Una foto aleatoria

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martes, 21 de octubre de 2008

Teoría de nudos

Hace años tuve un coche que ya para ese entonces era viejo. Los cinturones de seguridad no tenían, como los de hoy en día, ese mecanismo retráctil que los hace recogerse y esconderse enrollados en el mismo lugar desde el que salen, sino que consistían en una banda asida en sus dos extremos, de longitud fija, que el ocupante se ajustaba mediante una trabilla, por lo que casi siempre se llevaba holgado, esperando que al menos causase el correspondiente efecto disuasorio en los agentes de tráfico.
En algún momento decidí cambiarlos por otros más modernos, enrollables como los que he descrito, y a partir de ahí observé los curiosos y autónomos deseos de aquellos cinturones de seguridad, que se doblaban helicoidalmente sobre sí mismos sin mediar la intervención de nadie, en el reducido hueco por el que se desliza la hebilla: uno lo estiraba y abrochaba, se desplazaba con el automóvil, lo soltaba y recogía con cuidado y, al sacarlo de nuevo para volver a usarlo, un molesto y estrecho doblez le apretaba el estómago, o le incomodaba el pecho o el hombro, sin que el desplazamiento hacia arriba o hacia debajo de esa irregularidad, o cualquier giro efectuado sobre el propio cinturón, lo hiciese volver a su lisura inicial, quedándose para siempre con esa molestia.
Hoy, cuando llego a trabajar con el ordenador, observo que el cable que lo conecta al ratón tiene un nudo, como si aquél fuese un roedor auténtico, y por la noche se hubiese dedicado a moverse por la mesa buscando comida, enredándose él mismo con su larga cola de cobre y plástico. No ha habido intervención de nadie y, sin embargo, se aprecia un bucle curioso, que ha debido de formarse de manera naturalmente imposible.
Viene esto a estas líneas por Dorian Raymer y Douglas Smith, de la Universidad de California en San Diego, que han obtenido hace unos días el IG Nobel de Física por sus estudios acerca de que todo lo que se puede enredar, se enreda. Los IG Nobel premian, hacia las mismas fechas que los Nobel auténticos, los trabajos de investigación (Medicina, Física, Economía), creación (Literatura) o actuaciones (Paz) más absurdos del año.
El trabajo de estos investigadores, sin embargo, tienen un fundamento matemático sólido, la teoría de nudos, que puede aplicarse a la explicación de otros fenómenos naturales realmente relevantes. Dorian inició el trabajo de investigación siendo estudiante; Mark Thiemens, su decano, afirma que la iniciación de sus estudiantes en las tareas de investigación es uno de los elementos más valorados por los graduados que produce su universidad.
Su trabajo, además, constata un hecho que todos hemos comprobado y por cuyo origen, seguramente, todos nos hemos preguntado alguna vez: «Qué raro», habremos dicho o pensado al menos, al tratar de descomponer un nudo que no existía. No es entonces un trabajo tan irrelevante y grotesco como parece, pues expresa de manera científica los porqués de un inexplicable hecho cotidiano. Ahora solo falta que nos adentremos en sus ecuaciones y axiomas para enterarnos de por qué, esta mañana, ha aparecido esa fea bola de pelos rodando por el suelo de nuestro cuarto de baño.

jueves, 16 de octubre de 2008

La medida del tiempo

Una noche en que nos quedamos estudiando, mi amigo Cobo me explicó la Teoría del Poro (que había ideado, supongo, en ratos de estudio similares a este), según la cual el espacio que conocemos los humanos no es, ni más ni menos, que uno de los poros presentes, por ejemplo, en la barra de pan de un ser de muy superior tamaño. Mi amigo decía que el tiempo transcurre más o menos rápido en función del tamaño del ser: así, los 15 días que vive una mosca se le presentan a ella como nuestros 80 años; con una sencillas operaciones, obtenemos que cada segundo nuestro le han de parecer a ella como 5 días. Regresando a la Teoría del Poro, una vida nuestra puede que represente un segundo para el gigante que, tan gigante es, que no somos capaces de verlo (los árboles no nos dejan ver el bosque), sino solo de imaginarlo o de intuirlo, y además no por todo el mundo, sino por personas ociosas como mi amigo, que se juntaba conmigo a sabiendas, ambos, de que pasaríamos una agradabilísima velada nocturna sin dar palo al agua.


