Fue Cecilia quien me dijo que el autor de la fotografía que andaba buscando hace dos semanas a través de esta página es Henri Cartier Bresson, un fotógrafo francés que falleció en 2004. Según veo en Internet, tuvo un discípulo llamado Ferdinando Scianna, que tiene algunos retratos en blanco y negro de una tal Maria Grazia Cucinotta que quitan el hipo. Pero ese no es el tema de este artículo.
Para localizar la fotografía de Bresson pregunté a algunos amigos entendidos, y uno de ellos me sugirió utilizar “Goggles”, un programa desarrollado por Google para los teléfonos móviles que llevan Android, su sistema operativo. Con uno de estos teléfonos, uno toma una fotografía de cualquier cosa, la envía a Google y Goggles agarra y te dice lo que es. Un amigo que tiene uno me hizo una demostración: hizo con su teléfono una foto a una foto de Paul Newman… perdón, de un tal Von Neumann, pero con el aparato un poco girado y todo, así como enfocándolo de medio lado. Le dio al botón verde para enviarla y, a los pocos segundos, le salió en el móvil la página de la Wikipedia en la que se explica que este señor húngaro-estadounidense fue uno de los más grandes matemáticos del siglo XX, que hizo grandes aportaciones en la Lógica, la Mecánica Cuántica, la Computación y, desgraciadamente, también en el campo de la mejora del poder destructivo de la bomba atómica y de la bomba de hidrógeno.
Hay otro programa, el Shazam, que funciona al menos en los iPhone, al que prácticamente le silbas una canción y te saca el vídeo de youtube que corresponde, y te ofrece además el escaparate de una tienda virtual en la que puedes, si lo deseas, comprar directamente la canción o el disco.
Las palabras que tecleamos en nuestro buscador favorito se almacenan allí junto a nuestra dirección IP, que es un número que nos identifica por completo y que, además, permite localizarnos geográficamente; el teléfono móvil emite señales que pueden ser registradas para reproducir, cuando se desee, el camino que seguimos desde casa al trabajo o a la oficina del Sepecam, al bar de la esquina, al cine. Cada vez que pagamos con tarjeta se guarda un dato que nos asocia con el comercio que hemos visitado. Nuestra imagen queda, cada vez con más frecuencia, grabada en medios digitales que recogen cámaras de seguridad de cuya presencia nos advierten en algunas ocasiones, pero contra lo que poco o nada podemos hacer. Hace poco subía yo solo en el ascensor de un hotel: iba revisando en el espejo la limpieza de mi nariz y mis dientes y luego, comprobada ya su suciedad o pulcritud (no recuerdo), hice alguna mueca extraña para entretener el ascenso hasta la undécima planta: bien, pues toda mi secuencia de gestos estaba siendo filmada por una pequeña cámara disimulada en una semiesfera situada en una esquina, quizá para regocijo del vigilante de seguridad, que a veces observará los ademanes de los huéspedes desde la mesita de su oficina.
Woody Allen tiene al menos dos libros de cuentos en castellano editados por Tusquets. En el relato Pluma de Alquiler, uno de los personajes le pregunta a otro que de dónde ha sacado su número de teléfono: «De Internet», le contesta, «Aparece junto con las radiografías de tu colonoscopia». Quizás Woody Allen exagere un poco para el momento actual (aunque nuestras radiografías se guardan ahora en los ordenadores de los servicios de salud, que podrían en algún momento ser atacados por algún pirata informático), pero es cierto que nuestra privacidad se ve muy seriamente amenazada por la capacidad que tiene la tecnología para recopilar, almacenar y cruzar toda clase de información del individuo.
Juraría que, salvo nuestro olor, todas nuestras restantes propiedades pueden indexarse en los ordenadores y ser utilizadas para que terceros de los que nada sabemos reconstruyan nuestra vida y lleguen a conocernos mejor que nosotros mismos.
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