Una foto aleatoria

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Una frase aleatoria

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martes, 26 de mayo de 2009

Inventario

En ese inventario de frases que mencioné el otro día, tengo algunas que hablan de lo mismo aunque de manera inconexa. Como en un dejà vu, a veces las encuentro en la mitad de un texto y me recuerdan a otro, y entonces rebusco por ahí para localizarlas. Algunas hablan de lugares, otras de emociones, otras de momentos, otras de lo que pudo ser.

Con 80 o 90 años de diferencia, me topo en El árbol de la ciencia y en Mañana en la batalla piensa en mí con sendas referencias al Cuartel de la Montaña, que estuvo en Madrid: «Se veía desde allí Guadarrama entre dos casas altas; hacia el oeste, el tejado del Cuartel de la Montaña»; «En Rosales estuvo el Cuartel de la Montaña, donde se combatió ferozmente al tercer día de nuestra guerra. Ahora hay allí un templo egipcio».

En estas páginas, en algunas ocasiones he reproducido fragmentos de Antonio Muñoz Molina, autor de Beltenebros o El invierno en Lisboa, novelas de principios contundentes, que invitan a seguirlas, y cuyos pasajes describen con intensidad atmósferas turbias y oscuras, de matones y asesinos, de perdedores, de tugurios y de entornos portuarios, personajes y situaciones quizá anheladas por su propio autor, que ha estado dirigiendo durante años el Instituto Cervantes en Nueva York, pero que no por vivir en ese entorno urbanita ha tenido que dejar de soñar con ponerse en pieles distintas y en peores circunstancias.

De hecho, la semana pasada escribía en un periódico: «Cuando uno es joven se imagina porvenires diversos. Se va haciendo mayor y lo que imagina son pasados posibles. Con los porvenires que ya no van a ser y los pasados que pudieron haber sido algunas veces se inventan novelas». A estos sueños futuros o pretéritos hace también referencia, aunque de otra manera, Paulo Coelho, a quien también cité aquí, y que habla en El Alquimista de la “leyenda personal”, que es «aquello que siempre deseaste hacer. Al comienzo de la juventud todo se ve claro y posible, pero a medida que el tiempo va pasando, una misteriosa fuerza impide realizar la leyenda personal». Uno, entonces, puede desear e incluso tener mil vidas, y se da el caso a veces de que alguno llega a tener más de una, que puede vivir simultáneamente: «Me dijeron su nombre, el auténtico, y también algunos de los nombres falsos que había usado a lo largo de su vida secreta»;  pero ordinariamente desempeña el papel que le ha tocado o en el que se ha embutido y disimula el real, como un tal David Gallego, que hace tiempo escribía así de sí mismo en un foro literario: «Resistí el impulso de dar varias vueltas por la puerta giratoria de la entrada, no me fueran a tomar por lo que soy» (recuérdese el antiguo edificio de Correos, en la calle Toledo, con su puerta giratoria de madera antigua, que había que cruzar educadamente, sin caer en la tentación de atravesarla de seguido una o dos veces).

Nos resistimos a envejecer («Ranz, mi padre, me lleva treinta y cinco años, pero nunca ha sido viejo, ni siquiera ahora. Lleva toda una vida aplazando ese estado, dejándolo para más adelante o acaso desentendiéndose de él», escribe Javier Marías), aunque a veces, sobre todo de niños, queramos avanzar en el tiempo y ser pronto mayores («La vida siempre estaba un poco más allá de donde él estuviera», dice Luis Landero), para que luego de mayor haya quien evoque con añoranza los años felices de la infancia: de uno de los personajes de “El amor en los tiempos del cólera”, sabedor de las trampas que encierra ese deseo infanto-juvenil de crecer pronto, García Márquez escribe: «Le habló al alcalde de la conveniencia de comprar el archivo de placas fotográficas para conservar las imágenes de una generación que acaso no volviera a ser feliz fuera de sus retratos».

De todos modos, «¿Qué tal si hablamos de otra cosa? No creo que el mundo vaya a cambiar por lo que podamos decir aquí», escribe Gustavo Martín Garzo.

martes, 12 de mayo de 2009

Fe de erratas


Hace poco comenzaron muy de mañana a llamar a casa. Como no suelo madrugar, atendí de mala gana a mi primer interlocutor, que me expresó compungido su pésame por mi propia muerte. Le seguí la corriente, pensando que se trataba de un bromista, y me hice pasar por un familiar de mí mismo. Improvisé para él las circunstancias inesperadas de mi óbito («ya ves», le dije, «tan joven y sin ningún problema de salud; ahora dentro de poco se iba de viaje a Boston»; «no somos nadie», afirmó él) y, leyéndome en el periódico el lugar y la hora de mi funeral inminente, me pidió que le confirmase que, en efecto, sería en ese sitio y en ese momento que se había anunciado. Colgué afligido el teléfono, me senté en la cama y, enseguida, llamó otro conocido para expresar su pesar por mi pérdida y excusar su presencia en el entierro, pues mi fallecimiento lo había sorprendido fuera de la ciudad. Durante una tercera conversación llamaron al timbre: ya me habían dicho que, actualmente, recibir un telegrama es casi equivalente a recibir el testimonio de una condolencia y, en efecto, abrí al cartero, que me trajo a casa unos cuantos despachos de amigos y conocidos que lamentaban mi pérdida: «Vista esquela en el periódico transmitimos gran pesar STOP Abrazos desde Pontevedra».

