Nuestro idioma, como todos, tiene una serie de palabras que pueden retrotraernos a momentos remotos de nuestra existencia, bien por la lejanía del tiempo que evocan, bien por lo escondido del pensamiento que nos recuerdan. Son palabras plásticas, muchas de ellas esdrújulas, que nombran por lo general elementos intangibles, sin los que puede vivirse, y que por ello han debido de ser sin duda creadas en momentos de bonanza.
Una de ellas es “remoto”, que se acaba de nombrar, y que nos lleva, cuando la encontramos en un libro, a otros sitios y momentos, distintos del lugar o el instante descrito en el pasaje en el que se encuentra impresa. “Recóndito” y “exótico” no aparecen como sinónimos en los diccionarios, pero despiertan en nosotros el recuerdo imposible del viaje a ese sitio que no ha tenido lugar, o la imagen de una película en un lugar “romántico”.
Hay otras palabras que representan palabras, como “sinónimo”, que tiene a “antónimo” como antónimo; “apócope”, imposible de acortar; “palíndromo”, que es una frase o palabra que se lee igual de izquierda a derecha que de derecha a izquierda, como “Ana” o “Anilina”, y que no tiene en sus posiciones dos letras que coincidan respecto a su centro, siendo un claro contraejemplo de lo que ella misma es; como “anagrama”, que es una palabra cuyas letras, colocadas en otro orden, dan lugar a otra palabra, como “amor”, que da lugar a “Roma” y a la viceversa, siendo palíndromo el “Amor a Roma”.
También hay palabras innaturales, como “innatural”, que pensé que me había inventado pero que sin embargo existe, o “cederrón”, que entró en el diccionario con existencia efímera por no escribir “CD-ROM”: habría que poner hoy “pen-drive”, “uesebé”, “pincho” o “bellota” (también se las llama así a esas pequeñas memorias que hoy tiene todo el mundo), y palabras capadas, que nos alejan de ellas mismas, como “Yaz”, versión castellana del “Jazz” de Duke Ellington, que por la misma causa habría de ser de Diuk Élinton.
“Alevosía”, la toma de precauciones para no ser descubierto en la comisión de un delito, y con la que todos habremos actuado en más de una ocasión, siempre necesaria para no dar con los huesos en la cárcel, la media en la cara para no ser reconocido, la mano de la estantería al bolsillo cuando la cámara no mira, la condena luego aumentada por este agravante, por haberse curado el delincuente en salud. “Ideal”, como ese café que había entre el Pilar y General Aguilera; “desnuda”, esa mujer morena cuya piel se confunde con la arena del desierto en la que descansa; “frescura” cuando ella se sumerge en el oasis con palmeras y la observa un beduino desde la jiba de su dromedario, sujetando un fusil antiguo, con una recámara de una sola bala.
“Esdrújula”, paradigmático ejemplo de sí misma, como “grave” o “llana”, no así como “aguda”, fina palabra grave sin gravedad alguna. “Polilla”, para llenar los jerséis con naftalina y despedir el invierno; “despedida”, para cerrar esta columna y recordar algún otro adiós con dolor o con alivio.
Publicado en El Día
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