Puesto que los instrumentos de medición que manejamos no nos permiten demostrar la teoría anteriormente expuesta (aunque tampoco refutarla: los límites del Universo permanecen ignotos, hechos de miga de pan para mi amigo Cobo), sí podemos abundar en la velocidad, cada vez mayor, con la que transcurre el tiempo. Los veranos de la infancia son larguísimos, mientras que ahora son cortos y pasan enseguida. Mi cálculo, en este caso, apunta a que la duración de un cierto periodo de tiempo es inversamente proporcional a lo que uno lleva vivido: un año representa 1/25 (un 4%), y así que le cunde tanto, para un joven de 25 años; 1/36 (apenas un 3%) para uno de 36; y un 1,3% para un señor de 78. La curva de duración del tiempo, o de su percepción, es tristemente descendente.


Tengo un amigo que se rebela contra esto: ha mandado hacerse un reloj cuyas horas duran 50 minutos, como una clase de instituto o universitaria. Sus días tienen, entonces, 28,8 horas (realmente los redondea a 28; por eso sus bisiestos y sus febreros van también a otro ritmo), pero él dedica a cada actividad lo mismo que nosotros, las mismas horas, solo que él usa la distinta duración que le ofrece su unidad de medida: si nosotros dedicamos una hora de 60 minutos a cultivar nuestro cuerpo en el gimnasio, él dedica su hora de 50 minutos a lo mismo; nuestras 8 horas de sueño son también 8 horas para él, pero más breves, porque se acuesta más tarde y se levanta antes aunque mantiene la forma.

Con el fin de adaptar el mundo a sus hábitos y no sus hábitos al mundo, este amigo trata de ajustar la duración de las cosas a sus propios parámetros: así, las películas de vídeo las ve y escucha con el botón del avance rápido pulsado; enterarse así de los argumentos les ha requerido, a su mujer y a él, un cierto entrenamiento, pero hoy ya tienen sus sentidos educados para poder manejarse a esa velocidad. «Y cuando haces el amor», le pregunté un día, «¿dedicas también menos tiempo y lo haces más rápido?». «Dedico el mismo tiempo», me dijo sonriendo. Dio un sorbo a su café, y me quedé ignorando si me había mentado mi unidad de medida o la suya propia. Como también sigo ignorando por qué Phileas Fogg ganó un día a sus ochenta por viajar hacia el Oriente: escribo estas líneas volando de Pekín a París, hacia Occidente, al revés que el célebre personaje de Julio Verne, y mi día de hoy durará más horas, llegaré sólo un poco después de haber salido, viviré más, como si hubiera podido estirarle las horas a este día, un 15 o un 20 por ciento, igual que mi amigo, pero yo sin trampas ni trucos ni alteradas maquinarias de relojería, ni botones pulsados de rebobinar o avanzar. Aunque pudiera incluso llegar antes de haber salido (como un viajero del antiguo Concorde, que abandonaba París a las 11,30 y alcanzaba Nueva York a las 8 en punto), habría envejecido lo mismo que dura el viaje, y entonces da la sensación de que la medida del tiempo es puro artificio, y que no es una dimensión tan natural como el largo, el ancho y el alto.

No he visto ninguna de las películas de Spiderman (hablo de las dos superproducciones recientes), pero me contó otro amigo cómo el director del film ilustraba para el espectador la rapidez del superhéroe: una mosca agita sus alas y vuela a cámara lenta; Spiderman acerca su mano y la atrapa a cámara rápida; las dos imágenes de celeridades distintas mezcladas en el mismo plano. Es ingeniosa esta forma de transmitir la percepción del tiempo.

