Durante estos días en Montevideo he utilizado alguna vez el “viejo truco para espera al Circular” que me enseñó una vez mi compañero Juan Pablo: “Cuando veas que el autobús no viene te enciendes un cigarro, y antes de la tercera chupada lo verás aparecer doblando la esquina o surgir desde el rasante”. El transporte público en esta ciudad funciona muy bien, aunque a veces demore un poquito de más la espera al autobús, pero el truco funciona. «¿Coge usted por Ejido?», le pregunto al chófer del 116 antes de subir, y él se ríe bastante: «Cojo donde y cuando puedo», me dice. «Sí», prosigue, «voy por Canelones y luego doblo por ahí». Subo entonces al “ómnibus” que me llevará a mi destino y, en algún momento del recorrido, un joven le ofrece su asiento, contiguo al mío, a una señora de mediana edad, tal vez de unos cincuenta años o tal vez un poco menos: «Siéntese, anciana», le dice, y la mujer se molesta y no se quiere sentar. «Que no, señora, que es broma, que es que me bajo en la siguiente cuadra». Ella no se ríe, no obstante, dolida como está por la broma sin gusto, y el asiento permanece vacío hasta que vuelven a subir pasajeros en la siguiente parada.
«Cuarenta años sin pasar a octavos», dice todo el mundo en referencia al Mundial, y muchos repasan las gestas de su selección cuando fue campeona del mundo en los años 30 y 50 del siglo pasado. En lo tocante al fútbol y a los partidos de nuestra Selección o de cualquier otra, creo que todos nos sugestionamos con nuestro pequeño poder de influencia para conseguir que la Roja gane cada partido y llegue poco a poco a la final. Nuestra superstición nos hace, por ejemplo, mantener en el sofá de nuestra casa la misma postura que tuvimos hace unos minutos, cuando estuvimos a punto de marcar un gol, durante el segundo ataque, para ver si la jugada se repite ahora terminando con el balón entre las redes; nos hace dar o no dar un trago a la cerveza en el segundo penalti en función de lo que hicimos en el anterior, o continuar viéndolo de pie o sentado: si lo fallamos y bebíamos sentados, ahora no bebemos y nos ponemos de pie; si lo acertamos y la copa o la lata estaba sobre la mesa, ahí volvemos a dejarla y no volveremos a beber de ella hasta que termine la tanda de desempate.
Vi ayer viernes el partido que clasificó a Uruguay frente a Ghana para semifinales en la Plaza de la Independencia, atestado de gente este lugar que es casi la puerta de la Ciudad Vieja, en una pantalla gigante, con el volumen de la locución suficientemente alto como para que llegase al último aficionado que se encontraba allá lejos, muy lejos, casi en el otro extremo de la avenida. El relator de la televisión hablaba del poder del corazón celeste y pedía a veces a la afición que hiciese llegar su energía a los jugadores, que se encontraban tan lejos, y tan ajenos probablemente, por su concentración extrema durante el partido, a los gritos y vítores de su pueblo. La nueva mano de dios del uruguayo Suárez y la cartulina colorada que le mostró el árbitro cuando este delantero detuvo el balón en la misma línea de meta fueron celebradísimas, igual que el balón que el jugador ghanés estrelló en el larguero al tirar el penalti: «Nunca una tarjeta roja dio tanta alegría», decía hoy un periódico de acá.
La ciudad se ha venido parando durante cada partido y, después de cada uno, con cada triunfo, las calles se han llenado de gente con banderas y las caras pintadas, de coches apurando sus bocinas durante horas. «Uruguay, ya habéis cumplido», dicen en la prensa y en una especie de afiches que alguien ofrecía en la plaza durante el partido sin vender ninguno: quizá este vendedor haga su agosto el domingo que viene, cuando este país acogedor pierda con España en la final del campeonato.
(Lástima, escribo hoy, 6 de julio, horas después del partido en que Holanda ha eliminado a Uruguay. Al final tendremos que vernos las caras en la final contra los Países Bajos).
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