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lunes, 11 de abril de 2011

El olor en los tiempos del cólera

Leo, en el blog de El Barojiano, que «Benito Pérez Galdós pretendía y lograba tanta realidad, verosimilitud y madrileñismo en sus novelas, que Valle Inclán ironizó sobre el logro diciendo que hasta “olían a cocido”». Desafortunadamente, no he leído nunca nada de él (salvo, hace mucho tiempo, su discurso de ingreso a la Real Academia Española), aunque una vez me lo encontré por una calle de Madrid y, gracias a los viejos billetes de mil pesetas, lo reconocí y, muy amablemente, me firmó un autógrafo en el hueco blanco del papel-moneda que llevaba su retrato.

Llevo ya unas semanas terminando Cien años de soledad (aunque no me pasa con éste, hay veces en que uno empieza un libro con ilusión y le llega un momento en que desea que se acabe pronto para quitárselo de encima), de Gabriel García Márquez. Cien años de soledad no huele a cocido; sus páginas, sin embargo, rebosan párrafos de aromas y olores, tan densos y reales algunos que incluso el papel parece estar mojado por las sustancias aromáticas, y creo que es por ello por lo que tuve que poner un ambientador de albahaca en la estantería del salón y por lo que, incluso en pleno invierno, he tenido que dormir algunas noches con la ventana del dormitorio abierta: porque, dependiendo del fragmento que lea o de dónde coloque el marcapáginas esa noche, puedo encontrarme con «el olor del demonio» cuando Melquíades rompe accidentalmente un frasco de bicloruro de mercurio; con los «pulmones agobiados por un sofocante olor a sangre»; con «el confuso aliento de estiércol y sándalo que exhalaba la muchedumbre»; con el «olor a chamusquina» que la bisabuela de Úrsula adquirió para siempre cuando se sentó en un fogón encendido y que, además, le impidió volver a caminar en público; con el «olor de humo» que desprendían las axilas de Pilar y que excitaba a José Arcadio hasta el punto de que, siguiendo con su nariz el rastro de la hembra, fue a buscarla a su casa una noche con el deseo de encontrarla, si es que «el olor no hubiera estado en toda la casa»; con el olor a «flores muertas» de unas cuantas mujeres que vivían y trabajaban en la tienda de Catarino, o con el de Remedios Moscote, «olorosa a animal crudo y a ropa recién planchada».

Puedo no poder más y quedarme dormido al llegar al «cuchitril oloroso a telaraña alcanforada», o con los silbidos de José Arcadio, que exhalaban «un vapor pestilente», o al pasear por las calles con el aire denso por el «penetrante olor a pólvora» de su cadáver a pesar de que el cuerpo fue lavado y frotado tres veces con jabón y estropajo, sal y vinagre, ceniza y limón, metido en un tonel de lejía durante seis horas, encerrado herméticamente en un ataúd especial que se reforzó por dentro con planchas de hierro y pernos de acero, «y aun así se percibía el olor en las calles por donde pasó el entierro». El olor del muerto impregnó también el cementerio hasta muchos años después, hasta que los ingenieros de la compañía bananera recubrieron la sepultura con una coraza de hormigón.

Puedo dormirme en la página en la que huele a «tufo de hongos tiernos» o a «tufo de la sangre seca», o al contemplar cómo regresa Aureliano a casa, «sucio de sudor y polvos, oloroso a rebaños». Es entonces cuando, si me he dormido con el libro abierto, debo cerrarlo y levantarme a abrir la ventana para que entre el aire, y no cuando me encuentro con el «olor a espliego» que siempre precede a Pietro Crespi, ni cuando olfateo el de Remedios, la bella, cuyo olor «seguía torturando a los hombres más allá de la muerte», porque esta atractivísima joven «no exhalaba un aliento de amor, sino un flujo mortal».

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