«Ranz, mi padre, me lleva treinta y cinco años, pero nunca ha sido viejo, ni siquiera ahora. Lleva toda una vida aplazando ese estado, dejándolo para más adelante o acaso desentendiéndose de él». (Javier Marías, en «Corazón tan blanco»).

jueves, 9 de octubre de 2008

GEOMETRÍA Y POLÍTICA

«Se inventan para una mujer historias complejas que luego hay que rememorar para siempre en detalle como si se hubieran vivido, a riesgo de delatarse más tarde». (Javier Marías, en «Mañana en la Batalla piensa en mí»).

He estado viendo en Schlezenlurg, la ciudad natal del pintor Dietrich Forrester, una exposición con aquellos de sus cuadros que están en manos privadas, y que sus propietarios han cedido temporalmente para público deleite. La muestra incluye algunos bodegones de frutas mediterráneas, naranjas y limones, cerezas, de cuando estuvo formándose en la escuela florentina, y naturalezas muertas, conejos y perdices y palomas torcaces, de su paso por España. En la exposición, ordenada cronológicamente, se observa cómo los temas de interés del pintor van evolucionando desde esos lugares comunes hasta otras preocupaciones.

Una de las obras más llamativas, del inicio de su madurez, y que destaca por la simpleza de sus trazos, así como por la profundidad de su reflexión, pertenece a la colección del Duque de Resterweirch, que fue diplomático, y se titula “Geometría y Política”. El pintor divide el lienzo en pequeños compartimentos cuadrados, como si el conjunto se tratase de un botellero de madera, y cada compartimento estuviese preparado para albergar una botella. En cada uno, Forrester sitúa un sencillo dibujo, bajo el cual dibuja los trazos de lo que sería un papelito con un breve comentario, al modo de la etiqueta que califica la añada. El primer dibujo es una línea recta horizontal cuyos extremos terminan en puntas de flecha, dando a entender que pueden proseguir, y cuyo centro está señalado con un aspa. En el extremo derecho, Forrester escribe “Hitler”; en el izquierdo, “Stalin”; entre ambos, nombres de políticos diversos, más o menos alejados del centro en función de su ideología o de su partido.

En el segundo dibujo, Forrester transforma la recta y acerca los extremos, convirtiendo lo que era un segmento rectilíneo en una circunferencia. El centro político queda en el lado inferior; justo encima, a un diámetro de distancia en vertical, se encuentran los dos dictadores antes mencionados, y añade ahora en sus cercanías fragmentos de fotografías de campos de exterminio fascistas y comunistas, como dando a entender que los métodos de la extrema derecha y de la extrema izquierda son los mismos, razón por la cual lo que era una recta debe curvarse para que sus extremos coincidan.

El tercer dibujo es como el segundo, pero el autor, en un alarde de la representación de las tres dimensiones, le añade otra circunferencia perpendicular a la primera, dándole el aspecto de lo que sería una esfera, y pasando esta segunda curva también por el centro político. Uno de sus lados está etiquetado con “Nacionalismo”; el otro, con “Centralismo”, y también los dos se juntan en el punto superior, coincidiendo en ese lugar todos los extremismos, que Forrester anota con los nombres de grupos terroristas y de gobernantes que han querido mantener a sangre y fuego la unidad de su país o conseguir su independencia. Entre medias, siglas de partidos políticos más o menos partidarios de conceder más o menos capacidad de gobierno autónomo a las diversas regiones.

En los dibujos sucesivos, Forrester añade más líneas que representan otros tantos pilares básicos del pensamiento de cada uno: hay una línea para inmigración, otra para defensa, otra para libertades, también para economía, etcétera.
En todos los dibujos aparecen dos puntos gruesos que representan a dos individuos cualesquiera. En la etiqueta que acompaña cada dibujo hay un texto que muestra la distancia política entre uno y otro: en el primer dibujo, el de la simple recta, es de 8 cms., pues ambos están situados sobre ella y su separación se mide fácilmente con una regla; en el segundo, al haberse curvado sus extremos, la diferencia es otra; en el tercero, al haber introducido Forrester una dimensión nueva (Nacionalismo/Centralismo), el pintor deja una fórmula que ya depende en gran medida de su geometría, cuya superficie o volumen representa el espectro político completo, y que yo no sé interpretar.

