La noche del sábado heredó la neblina que había cubierto Ciudad Real por la tarde. La noche estuvo fresca pero no fría, y esa temperatura agradable, las luces de las farolas y de los coches difuminadas por lo nebuloso, invitaban tanto a quedarse en casa como a salir a la calle a dar un paseo. Ocurre lo mismo con la oscuridad repentina de esta época, con sus anocheceres tan prematuros, que a las siete no se ve ya nada mientras que en verano suenan a esa misma hora los clarines para que salga de chiqueros el primer morlaco, encendiéndose los focos que rodean la plaza sólo cuando sale al albero algún toro inválido y, decidida ya por el presidente su vuelta a los corrales, el animal se hace el remolón y no sigue a los cabestros, retrasando la lidia, postergando el final de la corrida hasta que el sol empieza a estar demasiado bajo como para seguir iluminando el coso. Ocurre lo mismo, decía, con la oscuridad repentina y tempranera de estos meses: uno, ahora, se queda en casa con la calefacción encendida y se asoma a la ventana y toca el cristal para valorar con sus dedos el frío exterior y el calor interior y reconfortarse, aunque a veces añore salir afuera y sentir en la cara el rasque helado del invierno.
Así que el sábado me quedé en casa al abrigo de sus paredes y del gas natural que viene de Argelia, y luego me salí a la calle al abrigo del frío y de la humedad. Revisité o revisioné o simplemente reví Los peores años de nuestra vida, una película española de los años noventa que en su momento me gustó mucho. Uno de los personajes, que hace de Tristán, un profesor de pintura, es un divulgador científico con pelo largo y cano y con barba blanca que a veces salía en tertulias digamos que algo más cultas que las de Sálvame; no era Punset (que no tiene barba), ni Manuel Toharia (que no tiene pelo), así que busqué por la curiosidad la ficha de la película y, después, datos acerca de Antonio López Campillo (Algeciras, 1925), que es como se llama este «científico e intelectual español». Me llamó la atención uno de sus libros, Curso acelerado de ateísmo (escrito junto a Juan Ignacio Ferreras), así que puse su título por ahí en el buscador habitual y enseguida lo encontré.
A lo largo de sus 30 páginas, los autores, con gran respeto, tratan de enfrentar argumentos de razón a argumentos de fe, y no con el objetivo demostrar que dios (con minúscula, pues se refieren a cualquier deidad y no sólo a Dios) no existe, sino mostrando que el pensamiento científico y racional impide asumir como cierta la existencia de un ser superior de características divinas a quien nadie ha visto y de cuya existencia se han tratado de dar multitud de pruebas: se han dado tantas, dicen los autores, porque ninguna es concluyente. No puede demostrarse la existencia de dios, como tampoco puede demostrarse su inexistencia, porque —afirman los autores— es imposible demostrar la inexistencia de algo. Por eso, dicen, a la pregunta de si ¿existe dios?, «el deísta dirá que sí, que cree en dios, y el ateo dirá: “no lo sé, pero creo que no”».
Una de las cosas buenas de la prensa de provincias (este post se publica también en El Día de Ciudad Real) es la variedad de opiniones de sus columnistas, que no están uniformados ni seleccionados de acuerdo a la línea editorial de su diario. En estas mismas páginas se leen con frecuencia opiniones de otros compañeros sustentadas en su fe, referentes sobre todo a temas polémicos sobre familia, aborto o matrimonio. «Antes de seguir adelante», escriben los autores en alguna página, «una pequeña precisión: no es necesario creer en dios para dar de comer al hambriento».
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