Una foto aleatoria

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lunes, 31 de enero de 2011

Metáforas

Me cuenta un amigo escritor que lo habitual es que, cuando él escribe, describa primero la situación y luego le añada la metáfora. Dice, por ejemplo, que a un personaje suyo le venía rondando una idea en la cabeza durante muchos años, sin que nunca terminase de decidirse a ponerla en práctica, no sé si por vergüenza o por miedo; mi amigo necesitaba un pretexto para que el personaje, finalmente, optase por arrancar y llevar a cabo ese proyecto, así que hizo que el propio personaje comparase las viejas ideas con los vinos, que mejoran con los años; ese proyecto concreto con una botella sin empezar; y, su cabeza, con una bodega “oscura y fresca”. En otra ocasión, me dice, comparó en un texto la dureza de la piel de un muerto, momificado y semiconservado por el efecto del aire acondicionado que enfriaba la habitación en la que había fallecido, con el cartón y con una corteza frita de cerdo, y su rigor mortis con la rigidez de los miembros del maniquí que nos observa desde un escaparate.

Pero otras veces, la metáfora le surge primero y la situación después, y encuentra a veces la comparación en algún acontecer de la vida real, y la apunta en un papel o la graba en su teléfono para usarla más tarde, en una situación que él fuerza en su texto para poder hacer uso de ella. El tema surgió tomando café en un café (o cerveza en una cervecería, ya no recuerdo): secándose las manos en el secador automático del cuarto de baño, se observó en el espejo reflejado con un hilo de saliva que le colgaba y le oscilaba, un suceso inesperado que, por fortuna, le sucedió en el lugar más íntimo de ese establecimiento público, sin nadie a su lado. Cuando llegó a la mesa sacó su libreta y lo apuntó y entonces le pregunté acerca de la naturaleza de su anotación. Me dijo que acababa de anotar una metáfora y que «Ya saldrá la idea». «¿Y alguna metáfora que, como ésa, hayas apuntado, pero de la que ya hayas hecho uso en algún escrito?».

Mi amigo es informático, y me contó entonces que uno de los primeros errores que los informáticos encuentran enseguida, casi de forma invariable, en cualquier programa que escriben, es la “excepción de puntero nulo”, una situación en la que se intenta hacer uso de una zona de memoria del ordenador de la que no se dispone. Por lo general la solución es fácil y se puede resolver de inmediato.

Enviar algo a null, me explicó, es como ese exceso de corriente que desvía un electrodoméstico hacia la toma de tierra, o como la defensa que, de un edificio, hace un pararrayos al conducir al subsuelo el rayo que cae por ese cable tan grueso de acero trenzado que baja desde el tejado adosado a la pared. Me contó que la ha utilizado un personaje suyo en unas cartas y unos mensajes de amor que ha enviado sin recibir respuesta. «Es», continuó, «como el silencio administrativo, esa respuesta tan antipática que da el Estado cuando se le hace una petición: el ciudadano puede considerar que se le ha denegado si, pasados tres meses, no se le contesta».

lunes, 24 de enero de 2011

Mis traducciones

Igual que hizo ese rey del cuento, que se disfrazó de plebeyo y salió a las calles de su reino para comprobar in situ cómo vivía su pueblo, el tercer fin de semana de cada mes cojo el coche y me voy a una ciudad costera, me disfrazo de mendigo y pido por las calles. Alguna vez, cuando todavía teníamos vuelos baratos de Ciudad Real a Mallorca y Lanzarote, marchaba a Palma o a Arrecife de viernes a domingo. Como en esas ciudades suele haber ratos de buen tiempo todos los días del año, siempre hay algunos turistas en las terrazas de los bares, y yo paso entonces con el acordeón tocando algún tango o algún pasodoble y luego paso la gorra y recojo unas monedas.

Otras veces, traduzco alguna canción de Bob Dylan o de Van Morrison, la imprimo en medias cuartillas a las que añado con el ordenador un fondo de flores o una estampa de otro tipo, las reparto por las mesas y, haciéndome el mudo, recojo al final con una sonrisa de agradecimiento y una leve reverencia las voluntades de los transeúntes, que así me compensan por ese poema que firmo como si fuera mío.

Traduzco bien a español desde el inglés y el francés y desde algunos idiomas del este, entre ellos polaco y húngaro, además de suahili (acompañé una vez a los reyes en una visita al país en que se hable este idioma). Por eso, colaboro con algunas editoriales en la traducción de libros de relativo éxito. Un día me pidieron con prisas que tradujese en pocos días una novela corta de un escritor de Varsovia que estaba vendiendo mucho. Como sucede que también soy un escritor frustrado, con varias novelas inéditas en los cajones de casa y en el disco duro del ordenador que nadie quiere leer, sustituí esa novela de ese autor desconocido en esta latitud por una de las mías que tenía guardadas. Respeté, eso sí, su capítulo primero, que empalmé con el primero mío usando un texto intermedio de adaptación que tuve que pensar y escribir, como el fontanero que utiliza una junta de estopa o de goma para empalmar dos trozos de tubo.

