Una foto aleatoria

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Una frase aleatoria

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martes, 2 de septiembre de 2008

Ha muerto mi biógrafo

Cuando estuve con mi larga enfermedad, mi biógrafo acudió a mi lecho hospitalario y me mostró el texto que había compuesto para la necrológica que publicaría en el periódico. Los médicos no me daban más que unas pocas semanas, pero como yo siempre había perseverado en la idea de que uno puedo prolongar cuanto quiera el momento de su muerte sin más que desear que no se agote la vida (es decir, sin pensar ni pronunciar el “ya” definitivo, sin dejar que el agotamiento nos cierre los ojos con el convencimiento de que no volveremos a abrirlos), me mantuve durante meses en el último trance, más para allá que para acá, pero con un pie aquí, consiguiendo que se extinguiese, por su propia naturaleza finita, la enfermedad que me acechaba. Así, un día me encontré totalmente recuperado y sin la necesidad de recibir en mi vena la medicación que me había ayudado a mantenerme consciente, y me desenchufé la vía del goteo y me puse de pie.

—Doctor —le dije a mi médico—, me marcho a casa.

Pasados los años, conservo en mi archivo el papel ya amarillento con aquel texto al que di el visto bueno, y que estuvo varios días, acechando a que yo expirase, a la espera de ser engullido por la rotativa del periódico. Mi biógrafo, cincuenta años más joven que yo, relataba mis correrías (que yo había inventado para él cuando, al poco de de dejar su adolescencia, se acercó a la Plaza del Pilar para preguntarnos con curiosidad a unos cuantos jubilados, últimos testigos del pasado reciente que a él le interesaba, y que allí entreteníamos las mañanas) en la retaguardia y en la resistencia, mis labores de espionaje, mi posterior captura, las dos condenas a muerte que se me impusieron en juicio sumario, mi ingreso en un campo de concentración y mi posterior fuga, el regreso a mi país mucho tiempo después y el reconocimiento que se me dio como intelectual exiliado. Me convertí para él, de este modo, en un personaje novelable, destacable, mencionable, pequeño héroe local. En sus últimas líneas, el texto da una descripción de mis días finales en ese hospital, con una zona pendiente de ser rellenada con la fecha de mi muerte que no llegaba.

Con mi afán de vivir, su vida ha quedado circunscrita a unos paréntesis que se abren y se cierran dentro de la mía, que la ha acotado por arriba y por abajo, pero también a la de sus hijos y a la de sus nietos, a los que he sobrevivido. Tan anciano soy, que mi cuerpo y mis neuronas no sabían ya cómo continuar envejeciendo, y mi pelo ha vuelto a ser negro y a crecer fuerte, mi tez ha recuperado el brillo y el lustre; mi rostro, el vello moreno, y tengo ahora una novia joven a la que contento.

Hace tanto tiempo que murió ese chico que ya nadie recuerda los hechos históricos que acontecieron en su época, por lo que puedo tergiversarlos y decir que gobernaba tal hombre cuando lo que hubo fue anarquía, o que cayó tal muro cuando lo que pasó es que se levantó este otro. He mandado al periódico el texto que él confeccionó para mi memoria relatando mis mentiras, pero lo he adaptado a él, colocando su nombre y sus dos apellidos, y en él destaco las anécdotas y virtudes que él me atribuyó sin corresponderme. Está fuera de fecha, pero lo he escrito como una esquela de recuerdo, y al final ruego una oración por su alma en su centésimo aniversario.

Palabras que nos transportan

Nuestro idioma, como todos, tiene una serie de palabras que pueden retrotraernos a momentos remotos de nuestra existencia, bien por la lejanía del tiempo que evocan, bien por lo escondido del pensamiento que nos recuerdan. Son palabras plásticas, muchas de ellas esdrújulas, que nombran por lo general elementos intangibles, sin los que puede vivirse, y que por ello han debido de ser sin duda creadas en momentos de bonanza.

Una de ellas es “remoto”, que se acaba de nombrar, y que nos lleva, cuando la encontramos en un libro, a otros sitios y momentos, distintos del lugar o el instante descrito en el pasaje en el que se encuentra impresa. “Recóndito” y “exótico” no aparecen como sinónimos en los diccionarios, pero despiertan en nosotros el recuerdo imposible del viaje a ese sitio que no ha tenido lugar, o la imagen de una película en un lugar “romántico”.