La amplitud de este espectro, concluye el pintor en el último recuadro, que no está ocupado por ningún dibujo, sino por un texto de trazos muy finos, como escrito a plumín, depende del número de dimensiones que se consideren y de cómo se pinten: recta, circunferencia, esfera o figuras de más dimensiones e imposibles de pintar (pero que, sin embargo, Forrester dibuja con maestría). Cada individuo puede ubicarse en dicho espectro con unas coordenadas que lo sitúan en el espacio político, y la distancia a cualquier otro punto puede calcularse con raíces cuadradas, potencias y sumas. Aunque apenas he entendido algo de su disertación, me llama la atención el hecho de que los extremos siempre se tocan.

Roque

«El mayor número de denuncias se produjo en los primeros meses después de acabar la guerra, debido en gran parte al deseo contenido de venganza. A medida que pasaba el tiempo fueron reduciéndose. La gente prefería ir olvidando los horribles recuerdos de la guerra». (Francisco Alía Miranda, en “La Guerra Civil en Retaguardia, Ciudad Real (1936-1939)”, Biblioteca de Autores Manchegos, Ciudad Real, 1994).

En el documentadísimo libro que cito arriba, el profesor de la UCLM Francisco Alía Miranda realiza una concienzuda exposición de los acontecimientos sucedidos antes, durante y después de la guerra civil, salpicando el rigor de su relato con no pocas anécdotas, algunas de ellas obtenidas en conversaciones con testigos o protagonistas. El Fiscal Instructor de la Causa en Ciudad Real, citado por el historiador, cifra en 2.265 el número de “víctimas de la represión republicana” durante la guerra; en el capítulo 11, dedicado a los primeros tiempos de la posguerra, el número de ejecutados en nuestra provincia asciende, según otras fuentes, a 2.263. Se trata, como se observa, de un tristísimo empate técnico entre ambos bandos, dos muertos arriba, dos muertos abajo, pero que vuelve ahora a venir a colación por la solicitud que el juez Garzón ha realizado a diversas instituciones, con el fin de recabar información que le permita determinar si es o no competente para investigar el paradero de varios miles de desaparecidos y, tal vez, abrir una causa por genocidio.

En un telediario nocturno que acabo de ver han contado la sencilla historia de Matías, un señor de 81 años cuyo padre fue fusilado en las tapias del cementerio de su pueblo de Aragón, creo que ante él mismo. Contaba Matías que él mismo era consolado por Roque, el alguacil, que le decía “No llores más, que no te han quitao tanto”. Si pregunto a un conocido, me cuenta la historia casi cabal, pero en la que los bandos del verdugo y de la víctima aparecen intercambiados.

Hace dos años, cuando se produjo el fenómeno de la “guerra de las esquelas”, el relato que se contaba también era el mismo, pero cambiaban los desgraciados protagonistas, que eran hordas o sublevados dependiendo del diario que publicase la esquela; alguno de los textos era tan exhaustivo que casi daba el nombre y domicilio de los descendientes actuales de quien chivó el paradero de algún ajusticiado, como en una incitación para ir y lincharlo.

Reaparece y vuelve el fantasma de las dos españas, buenos y malos, resentimientos, sucesos repetidos de lesa humanidad, atisbos del odio que la mayoría no hemos conocido y que la mayor parte de los más mayores habían conseguido dejar, como un proceso informático secundario, ahí apartado en modo background. Desde el punto de vista del sentido más práctico, tiene poca razón el reabrir las tumbas, porque supone reabrir las cicatrices, cuyo color ya casi se confundía, setenta años después, con el color de la piel del campo. Es legítimo, sin embargo, que uno considere que no las tiene cerradas, y conocer, para quien así lo quiera, la ubicación de los restos de su hermano, de su padre, de su madre. El Estado actual, como institución atemporal, como cuerpo burocrático de funcionarios que se jubilan y se van renovando sin solución de continuidad y mande quien mande, es el heredero del que gestionó la República y después las dos zonas y más tarde la Una-Grande-y-Libre. Es una institución continua, fija, responsable de sus actos; como el estado alemán, que ha pedido perdón y que está compensando a las víctimas del nazismo; o el vaticano, que ha reconocido garrafales errores humanos que se pensaron divinos. El Estado español, supeditado a la sazón a las leyes marciales dictadas por autoridades enemigas y contrarias, una legítima y otra golpista, debe colaborar con quien desee dar una digna sepultura a sus muertos.