Y, oye, el caso es que la novela salió reseñada en algunas revistas literarias y suplementos culturales de diarios importantes y obtuvo buenas críticas. La pequeña editorial que me había hecho el encargo disponía de los derechos exclusivos de publicación en España, y mi trabajo la ayudó a consolidarse, a aumentar sus ventas y a crear dos colecciones específicas de este escritor ya fallecido: una en cartoné que es muy adecuada para regalar y otra en rústica para llevar de viaje.

Hoy, bueno, los cinco libros que mantenía escritos desde hace años han visto por fin la luz, publicados con ese nombre polaco que resulta ser mi pseudónimo. Ocurre que los honorarios del traductor son menores que los del autor, así que es la viuda de ese álter ego la que percibe los royalties que me corresponderían.

Y como el sueldo es escaso y no da para más, hoy sábado 22 de enero, cuando escribo este texto que se publicará el lunes, me encuentro sentado en una terraza de Cádiz. Ahora, cuando cierre el cuaderno y dé estas líneas por terminadas, tomaré los papeles que tengo aquí a la derecha y repartiré a esta gente que me rodea unas pocas copias de Like a rolling stone.

lunes, 17 de enero de 2011

Ombligos y pezones

A través de meneame.net llego al sitio loquaciouslizzy.tumblr.com, en el que encuentro un post titulado One simple detail («Un simple detalle»), que resalta con un círculo rojo los ombligos imposibles de Adán y Eva, quienes fueron creados, como es bien conocido, de la nada (bueno, Eva a partir de una costilla de Adán: es sabido que por eso las mujeres tienen 24 y los varones 23). Como en ese sitio web no aparece el pintor que pintó ese cuadro, busco imágenes de Eva y Adán en Internet y descubro que el autor de este óleo sobre tabla es Albrecht Dürer, y que lo pintó en 1507.

Aparecen en la búsqueda otras muchas reproducciones de estos primeros seres humanos y se observa que la mayoría de los artistas (si no todos) han olvidado que tanto Adán como Eva debían carecer de ese vínculo característico con la madre que los parió: Lucas Cranach el Viejo, Rubens, Tiziano, Jan Gossaert e incluso el mismísimo Miguel Ángel, dibujan el circulito en el vientre de estos dos personajes. Es posible que, al terminar el cuadro, alguno de ellos observase el detalle y se lamentase del error (yo, desde luego, me lo callaría), o que alguien les advirtiese de su presencia (yo, desde luego, le pediría al descubridor que me mantuviese el secreto). Qué pereza corregirlo: ponte a quitar el óleo con algún disolvente y pinta luego encima.

A veces he visto otras erratas concienzudas, como la de esos operarios que, con sus plantillas y sus pinturas, escriben un gran SOTP en la calzada para advertir a los conductores de que deben detener sus vehículos en ese cruce, y tatuajes en los que también se ha burlado el orden de alguna letra.

Volviendo a los ombligos, también a través de meneame llego a un artículo publicado en la revista Journal of Medical Hypotheses, de la editorial Elsevier (una editorial muy seria en el campo científico) titulado The nature of navel bluff («La naturaleza de la pelusa del ombligo»), cuyo autor (Georg Steinhauser, de la Universidad de Tecnología de Viena) realiza un estudio empírico sobre 503 pelusas extraídas durante varios años de su propio ombligo, dando algunos datos como su masa media (1,82 miligramos), las causas de su formación y curiosas observaciones como que, por ejemplo, la pelusa tiende a desplazarse hacia arriba en lugar de hacia abajo.

En el resumen del artículo, Steinhauser hace referencia al libro Why do men have nipples – hundreds of questions you’d only ask a doctor after your third Martini («¿Por qué los hombres tienen pezones? Cientos de preguntas que sólo preguntarías al médico después del tercer Martini»), de M. Leyner y B. Goldberg (Editorial Three Rivers Press, 2005). Será una tontería pero, oyes, es cierto: ¿qué pintan esos dos puntos ahí en mitad de nuestro pecho?

lunes, 10 de enero de 2011

Prólogos

El prólogo es esa parte de los libros que está al principio y que apenas se lee. Algunos prologuistas, incluso, confiesan saberse ignorados de antemano en las primeras líneas de sus prólogos. Lo sé no porque lo haya leído, claro (no leo prólogos), sino porque me lo ha contado gente que dice leerlos, aunque me temo que mienten.

