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martes, 2 de septiembre de 2008

Mi larga experiencia

En una novela que leí en mi juventud aparecía un personaje viajero, que había recorrido los cinco continentes y los siete mares, rondando siempre de acá para allá, codeándose con personalidades importantes y con los más humildes, y que había yacido en muchos lugares con mujeres de todas las razas. Acodados en la barra de un local, que desde el recuerdo imagino que debía de ser un café de intelectuales o quizás una taberna mísera, le contaba este resumen de su vida a otro personaje de la misma historia, y terminaba diciéndole que un catedrático amigo suyo le había sacado, a partir de esta biografía, quinientos años de experiencia. Yo, probablemente, acumulo mucha más.

Se trata de mis noches. Por la mañana despierto agotado, como si me hubieran dado una gran paliza, porque ocurre que cada vez que me acuesto y concilio el sueño y comienzo a soñar, paso las ocho horas viviendo e imaginando una vida completa, desde el nacimiento hasta la muerte, y suelen coincidir los pitidos de mi despertador con el momento en que expiro, a veces solo en una isla desierta en la que he pasado veinte años como un Robinsón Crusoe, a veces observado por una viuda y unos hijos que me han adorado durante cuarenta años.

Así, ocho horas me equivalen a una media de setenta años, con lo que cada hora que paso dormido me cunde como nueve años. El tiempo ordinario y consciente, durante la luz del día, me pasa entonces muy lento, y me aburre la vida, porque los expedientes que resuelvo en una sola jornada en el negociado en el que tengo mi plaza los tramito por las noches, cuando la casualidad me otorga el mismo trabajo, en cuestión de segundos.

En mis sueños suelo ser una persona corriente, un ciudadano normal, con una vida tan anodina y tan gris como la que desempeño de manera auténtica, pero he sido marino y aviador, centurión romano y gran estadista. A veces intento prolongar el sueño algunos minutos más, para ver a mi cadáver descomponerse, identificar en el velorio a los que me lloran, determinar qué personas acuden a mi entierro y qué otras no lo hacen, pero lo único que consigo es alargar el momento mismo de la muerte, con el sufrimiento que conlleva, el paseo por el túnel con la luz blanca al fondo y las paredes estampadas con las imágenes de la vida. Las retengo todas y las voy anotando, y también tengo almacenadas en cintas magnetofónicas las descripciones de tantos amigos y enemigos como he tenido, de los lugares que he visitado. En ocasiones me ocurre, en mi vida real, que me cruzo por la calle con algún hombre que se parece a otro al que he conocido durante las noches, y lo saludo con entusiasmo, e incluso le pregunto que qué tal lo suyo, que cómo resultó aquel asunto en el que me contó que se hallaba inmerso. La línea que separa la verdad de la mentira es, por tanto, delgada y difusa, y ya no estoy seguro de si la vida es sueño.

En alguna ocasión soñé también otra vida durante otro sueño: al dormirme soñé que nacía y crecía y, siendo ya maduro, me vi dormirme y comenzar a soñar otra vida completa. Sé que desperté de alguno de esos dos sueños, pero no sé si del más profundo o de aquel en el que me sumí desde la vida, y entonces ahora no sé si esto que escribo lo hago sobre un papel tangible, o sobre otro que desaparecerá cuando despierte.

«Contándole a un catedrático historiador el camino que llevo andado desde los valles a la ciudad, en esta misma taberna, ante testigos, me sacó quinientos años de experiencia». (Luis Landero, en Juegos de la Edad Tardía).

Publicado en El Día

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