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lunes, 28 de febrero de 2011

El cajón de lo todo

En todas las casas hay un cajón de «lo todo», en el que se va dejando todo aquello que no tiene un lugar natural para ser guardado. En casa de mi amigo Neno era un cajón grande con ruedas que estaba escondido debajo de la cama y se sacaba tirando. En él había pilas a mitad de carga, bolígrafos casi sin tinta, lapiceros sin punta, no sé si alguna factura, garantías ya vencidas de aparatos electrodomésticos, clips sujetapapeles que habían perdido su forma, tubos de pegamento Imedio ya secos e imposibles de abrir y de usar, clicks de Famóbil sin pelo y con los brazos ya sin sujeción que giraban libremente, airgam boys sin manos, manos sueltas de airgam boys y pelucas de clicks, unos cascos en los que sólo funcionaba el auricular derecho, ladrones y adaptadores varios para tipos diversos de enchufes, una calculadora sin pilas que podría funcionar con las pilas a mitad de carga que había a su lado.

En otras casas, el cajón de lo todo está en un mueble del salón o la cocina, o en la terracilla, o son varias las ubicaciones de esos despojos de los que no llega el momento de desprenderse y que, cuando al final llega, uno no sabe el color del contenedor al que debe tirarlos, y entonces decide no hacer el esfuerzo de recogerlos y decide continuar conservándolos hasta que se vea forzado a separarse de ellos por una mudanza o una asfixiante necesidad de espacio. Pero, según se dispone de más espacio, más grande se hace el cajón de lo todo, y la habitación en la que se guardan la bicicleta, la caja de herramientas y, a lo mejor, las mantas del invierno convenientemente embolsadas al vacío y protegidas de las polillas con naftalina, se convierte en un trastero en el que se termina guardando la cuna desmontada del bebé, una lámpara oxidada de tubos fluorescentes que no volveremos a usar nunca, las baldosas que compramos de más cuando hicimos la obra por si alguna vez se nos rompe alguna, una estantería barata de listones de pino que sustituimos por una librería mejor.

En cierto modo, las personas tenemos en nuestra cabeza un gran cajón de lo todo, cuya capacidad aumenta, quizá, con el número de vivencias. En nuestro cajón de lo todo almacenamos los recuerdos buenos y malos, nuestras experiencias, y cuantas más tenemos más se incrementa su volumen y más llenamos la memoria con trastos viejos que a veces pueden ser inútiles, pero que están ahí acumulándose, mezclándose de manera confusa; recuerdos que el paso del tiempo, al igual que le hace a la vieja lámpara de tubos fluorescentes, va oxidando y desvirtuando del contexto auténtico en que acontecieron, mezclándolos con otros episodios que no sabemos si sucedieron antes o después, combinando realidades con ficciones e invenciones, generando imágenes falsas de la realidad que sucedió: Javier Cercas, en el libro «Anatomía de un instante», cuenta que mucha gente recuerda que vio en directo en televisión la entrada de Tejero, pistola en mano, al Congreso de los Diputados: bien, pues esas imágenes nunca se transmitieron en directo.

Hace unos años, Carlos Cezón prologó el libro «Echando un cigarro. Pensamientos», del escritor ciudadrealeño Fernando Martínez Valencia. El prologuista escribía que «Un libro de pensamientos es un libro de despojos». El libro, negro y con una pensamiento breve en el centro de cada una de sus páginas, es como un pequeño cajón de lo todo.

2 comentarios:

  1. Mi cajón de lo todo está en el salón.
    ¿Tú tienes ya en tu nuevo hogar? ;)

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  2. y para el mismo cajon de lo todo... escribirmos para olvidar :)


    Kats

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