El otro día me encontré a Agustín Muñoz, un amigo y profesor de la Facultad de Letras y que, durante varios años, ha impartido la asignatura “Introducción a la lectura de grandes obras de la Literatura universal” en la Escuela Informática de la UCLM: una asignatura de libre configuración, impartida a informáticos por un hombre de letras, y que ha tenido mucho éxito de matrícula durante sus años de vida. La asignatura ahora desaparece y Agustín me esbozó sus planes nuevos para el próximo curso: reunirse y charlar de alguna obra o de algún autor, poner al asistente en contexto y recomendar una lectura relacionada: creo que era esto, o capaz que no lo era y era otra cosa y yo estoy equivocado.

Una actividad de ese tipo es, al fin y al cabo, de pronunciar un prólogo sin haberlo escrito, de introducir al lector al mundo de ficción que se le presenta o que se le propone. Es algo parecido al “material extra” que viene en las películas de DVD, al “cómo se hizo”, a los finales que se grabaron pero por los que finalmente el equipo de producción no se decantó: como los prólogos, constituyen material audiovisual que apenas se ve.

Hay tantas historias bellas escritas o por escribirse, tantos lugares que visitar, tanto cuadros que contemplar, tantas músicas por escuchar, tanta gente a la que conocer o que merecería la pena haber conocido, que quizá necesitemos de más prologuistas que nos resuman y nos expliquen todo aquello que merece ser conocido y que no cabe en nuestra corta vida.

Como no podemos vivir más y vivimos solamente en un canal (no tenemos paralelismo, apenas podemos hacer dos cosas a la vez: los varones al menos, es bien sabido) que avanza hacia delante sin que pueda, aunque a veces lo lamentemos, retrocederse, precisamos quizás de resúmenes que nos expliquen lo bonito de las cosas: fotografías o vídeos de los lugares a los que no nos dará a tiempo a ir y de los cuadros o esculturas que nunca veremos, biografías de personajes que murieron pero a los que deberíamos haber conocido, buenas sinopsis de los libros que no podremos leer, discos que nos recopilen las mejores arias de ópera o las mejores canciones de pop, buenos amigos que nos descubran las cosas que los hacen felices.

Tenemos una sola vida, pero quizás con los prólogos podamos jugar a que tenemos muchas, a exprimir un poco más esa sola que se nos concede.

sábado, 8 de enero de 2011

Ítaca

Dependiendo del día o de la circunstancia, uno puede encontrar consuelo en cosas u objetos muy distintos, o en muy diversas experiencias o situaciones, textos, películas, conversaciones.
Por lo hermoso que es y por lo bien que viene a veces, copio y pego el poema Ítaca, del poeta griego Konstantínos Kaváfis. Tiene muchas lecturas; yo hoy le he dado la que me interesa:


Cuando emprendas tu viaje hacia Ítaca debes rogar que el viaje sea largo, 
lleno de peripecias, lleno de experiencias.

No has de temer ni a los lestrigones ni a los cíclopes, ni la cólera del airado Poseidón. 
Nunca tales monstruos hallarás en tu ruta si tu pensamiento es elevado,
si una exquisita emoción penetra en tu alma y en tu cuerpo. 
Los lestrigones y los cíclopes y el feroz Poseidón no podrán encontrarte si tú no los llevas ya dentro, 
en tu alma, si tu alma no los conjura ante ti.

Debes rogar que el viaje sea largo, que sean muchos los días de verano; 
que te vean arribar con gozo, alegremente, a puertos que tú antes ignorabas. 
Que puedas detenerte en los mercados de Fenicia, y comprar unas bellas mercancías: 
madreperlas, coral, ébano, y ámbar, y perfumes placenteros de mil clases. 
Acude a muchas ciudades del Egipto para aprender, y aprender de quienes saben.

Conserva siempre en tu alma la idea de Ítaca: llegar allí, he aquí tu destino. 
Mas no hagas con prisas tu camino; mejor será que dure muchos años, 
y que llegues, ya viejo, a la pequeña isla, rico de cuanto habrás ganado en el camino.

No has de esperar que Ítaca te enriquezca: Ítaca te ha concedido ya un hermoso viaje. 
Sin ella, jamás habrías partido; mas no tiene otra cosa que ofrecerte. 
Y si la encuentras pobre, Ítaca no te ha engañado. 
Y siendo ya tan viejo, con tanta experiencia, sin duda sabrás ya qué significan las Ítacas.