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lunes, 14 de febrero de 2011

Resiliencia

En las últimas semanas ha habido unos días en que me he acostado especialmente temprano. Como dice el refrán que «Nunca te acostarás sin saber una cosa más», en cuanto aprendo algo nuevo me acuesto: desde hace algún tiempo tengo la superstición de que, si no lo hago así, mis neuronas pueden empezar a desconectarse para olvidar el nuevo conocimiento recién adquirido y, como en una cadena, la pérdida de esa nueva sabiduría podría arrastrar consigo a otras más antiguas. Me contaron de un hombre que aprendió una cosa y no se acostó y, a partir del día siguiente, comenzó a olvidarlo absolutamente todo.

Así que nada, el mismo lunes, mientras aguardaba en el coche a que un semáforo se pusiera verde camino del trabajo, alguien dijo en la radio que el destino es “ineluctable”. Al llegar a la oficina busqué la palabra en el diccionario y aprendí que algo ineluctable es “algo contra lo cual no puede lucharse”. Por esa creencia en el mal agüero, me inventé ante mi jefe un malestar repentino y me volví a casa a meterme en la cama y me dormí hasta el día siguiente.

Lo cierto es que hacía ya tres o cuatro días que debía haber terminado de ordenar unos cuantos cientos de expedientes, labor que me resulta sumamente aburrida y que iba posponiendo, postergando, retrasando, aplazando y otros sinónimos, con trabajos menos importantes pero cuya realización yo veía, en los momentos en que miraba el mazo enorme de carpetas desordenadas, ineluctable y urgente.

Al día siguiente, cuando llegué otra vez a la oficina, el jefe se interesó cortésmente por mi estado de salud. «Mejor», le dije. «Bueno, me alegro. ¿Y los expedientes, cómo los llevas?», me preguntó de nuevo. Mentí y le contesté que llevaba más o menos la mitad de todo.
—Mira —me dijo—, tienes que dejarte eso ya terminado, no puedes seguir procrastinándolo sine die.

La nueva palabra me golpeó de lleno y la anoté mentalmente: “procrastinándolo”. Cuando el jefe se volvió a su despacho, busqué el teclado del ordenador entre los papeles de la mesa. Conecté a la página de la Real Academia y escribí la palabra en el buscador del diccionario: “procrastinar”. Antes de decidirme me quedé unos segundos observando la pantalla: necesitaba, por un lado, conocer el significado de esa nueva palabra; por otro, si pulsaba el Enter para terminar sabiendo que “procrastinar” significa posponer, postergar, retrasar, aplazar y otros sinónimos, tendría que aducir un empeoramiento repentino de mi salud y tendría que volverme a la cama. No pude contenerme y le di a la tecla y, abrumado, me marché a casa unos minutos después sin decírselo a nadie, confiando en que nadie advirtiera mi ausencia y no se me echara de menos.

Pero, como el resto de compañeros, el jefe también había observado a mitad de mañana que yo ya no estaba. Al día siguiente me llamó a su despacho y cerró la puerta:
—Esto no puede seguir así —me dijo—: el 31 de enero ya tenía que estar terminado el tema de los expedientes. No sé si tienes algún problema; tal vez deberías ir a un psicólogo, no sé, porque tu actitud viene cambiando mucho en los últimos meses. Voy a darte una última oportunidad: termina hoy el tema de los expedientes. Quédate el tiempo que sea necesario, aunque se te haga de noche.

Decidí sincerarme con él y le confesé que esa tarea tan voluminosa me superaba y no me veía capaz de enfrentarme a ella:
—Venga, enfréntalo con valentía —me animó—. Ten resiliencia.

Ineluctablemente, no pude procrastinar ni un minuto la búsqueda de esa nueva palabra. Ahora me marcho, que tengo que salir a ponerme en la cola del servicio de empleo.

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