La Electrónica y la Informática y la telefonía móvil con sus mensajes cortos y la posibilidad de estar localizados permanentemente, han casi eliminado de nuestras vidas las cartas personales en papel, que a veces llegaban a nuestros buzones perfumadas con las gotas de alguna esencia, depositadas con cuidado por nuestro amante entre sus letras manuscritas para que imagináramos, en la distancia, el aroma con el que nos recibiría cuando nos abra la puerta en el próximo encuentro nocturno.
A mi buzón no llegan ya cartas así y, sin embargo, cuando rasgo el sobre que contiene el recibo de alguna Visa o el extracto de los últimos movimientos del banco, o el que me informa de la próxima revisión semestral del tipo de interés de la hipoteca, cuando extraigo el pedazo de papel, lo acerco a mi nariz y olfateo, por si a la entidad se le hubiera ocurrido demostrarme su amor de alguna manera. Luego, cuando la leo, me doy cuenta otra vez de que me han enviado una carta tipo, «Muy Sr(es) nuestro(s)», sin rastro alguno de cariño o afecto.
Uno reconoce y diferencia enseguida el tipo de envío, un extracto o un recibo, de otra carta del mismo banco con un panfleto publicitario o un aviso de la próxima caducidad de una tarjeta, porque los sobres son distintos aunque vengan en su remite con el mismo logotipo. El tacto y la textura también los distinguen, y al doblarlos o manipularlos, incluso cerrados, se notan diferentes, y uno ya adivina la naturaleza de lo que contienen dentro.
La carta que me llegó ayer de mi banco de siempre era diferente a todas las anteriores: el sobre de un color ligeramente distinto, como de papel reciclado; la ventanilla transparente que mostraba mi dirección y que permitió al cartero llevarla hasta mi domicilio tenía unas dimensiones diferentes de las habituales, e incluso el tipo de letra con el que ponían mi nombre era una fuente Courier poco habitual, como de máquina de escribir antigua. Así que la dejé en la encimera de la cocina con cierta aprensión sin llegar a abrirla, y cada vez que durante ayer pasé por delante de ella la he mirado de reojo y con reparo, tratando de imaginar el tipo de noticia que mi banquero quería comunicarme. Ya por fin esta mañana, mientras salía el café, me he sentado en un taburete a esperar y me he decidido a abrirla: la otra noche, cuando entré al cajero automático del que habitualmente extraigo dinero, entré con un cigarrillo y realicé, con él encendido, a veces en la boca y a veces en la mano, toda la operación financiera. Al revisar, de manera rutinaria, las cámaras de seguridad, tomaron nota de mi pequeño delito. Cruzaron la hora de la grabación con la de mi retirada de efectivo y han decidido denunciarme por incumplimiento de la Ley 28/2005, de 26 de diciembre.
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