Hay otras palabras que representan palabras, como “sinónimo”, que tiene a “antónimo” como antónimo; “apócope”, imposible de acortar; “palíndromo”, que es una frase o palabra que se lee igual de izquierda a derecha que de derecha a izquierda, como “Ana” o “Anilina”, y que no tiene en sus posiciones dos letras que coincidan respecto a su centro, siendo un claro contraejemplo de lo que ella misma es; como “anagrama”, que es una palabra cuyas letras, colocadas en otro orden, dan lugar a otra palabra, como “amor”, que da lugar a “Roma” y a la viceversa, siendo palíndromo el “Amor a Roma”.

También hay palabras innaturales, como “innatural”, que pensé que me había inventado pero que sin embargo existe, o “cederrón”, que entró en el diccionario con existencia efímera por no escribir “CD-ROM”: habría que poner hoy “pen-drive”, “uesebé”, “pincho” o “bellota” (también se las llama así a esas pequeñas memorias que hoy tiene todo el mundo), y palabras capadas, que nos alejan de ellas mismas, como “Yaz”, versión castellana del “Jazz” de Duke Ellington, que por la misma causa habría de ser de Diuk Élinton.

“Alevosía”, la toma de precauciones para no ser descubierto en la comisión de un delito, y con la que todos habremos actuado en más de una ocasión, siempre necesaria para no dar con los huesos en la cárcel, la media en la cara para no ser reconocido, la mano de la estantería al bolsillo cuando la cámara no mira, la condena luego aumentada por este agravante, por haberse curado el delincuente en salud. “Ideal”, como ese café que había entre el Pilar y General Aguilera; “desnuda”, esa mujer morena cuya piel se confunde con la arena del desierto en la que descansa; “frescura” cuando ella se sumerge en el oasis con palmeras y la observa un beduino desde la jiba de su dromedario, sujetando un fusil antiguo, con una recámara de una sola bala.

“Esdrújula”, paradigmático ejemplo de sí misma, como “grave” o “llana”, no así como “aguda”, fina palabra grave sin gravedad alguna. “Polilla”, para llenar los jerséis con naftalina y despedir el invierno; “despedida”, para cerrar esta columna y recordar algún otro adiós con dolor o con alivio.

Publicado en El Día

Mi larga experiencia

En una novela que leí en mi juventud aparecía un personaje viajero, que había recorrido los cinco continentes y los siete mares, rondando siempre de acá para allá, codeándose con personalidades importantes y con los más humildes, y que había yacido en muchos lugares con mujeres de todas las razas. Acodados en la barra de un local, que desde el recuerdo imagino que debía de ser un café de intelectuales o quizás una taberna mísera, le contaba este resumen de su vida a otro personaje de la misma historia, y terminaba diciéndole que un catedrático amigo suyo le había sacado, a partir de esta biografía, quinientos años de experiencia. Yo, probablemente, acumulo mucha más.

Se trata de mis noches. Por la mañana despierto agotado, como si me hubieran dado una gran paliza, porque ocurre que cada vez que me acuesto y concilio el sueño y comienzo a soñar, paso las ocho horas viviendo e imaginando una vida completa, desde el nacimiento hasta la muerte, y suelen coincidir los pitidos de mi despertador con el momento en que expiro, a veces solo en una isla desierta en la que he pasado veinte años como un Robinsón Crusoe, a veces observado por una viuda y unos hijos que me han adorado durante cuarenta años.

Así, ocho horas me equivalen a una media de setenta años, con lo que cada hora que paso dormido me cunde como nueve años. El tiempo ordinario y consciente, durante la luz del día, me pasa entonces muy lento, y me aburre la vida, porque los expedientes que resuelvo en una sola jornada en el negociado en el que tengo mi plaza los tramito por las noches, cuando la casualidad me otorga el mismo trabajo, en cuestión de segundos.

En mis sueños suelo ser una persona corriente, un ciudadano normal, con una vida tan anodina y tan gris como la que desempeño de manera auténtica, pero he sido marino y aviador, centurión romano y gran estadista. A veces intento prolongar el sueño algunos minutos más, para ver a mi cadáver descomponerse, identificar en el velorio a los que me lloran, determinar qué personas acuden a mi entierro y qué otras no lo hacen, pero lo único que consigo es alargar el momento mismo de la muerte, con el sufrimiento que conlleva, el paseo por el túnel con la luz blanca al fondo y las paredes estampadas con las imágenes de la vida. Las retengo todas y las voy anotando, y también tengo almacenadas en cintas magnetofónicas las descripciones de tantos amigos y enemigos como he tenido, de los lugares que he visitado. En ocasiones me ocurre, en mi vida real, que me cruzo por la calle con algún hombre que se parece a otro al que he conocido durante las noches, y lo saludo con entusiasmo, e incluso le pregunto que qué tal lo suyo, que cómo resultó aquel asunto en el que me contó que se hallaba inmerso. La línea que separa la verdad de la mentira es, por tanto, delgada y difusa, y ya no estoy seguro de si la vida es sueño.