A ver si, en breve, Franco y Azaña nos suenen igual que Carlomagno y Pelayo, así de lejanos, así de olvidados.

Las reglas del juego

Según la página web del Comité Olímpico Español, “el Olimpismo es una filosofía de vida, que combina las cualidades del cuerpo, la voluntad y el espíritu, con el objetivo de poner siempre el deporte al servicio del desarrollo armónico del hombre y la sociedad. Son valores esenciales del mismo el esfuerzo, la función educativa del deporte y el respeto por los principios éticos fundamentales”. Esta definición resume, básicamente, el denominado “espíritu olímpico”, que tan frágil y amenazado parece, a tenor de las prohibiciones un tanto absurdas que, como la de mantener silencio en cuanto a política o religión, se imponen a los atletas que han concurrido a los Juegos de China.

La libertad de expresión, sin embargo, es un derecho fundamental de todos los países socialmente avanzados, como el nuestro, que lo recoge en el artículo 20 de la Constitución, y que no puede, al menos en nuestro caso, ser restringido: una comunidad autónoma, un ayuntamiento o una asociación de vecinos no pueden dictar una norma que la prohíba. Así pues, los mencionados “principios éticos fundamentales” (en cuya defensa irían las opiniones que se han querido evitar), valor esencial del espíritu olímpico, quedan como agua de borrajas al impedir a los deportistas, que antes que esto son ciudadanos, poder expresar su opinión de lo que les plazca. A nuestro Gobierno, sin embargo, esta prohibición no le pareció mal, y le otorgó su beneplácito por boca de su vicepresidenta, que sugirió a los deportistas el respeto a “las normas de la familia olímpica”. Quizá puede pensarse que la Constitución, a la cual Fernández de la Vega prometió fidelidad cuando tomó posesión de su cargo, deja de tener efecto más allá del territorio de España (existe en Derecho el “Principio de Territorialidad”, que no sé si es aplicable en este caso); sin embargo, la libertad de expresión es también el 19º derecho de la Declaración Universal de Derechos Humanos, aprobada por la ONU en 1948.

La ONU es otro organismo de reglas extrañas, como esa del derecho de veto, reservado en su Consejo de Seguridad a Estados Unidos, Rusia, China, Francia y Reino Unido, que, victoriosos y recrecidos tras la 2ª Guerra Mundial, se reunieron y, con la sonrisa inevitable del poderoso, se arrogaron la capacidad de partir el bacalao de esta manera, atribuyéndose el poder de echar por tierra cualquier resolución, aunque resulte justa. Su breve historia está llena de resoluciones unánimemente aprobadas y nunca cumplidas, y de otras vetadas por razones que nada tienen que ver con el propio texto de la resolución.

Algo parecido ocurre año tras año en nuestro Parlamento cuando algún grupo minoritario, normalmente nacionalista, bloquea la aprobación de una ley que nada tiene que ver con la economía, a menos que el Estado conceda más dinero a su autonomía o región o nación; o cuando la oposición, sea del signo que sea y gobierne quien gobierne, se opone a ley de Presupuestos sin haber tenido tiempo para echarles un vistazo.

Como decía Groucho Marx, uno no debería ingresar en un club que lo admita como socio. Aunque, a estas alturas, uno es un hombre muy difícil de sorprender. ¡Ups, un coche azul! (Homer Simpson).