Deduje entonces que la noticia había debido de publicarse en algún diario nacional, por lo que me atusé con unas gafas oscuras, y con una peluca de cabello natural y la barba de capitán pirata que me pongo en carnaval, y salí al quiosco. Compré todos los periódicos nacionales y revisé sus secciones necrológicas, hallando la mía en uno de ellos. Equivocada, que yo supiera, porque «pienso, luego existo», dijo Descartes, y o bien yo me encontraba en un momento intermedio en el que mi alma se separaba de mi cuerpo pero pudiendo intervenir todavía en el mundo tangible, o bien los duendes de imprenta habían trastocado mi nombre en la rotativa.

Asistí a mi funeral una hora después, y encontré la iglesia inusualmente llena, incluso para una ceremonia de despedida de alguien que fuera muy conocido, porque estaban allí los allegados del muerto y también los míos. A su término, desfilamos ante el altar, rodeando mi ataúd, y yo también saludé con la cabeza a mis familiares postizos, y anhelé por un momento contar con una familia que me quisiera tanto como al difunto auténtico. Después, a la salida de la iglesia, mis mejores amigos hacían chistes y reían en corrillos. «Era un poco patán», dijo uno de ellos.


(Publicado en El Día)

miércoles, 6 de mayo de 2009

Luarna


 Una vez le oí decir a la hija de Pepe Isbert, ese pequeño gran actor que rezumaba humildad en todos sus papeles, que “la felicidad no consiste en realizar los ideales, sino en idealizar las realidades”. Apunté la frase en un cuaderno que actualizo cuando encuentro una frase que, en el contexto en el que la leo o la escucho, me parece que encierra algún tipo de conocimiento o enseñanza. Tengo frases de grandes escritores, algunas de las cuales he ido dejando caer en estas cincuenta y seis columnas que llevo aquí escritas a fecha de hoy, y tengo otras encontradas en la calle en alguna pared, y otra incluso que hallé escrita a rotulador en el interior de la puerta del cuarto de baño del bar Cripta y Villa, hace muchos años, y que ya es extemporánea porque hacía referencia a la obligatoriedad de la mili y del servicio civil sustitutorio y que, precisamente por este anacronismo, no tendré oportunidad de reproducir en estas páginas porque ya no existe la exigencia de presentarse a cierta edad en la caja de reclutas, ni de pedir prórrogas por estudios u otras circunstancias, ni de hacer ese primer viaje fuera del nido paterno que tan bien nos venía: «Ni civil ni militar, el servicio p’a cagar», había escrito su autor, añadiendo entre la “pe” y la “a” el apóstrofo y todo. 

Volviendo a la frase inicial de la señora o señorita Isbert, ocurre que la actitud de uno es en efecto decisiva para afrontar lo que a uno le va viniendo. Durante años he formado parte del jurado de un certamen literario de relato breve que se organiza en la universidad, y he descubierto con asombro que hay mucha gente que escribe, personas que, como dice Aline Petterson, una escritora mexicana, viven con su creación literaria aventuras en otros mundos además de en el suyo. “Escribir es vivir”, dijo José Luis Sampedro, y así lo creo y, como tanta gente, también escribo yo ocasionalmente, habitando en el mundo de la ficción. No sé si fue Balzac el que lloró cuando, en las últimas páginas de una de sus novelas, describió la muerte de uno de los personajes que le había acompañado durante meses de escritura. 

En la mayoría de los casos, los textos que uno escribe no tienen otro destinatario que los familiares más próximos o los amigos más íntimos, o los anónimos miembros de los jurados literarios, que dejan sin premiar lo que normalmente uno considera que es bueno, aunque luego descubre que lo del premiado es mejor, porque hay gente que escribe muy pero que muy bien. Se escribe, por tanto, con la sapiencia de que se compartirá con poca gente el mundo inventado, aunque siempre existe el deseo de vivir del cuento, de vivir de la escritura. Reconforta, sin embargo, la posibilidad de que un tercero y desconocido te lea, de dejar el texto en un sitio y que venga alguien y lo tome y lo disfrute. 

Ahora, en plena crisis, Antonio Quirós, responsable de una empresa del ramo informático, ha creado Luarna.com, una editorial digital, que vende por Internet narrativa y textos informáticos especializados. A través de un amigo común nos pusimos en contacto; le envié “Fuera de ningún sitio”, una novela que tengo en el cajón (realmente una metáfora del disco duro) y, poco tiempo después, me contestó con un correo electrónico en el que se mostraba encantado de incluirla en su fondo editorial. Alguien, además, le había realizado algunas correcciones, había resaltado alguna frase inacabada y detectado alguna incongruencia (como utilizar el nombre de un personaje cuando en el contexto se hablaba de otro). Ahora parece que, como Umbral, “he venido aquí a hablar de mi libro”, y acaso es así, pero a la mata que salto es a la de las iniciativas sencillas, como ésta, que hacen uso de las nuevas tecnologías para entrar en una línea de negocio y crecimiento no muy explorada, como la edición digital. Luarna no vende libros en papel, sino que envía de inmediato al comprador la obra comprada en un fichero electrónico, que puede ser leída en el ordenador o en otro dispositivo ad hoc, reduciendo los costes de producción y de adquisición, y haciendo frente, con el bajo precio de venta al público, al pirateo y a las copias cuya legalidad hay quien cuestiona. 

Luarna confía, por un lado, en la calidad del producto que ofrece, que pasa un filtro previo de revisión antes de ponerlo a la venta (no es, entonces, una imprenta bajo demanda, como Lulú.com), pero también en la eclosión que ha de llegar de los e-readers, “portalibros” de tecnología de tinta electrónica que aun no se han implantado demasiado en España, pero de los cuales sí se han vendido cientos de miles de unidades en otros países. 

(Publicado en El Día)