Una foto aleatoria

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martes, 3 de noviembre de 2009

CUENTOS DESDE EL ESPEJO (I)

         Cuando nací, me dieron en el culo unos primeros azotes para desatorarme y abrir mis pulmones y forzar mi llanto, y que mi madre me oyera y supiese que había dado a luz a un niño sano. Me dejaron un rato en sus brazos y creo que ella, agotada y desangrada como estaba y con las piernas aún abiertas mientras seguían hurgándole entre ellas, me contempló más como a un quiste molesto recién extirpado que como al hijo que acababa de tener; pero, vigilada por la mirada atenta de la comadrona, que me había quitado con una esponja humedecida los restos más visibles y sanguinolentos de mi viaje a través del canal uterino, se vio en la obligación de dedicarme una sonrisa falsa que creo que aún recuerdo, porque volví a verla muchas veces a lo largo de mi vida. El doctor me hizo un primer reconocimiento, cosquilleándome en los pies y auscultándome, y detectó en ese momento alguna anomalía que lo hizo girarse y darme la espalda, para tomar la referencia de su brazo izquierdo y señalar el mío del mismo lado. Yo lo miraba tumbado boca arriba con mis ojos grises de recién nacido. El médico se volvió de nuevo y colocó otra vez sobre mi pecho el extremo frío del fonendoscopio, haciéndole a la enfermera un gesto de contrariedad que mi madre advirtió, pero que en ese momento no le supuso sino la decepción del que ha recorrido un duro camino de nueve meses hasta una meta lejana para no obtener premio. Mi corazón latía distinto, o no latía, ofreciéndole al pediatra menos intensidad de la acostumbrada.
            Enseguida me pasaron por el aparato de rayos X, y pensaron que miraban al revés el negativo que acababan de obtener, a pesar de que el nombre provisional que me habían asignado se leía del derecho en la lámina de plástico semitransparente o semiopaca que contenía la radiografía. Dos médicos se hicieron entre sí unos gestos extraños, colocándose la mano en el lado de su corazón y después en el otro, y luego la bajaron a su hígado para colocarla nuevamente a la izquierda, como si fuesen dos niños que juegan a taparse los boquetes provocados por las balas de un enemigo inexistente. Me palparon con fuerza, tratando de descubrir la posición de mis órganos con el simple tacto, hasta que un médico antiguo que les vio los ademanes desde el pasillo se acercó a ellos y les habló de la heterotaxia, una rara anormalidad por la que uno no es sino una imagen especular de lo que debería ser, el corazón a la derecha y el hígado a la izquierda, los riñones cambiados, el ojo vago es el ojo sano, el huevo que más cuelga es el huevo derecho.
            Por lo demás, y aparte de esta rareza, no encontraron en mí patología ni enfermedad alguna, y, transcurridos dos días por encima del periodo habitual de ingreso, durante los cuales rebuscaron en mi organismo, sin encontrarlas, consecuencias irregulares de esta singularidad, me dieron el alta y pude marchar a casa sin haberme detectado soplos, insuficiencias ni descompensaciones en mis análisis.
            Mi vida arrancó de esta forma, en una familia que me amó muchísimo y que me hiperprotegió sin motivo, que se las buscaba con el pediatra del cupo para eximirme de la Educación Física en el colegio, de correr en el parque, de ir de campamento en verano, y entonces mis tardes de la adolescencia encontraron la razón de ser en los cortos horizontes que se vislumbraban desde las ventanas de casa, los cuales un día comencé a describir en unos trozos de papel. Más tarde, al releer esos textos, percibí en ellos una descripción especular de la que no fui consciente cuando los escribía, porque explicaba que estaba a la izquierda lo que realmente estaba a la derecha, y lo curioso es que así lo tenía yo almacenado en los lugares de mi cerebro que corresponden a la memoria, y me sorprendía al asomarme a la ventana y comprobar, al verlas, que las imágenes que se almacenan en mis recuerdos estaban proyectadas hacia el otro lado, como mi propio cuerpo, con la lateralidad cambiada, con la dadilaretal adaibmac.
            Escribía y me peinaba y cortaba los filetes con mi mano izquierda, que era mi diestra, de manera que no era un zurdo convencional, sino un diestro raro, raramente diestro.
            (Continuará).

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