En alguna ocasión soñé también otra vida durante otro sueño: al dormirme soñé que nacía y crecía y, siendo ya maduro, me vi dormirme y comenzar a soñar otra vida completa. Sé que desperté de alguno de esos dos sueños, pero no sé si del más profundo o de aquel en el que me sumí desde la vida, y entonces ahora no sé si esto que escribo lo hago sobre un papel tangible, o sobre otro que desaparecerá cuando despierte.

«Contándole a un catedrático historiador el camino que llevo andado desde los valles a la ciudad, en esta misma taberna, ante testigos, me sacó quinientos años de experiencia». (Luis Landero, en Juegos de la Edad Tardía).

Publicado en El Día

INDUCCIÓN, GLOBALIZACIÓN Y ECONOMÍA

He adquirido recientemente un libro antiguo de rudimentos de matemáticas que perteneció al célebre filósofo Dietrich Forrester. Entre las páginas del capítulo dedicado a la demostración por inducción, el filósofo dejó una hoja de papel manuscrita en la que trata de demostrar que, para que algunos ciudadanos gocen de bienestar, es preciso que otros se encuentren más ahogados. Según veo en el libro, la inducción es una herramienta de uso muy frecuente en la matemática. Sus demostraciones tienen tres partes: el caso base, en el que debe probarse que lo que se quiere demostrar es cierto para el mínimo número de elementos; un caso genérico, en el que se formula la hipótesis de inducción para un número arbitrario (digamos n) de elementos; y un caso general, en el que se demuestra la hipótesis para n+1 elementos.
En su disertación, Forrester toma como caso base el de una población cerrada (es decir, sin comunicación con el exterior) de 2 individuos, en los cuales uno es rico y goza de bienestar, y el otro no. Por la propia naturaleza instintiva y de supervivencia del animal humano, el rico no querrá dejar de serlo; si, por algún azar, el pobre obtiene más riqueza e iguala su renta a la del rico, ninguno de los dos será realmente “rico”, pues para que uno lo sea ha de tener algún elemento, servicio u objeto que lo distinga (una casa de lujo, mucho dinero, etcétera). En la hipótesis de inducción, Forrester supone una población también cerrada de n individuos, algunos de los cuales son ricos y los otros no. El filósofo afirma que cada vez que uno de los individuos pobres ve incrementada su renta, disminuye la diferencia con los ricos, con lo que éstos diminuyen en cierto grado su riqueza. Forrester da esto por cierto, pues es la hipótesis; yo, como carezco de conocimientos matemáticos, me fío de su palabra y también lo asumo como auténtico. Para el caso general, Forrester añade un individuo rico a la población y, por una serie de razonamientos que sería prolijo describir, concluye que, en efecto, es necesario que haya pobres para que existan los ricos.
No tengo argumentos para aceptar o refutar las conclusiones del reputado pensador, pero relaciono su pensamiento con el bienestar que hemos tenido hasta hace poco y con las peores condiciones a las que empezamos a enfrentarnos. La población cerrada de la que habla Forrester bien puede ser la de nuestro planeta, los 6.500 millones de personas globalizados que la habitamos y sobrecargamos. El bienestar de Occidente y del Hemisferio Norte tenía como contrapartida la escasez de recursos y la pobreza de los más alejados, léase latinoamericanos, africanos y asiáticos. Cuando estos individuos, en la región pobre de la población de Forrester, comienzan a demandar recursos para obtener la riqueza a la que tienen derecho, la diferencia de nuestra renta con respecto a la suya decae, provocando que nos veamos más iguales a ellos, que tengamos que pagar más por comprar unos productos por los que ellos compiten ahora, subiendo así nuestros precios y perdiendo nuestro empleo para que ellos lo obtengan. Estos cambios son ajustes naturales de la economía, contra los que apenas podemos luchar si, realmente, es nuestro deseo dejar de contribuir algún día con las ONG porque su función haya dejado de ser necesaria. La Matemática, la Naturaleza y el Hombre vamos construyendo nuestro propio destino.

«[…] la Actualidad, capítulo de la Historia que siempre está por escribir». (José Saramago, en “El hombre duplicado”).

Publicado en El Día