«El mayor número de denuncias se produjo en los primeros meses después de acabar la guerra, debido en gran parte al deseo contenido de venganza. A medida que pasaba el tiempo fueron reduciéndose. La gente prefería ir olvidando los horribles recuerdos de la guerra». (Francisco Alía Miranda, en “La Guerra Civil en Retaguardia, Ciudad Real (1936-1939)”, Biblioteca de Autores Manchegos, Ciudad Real, 1994).
En el documentadísimo libro que cito arriba, el profesor de la UCLM Francisco Alía Miranda realiza una concienzuda exposición de los acontecimientos sucedidos antes, durante y después de la guerra civil, salpicando el rigor de su relato con no pocas anécdotas, algunas de ellas obtenidas en conversaciones con testigos o protagonistas. El Fiscal Instructor de la Causa en Ciudad Real, citado por el historiador, cifra en 2.265 el número de “víctimas de la represión republicana” durante la guerra; en el capítulo 11, dedicado a los primeros tiempos de la posguerra, el número de ejecutados en nuestra provincia asciende, según otras fuentes, a 2.263. Se trata, como se observa, de un tristísimo empate técnico entre ambos bandos, dos muertos arriba, dos muertos abajo, pero que vuelve ahora a venir a colación por la solicitud que el juez Garzón ha realizado a diversas instituciones, con el fin de recabar información que le permita determinar si es o no competente para investigar el paradero de varios miles de desaparecidos y, tal vez, abrir una causa por genocidio.
En un telediario nocturno que acabo de ver han contado la sencilla historia de Matías, un señor de 81 años cuyo padre fue fusilado en las tapias del cementerio de su pueblo de Aragón, creo que ante él mismo. Contaba Matías que él mismo era consolado por Roque, el alguacil, que le decía “No llores más, que no te han quitao tanto”. Si pregunto a un conocido, me cuenta la historia casi cabal, pero en la que los bandos del verdugo y de la víctima aparecen intercambiados.
Hace dos años, cuando se produjo el fenómeno de la “guerra de las esquelas”, el relato que se contaba también era el mismo, pero cambiaban los desgraciados protagonistas, que eran hordas o sublevados dependiendo del diario que publicase la esquela; alguno de los textos era tan exhaustivo que casi daba el nombre y domicilio de los descendientes actuales de quien chivó el paradero de algún ajusticiado, como en una incitación para ir y lincharlo.
Reaparece y vuelve el fantasma de las dos españas, buenos y malos, resentimientos, sucesos repetidos de lesa humanidad, atisbos del odio que la mayoría no hemos conocido y que la mayor parte de los más mayores habían conseguido dejar, como un proceso informático secundario, ahí apartado en modo background. Desde el punto de vista del sentido más práctico, tiene poca razón el reabrir las tumbas, porque supone reabrir las cicatrices, cuyo color ya casi se confundía, setenta años después, con el color de la piel del campo. Es legítimo, sin embargo, que uno considere que no las tiene cerradas, y conocer, para quien así lo quiera, la ubicación de los restos de su hermano, de su padre, de su madre. El Estado actual, como institución atemporal, como cuerpo burocrático de funcionarios que se jubilan y se van renovando sin solución de continuidad y mande quien mande, es el heredero del que gestionó la República y después las dos zonas y más tarde la Una-Grande-y-Libre. Es una institución continua, fija, responsable de sus actos; como el estado alemán, que ha pedido perdón y que está compensando a las víctimas del nazismo; o el vaticano, que ha reconocido garrafales errores humanos que se pensaron divinos. El Estado español, supeditado a la sazón a las leyes marciales dictadas por autoridades enemigas y contrarias, una legítima y otra golpista, debe colaborar con quien desee dar una digna sepultura a sus muertos.
A ver si, en breve, Franco y Azaña nos suenen igual que Carlomagno y Pelayo, así de lejanos, así de olvidados.
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