Un amigo me dijo hace poco que la belleza es la justificación de lo inútil: una flor; un sonido que, desorganizado, sonaría estridente, pero que, con sus notas colocadas adecuadamente, resulta agradable y melódico; un cuadro como “La rendición de Breda”, que muestra no sólo la maestría de Velázquez, sino también el gesto humilde del vencido, y el respeto y la consideración evidenciados por el vencedor. Mi amigo me dijo que esta regla, como todas, tiene su excepción, y me puso como ejemplo las mamas de la mujer, bellas pero útiles a pesar de los biberones.
En la misma conversación, el mismo amigo me dijo que, aunque diga el refrán que “sobre gustos no hay nada escrito”, existen catedráticos de Estética y Teoría de las Artes (que, para llegar a esa condición, han tenido que discernir y redactar artículos y tesis doctorales), profesores de dibujo que te corrigen y te suspenden si no les agrada la forma en que has reflejado el bodegón en el lienzo o el modo en que has retratado las curvas del o de la modelo; y que, incluso, Marcelino Menéndez Pelayo escribió un tratado de cinco tomos titulado “Historia de las ideas estéticas en España”.
Este amigo es raro. No digo diferente, digo raro, y él lo sabe y alguna vez lo hemos comentado porque a él mismo le gusta hablar de ello. En estos últimos días, y por casualidad, el tema de las rarezas ha surgido en distintas conversaciones con gente diversa. El primero de los días que hablé de este tema me acababa de bajar del coche, en cuya radio acababa de escuchar la canción “Oh, qué raro soy”, de Siniestro Total, una canción ya antigua, y que ya raramente programan las emisoras:
«Soy un hombre raro, me gusta el trabajo,
pago mis impuestos y no bebo alcohol.
Y si veo un pobre una limosna le doy.
Tengo unos ahorros, quiero a mi mujer,
y el fútbol me vuelve loco, me gusta también la sopa
y a mí el paquete no se me nota.
¡Oh qué raro soy, oh qué raro soy!».
La canción continúa con una estrofa parecida, que sigue describiendo algunas costumbres de un hombre formal, quizá normal, que se autodefine como “raro”. Haciendo un repaso de los conocidos comunes con cada una de las personas con las que hablado de este asunto, se llega a la conclusión de que la mayoría de la gente es rara: los vecinos, los compañeros, los amigos… prácticamente todo el mundo es extraño, singular, tiene unos hábitos diferentes de los del resto, o de los propios, que son los que realmente consideramos normales (recuerdo que hace un par de años había una serie en televisión que se llamaba “Guante blanco”, que me gustaba mucho y que pensaba que a todo el mundo le sucedería lo mismo: la quitaron a las pocas semanas por falta de audiencia. No sé si esto tiene que ver con el otro refrán, “cree el ladrón que todos son de su condición”). Piénselo el lector: haga un repaso individual de algunos conocidos, y observe cómo, en efecto, se obtiene la impresión que comento.
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Tras esta pausa reflexiva, y asumiendo ya como cierta la rareza de la mayoría, se observa entonces que lo normal es ser raro y que, igualmente, es raro ser normal, con lo que resulta que hay muy poca gente dentro de los parámetros que deberían ser más abundantes. Es algo parecido a la paradoja del mentiroso, a esos problemas de lógica en los que hay un personaje que siempre dice la verdad, y otro que siempre miente. Si uno se observara a sí mismo desde el punto de vista de un tercero, tal vez se percibiría también como una persona extraña, lo cual, afortunadamente, cae dentro de la normalidad.
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