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martes, 27 de julio de 2010

Viaje imaginario



Decía el portugués Almeida Garret que los libros hay que leerlos en su contexto. Para prepararme para los contextos que me han esperado en varias ocasiones, he leído a Paul Bowles antes de viajar a Egipto y a sus desiertos de arena; a Paulina Chiziane antes de visitar Mozambique; a Mario Benedetti y a Francisco Espínola antes de Uruguay; a Carlos Fuentes cuando estuve en México; a Vargas Llosa cuando fui al Perú; releí a Paulo Coelho y a José de Mesquita antes de venir a Brasil, país en el que vivo desde hace cinco años.

Antes del viaje a la India, que hice con mi novio Martín hace algunos años, apenas tuve tiempo de leer a Rabindranath Tagore o a Gandhi, porque tuve mucho trabajo y algunos asuntos personales que resolver de mi familia en España, hasta la víspera misma de salir de viaje.

Estuvimos cerca de un mes por aquel país singular, con tantas lenguas y religiones, sus castas, sus vacas sagradas y sus templos y sus pobres por las calles y los baños en el Ganges. Estuvimos tres días en la ciudad de Deshnoke, en donde se encuentra el Templo de Karni Mata, al que los turistas y viajeros llaman el Templo de las Ratas, porque en él viven miles de ratas mimadas por la gente, a las que llevan alimento a diario, porque son miles de reencarnaciones de los sadhu, el clan de Karni Mata. Hay que descalzarse al pasar, por lo que Martín y yo dejamos nuestros zapatos en un lugar preparado a ese efecto y pasamos a su interior con los calcetines puestos.

Se camina sobre excrementos de rata: unos están frescos y te empapan poco a poco los calcetines; otros, añejos y desmenuzados, se van colando e introduciendo por entre las costuras; otros, recientes y secos por el calor que les saca la humedad, van sonando al pisar. Mientras, las ratas caminan con libertad entre los pies de una, se agrupan en torno a recipientes circulares para beber la leche que los creyentes les llevan para venerarlas, se suben a las rejas y se frotan las manos mirando con descaro al turista, se cuelan por las rendijas y los agujeros que han excavado durante tantos años.

Tuve que salirme y volverme al hotel. Martín se quedó allí, no sé si verdaderamente disfrutando o sometiéndose a una sesión masoquista, a una especie de curación por inmersión al miedo y al rechazo a los roedores. Ya en la habitación, saqué de la maleta Las Piedras Hambrientas, uno de los libros de Rabindranath Tagore que había traducido maravillosamente Zanobia Camprubí, la esposa de Juan Ramón Jiménez, y que no había podido empezar a leer. Bajé al patio del hotel, ocupé una silla de la terraza y pedí, al camarero hindú que llevaba una bonita chalina enrollada en su cabeza, una bebida alcohólica fuerte que me desinfectase por dentro. Encendí un cigarro liado de tabaco indio y comencé el libro. El autor, con el mérito de su traductora, elimina de una esa sensación de asco que hacía una hora me había invadido y acompañado hasta el hotel.

Cuando Martín llegó y me vio desde la cristalera del lobby se acercó a mí directamente, sin pasar por la habitación para darse una ducha, como yo sí había hecho, frotándome con el lado rugoso de la esponja con la misma aprensión del que se aparta a manotazos una invasión de cucarachas. No sé si realmente él olía, pero penetró hasta mis entrañas un hedor profundo que sentí que me ensuciaba de nuevo. Me besó sonriendo, y bebí un trago grande con el deseo de limpiarme otra vez. Martín me dijo algo, no sé qué fue, porque la sensación de repugnancia que me transmitía su presencia me impedía escucharlo. Llevé otra vez nuevamente los ojos a mi lectura: seguí sintiendo asco por fuera, pero oro por dentro.

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