hace unos días comenté esto mismo con alguien, y hace un poquito más tiempo leí un diario breve de Rodrigo Fresán, un escritor contemporáneo argentino, en el que dice que Rayuela es «la novela que más veces he intentado leer y que más veces no he podido leer. […] Me gusta mucho Cortázar, pero no puedo jugar con Rayuela, nunca he conseguido pasar de sus primeras páginas». Otro escritor, Juan Bonilla, dice que «lo apasionante de Rayuela es que puede leerse dando saltos» (quizás una forma sutil de decir que salta al poco rato a la contraportada y que lo cierra sin terminarlo). Rayuela es un libro tocho, de unas 700 u 800 páginas, y la edición que yo tengo es de tapa dura y, en un giro bajo las sábanas, fue a clavárseme en ese lugar bajo de la espalda que antes señalaba. Encendí la luz de la lamparita, lo aparté y lo dejé sobre la mesita de noche; cogí el pequeño reproductor mp4 que tengo ahí mismo y encendí la radio.

Escuché los pitidos anunciadores de las tres de la mañana, las dos en Canarias. La locutora de noticias de Radio Nacional informó a los oyentes de que a esa misma hora comenzaba, en la cárcel de Greensville (Virginia, Estados Unidos), la ejecución de una tal Teresa Lewis por inyección letal. ¿Comenzaba la “ejecución” o el “asesinato”? Asesinar, según la RAE, es “matar a alguien con premeditación, alevosía, etc.”. Premeditación desde luego que hay en las sentencias a muerte desde el mismo momento en que el juez, como hemos visto en tantas películas, golpea con su martillo esa base de madera que hace que el impacto resuene en la sala; la alevosía, también según la RAE, es la “cautela para asegurar la comisión de un delito contra las personas, sin riesgo para el delincuente”. Si bien matar a alguien con permiso judicial no es un delito en los Estados Unidos, sí lo es en España, por lo que podría afirmarse que en la cárcel de Greensville comenzó el asesinato premeditado y alevoso de esa tal Teresa Lewis.

Teresa no era precisamente un ángel: contrató a dos hombres para que ejecutaran (¿es “asesinaran” la palabra adecuada en este caso?) a su marido y a su hijastro para poder cobrar su seguro de vida.

A esa hora en que yo recobraba la consciencia, ella la perdía con la inyección, en alguno de sus brazos, de una dosis de tipental sódico; después, cuando yo me desentumecía un poco para recolocar la almohada, sus músculos se le paralizaban con un pinchazo de bromuro de pancuronio; finalmente, cuando mi corazón se aceleraba al suponerla sujeta a la camilla con varias correas, yo, tan lejos, tumbado cómodamente en el colchón, ella observada a través de un cristal ahumado por el director de la cárcel, quizás algún cura, sus verdugos (suele haber dos o tres: cada uno acciona simultáneamente un interruptor o palanca, pero sólo uno de ellos, elegido al azar, actúa sobre el reo, de manera que uno es el que mata y no los otros dos, y los tres se van a casa con un 66,66% de probabilidad de inocencia), algún familiar de las víctimas y no sé si algún otro testigo, el suyo se detenía definitivamente por efecto del cloruro de potasio.

Este proceso de la muerte, cuando se da bien, requiere entre 10 y 12 minutos; antes de que este plazo expirara con ella, yo había retomado el libro de Rayuela en un nuevo intento de continuarlo por donde me hubiera quedado. Cuando sus ojos ya cerrados permanecerían así para siempre, yo apagaba también la luz de la mesilla y, agotado una vez más con los encantos de la Maga y el jazz y el humo de Julio Cortázar, también cerraba los míos.

«Es un asunto muy delicado el de la pena capital,
porque, además del condenado, juega el gusto de cada cual:
empalamiento, lapidamiento, inmersión, crucifixión,
desuello, descuartizamiento: todas son dignas de admiración.
Pero dejadme, ay, que yo prefiera la hoguera, la hoguera, la hoguera.
La hoguera tiene qué sé yo, que sólo lo tiene la hoguera».
(Javier Krahe, en la Canción “La hoguera”).

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