Hace poco comenzaron muy de mañana a llamar a casa. Como no suelo madrugar, atendí de mala gana a mi primer interlocutor, que me expresó compungido su pésame por mi propia muerte. Le seguí la corriente, pensando que se trataba de un bromista, y me hice pasar por un familiar de mí mismo. Improvisé para él las circunstancias inesperadas de mi óbito («ya ves», le dije, «tan joven y sin ningún problema de salud; ahora dentro de poco se iba de viaje a Boston»; «no somos nadie», afirmó él) y, leyéndome en el periódico el lugar y la hora de mi funeral inminente, me pidió que le confirmase que, en efecto, sería en ese sitio y en ese momento que se había anunciado. Colgué afligido el teléfono, me senté en la cama y, enseguida, llamó otro conocido para expresar su pesar por mi pérdida y excusar su presencia en el entierro, pues mi fallecimiento lo había sorprendido fuera de la ciudad. Durante una tercera conversación llamaron al timbre: ya me habían dicho que, actualmente, recibir un telegrama es casi equivalente a recibir el testimonio de una condolencia y, en efecto, abrí al cartero, que me trajo a casa unos cuantos despachos de amigos y conocidos que lamentaban mi pérdida: «Vista esquela en el periódico transmitimos gran pesar STOP Abrazos desde Pontevedra».
Deduje entonces que la noticia había debido de publicarse en algún diario nacional, por lo que me atusé con unas gafas oscuras, y con una peluca de cabello natural y la barba de capitán pirata que me pongo en carnaval, y salí al quiosco. Compré todos los periódicos nacionales y revisé sus secciones necrológicas, hallando la mía en uno de ellos. Equivocada, que yo supiera, porque «pienso, luego existo», dijo Descartes, y o bien yo me encontraba en un momento intermedio en el que mi alma se separaba de mi cuerpo pero pudiendo intervenir todavía en el mundo tangible, o bien los duendes de imprenta habían trastocado mi nombre en la rotativa.
Asistí a mi funeral una hora después, y encontré la iglesia inusualmente llena, incluso para una ceremonia de despedida de alguien que fuera muy conocido, porque estaban allí los allegados del muerto y también los míos. A su término, desfilamos ante el altar, rodeando mi ataúd, y yo también saludé con la cabeza a mis familiares postizos, y anhelé por un momento contar con una familia que me quisiera tanto como al difunto auténtico. Después, a la salida de la iglesia, mis mejores amigos hacían chistes y reían en corrillos. «Era un poco patán», dijo uno de ellos.
(Publicado en El Día)
muy bueno :-)
ResponderEliminarUna manera interesante de responder a la pregunta ¿Quién iría a mi entierro? sin la necesidad de pasar por el mal rato de morirse uno ;-)
ResponderEliminarHe visto el enlace a tu relato en los comentarios de Público y, bueno, me ha encantado. Es un poco Millás (lo digo en positivo), que en mi opinión es El Maestro.
ResponderEliminarGracias, tercer comentarista. Millás a mí también me encanta. Saludos.
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