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jueves, 9 de octubre de 2008

Las reglas del juego

Según la página web del Comité Olímpico Español, “el Olimpismo es una filosofía de vida, que combina las cualidades del cuerpo, la voluntad y el espíritu, con el objetivo de poner siempre el deporte al servicio del desarrollo armónico del hombre y la sociedad. Son valores esenciales del mismo el esfuerzo, la función educativa del deporte y el respeto por los principios éticos fundamentales”. Esta definición resume, básicamente, el denominado “espíritu olímpico”, que tan frágil y amenazado parece, a tenor de las prohibiciones un tanto absurdas que, como la de mantener silencio en cuanto a política o religión, se imponen a los atletas que han concurrido a los Juegos de China.

La libertad de expresión, sin embargo, es un derecho fundamental de todos los países socialmente avanzados, como el nuestro, que lo recoge en el artículo 20 de la Constitución, y que no puede, al menos en nuestro caso, ser restringido: una comunidad autónoma, un ayuntamiento o una asociación de vecinos no pueden dictar una norma que la prohíba. Así pues, los mencionados “principios éticos fundamentales” (en cuya defensa irían las opiniones que se han querido evitar), valor esencial del espíritu olímpico, quedan como agua de borrajas al impedir a los deportistas, que antes que esto son ciudadanos, poder expresar su opinión de lo que les plazca. A nuestro Gobierno, sin embargo, esta prohibición no le pareció mal, y le otorgó su beneplácito por boca de su vicepresidenta, que sugirió a los deportistas el respeto a “las normas de la familia olímpica”. Quizá puede pensarse que la Constitución, a la cual Fernández de la Vega prometió fidelidad cuando tomó posesión de su cargo, deja de tener efecto más allá del territorio de España (existe en Derecho el “Principio de Territorialidad”, que no sé si es aplicable en este caso); sin embargo, la libertad de expresión es también el 19º derecho de la Declaración Universal de Derechos Humanos, aprobada por la ONU en 1948.

La ONU es otro organismo de reglas extrañas, como esa del derecho de veto, reservado en su Consejo de Seguridad a Estados Unidos, Rusia, China, Francia y Reino Unido, que, victoriosos y recrecidos tras la 2ª Guerra Mundial, se reunieron y, con la sonrisa inevitable del poderoso, se arrogaron la capacidad de partir el bacalao de esta manera, atribuyéndose el poder de echar por tierra cualquier resolución, aunque resulte justa. Su breve historia está llena de resoluciones unánimemente aprobadas y nunca cumplidas, y de otras vetadas por razones que nada tienen que ver con el propio texto de la resolución.

Algo parecido ocurre año tras año en nuestro Parlamento cuando algún grupo minoritario, normalmente nacionalista, bloquea la aprobación de una ley que nada tiene que ver con la economía, a menos que el Estado conceda más dinero a su autonomía o región o nación; o cuando la oposición, sea del signo que sea y gobierne quien gobierne, se opone a ley de Presupuestos sin haber tenido tiempo para echarles un vistazo.

Como decía Groucho Marx, uno no debería ingresar en un club que lo admita como socio. Aunque, a estas alturas, uno es un hombre muy difícil de sorprender. ¡Ups, un coche azul! (Homer Simpson).

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