Me cuenta un amigo escritor que lo habitual es que, cuando él escribe, describa primero la situación y luego le añada la metáfora. Dice, por ejemplo, que a un personaje suyo le venía rondando una idea en la cabeza durante muchos años, sin que nunca terminase de decidirse a ponerla en práctica, no sé si por vergüenza o por miedo; mi amigo necesitaba un pretexto para que el personaje, finalmente, optase por arrancar y llevar a cabo ese proyecto, así que hizo que el propio personaje comparase las viejas ideas con los vinos, que mejoran con los años; ese proyecto concreto con una botella sin empezar; y, su cabeza, con una bodega “oscura y fresca”. En otra ocasión, me dice, comparó en un texto la dureza de la piel de un muerto, momificado y semiconservado por el efecto del aire acondicionado que enfriaba la habitación en la que había fallecido, con el cartón y con una corteza frita de cerdo, y su rigor mortis con la rigidez de los miembros del maniquí que nos observa desde un escaparate.
Pero otras veces, la metáfora le surge primero y la situación después, y encuentra a veces la comparación en algún acontecer de la vida real, y la apunta en un papel o la graba en su teléfono para usarla más tarde, en una situación que él fuerza en su texto para poder hacer uso de ella. El tema surgió tomando café en un café (o cerveza en una cervecería, ya no recuerdo): secándose las manos en el secador automático del cuarto de baño, se observó en el espejo reflejado con un hilo de saliva que le colgaba y le oscilaba, un suceso inesperado que, por fortuna, le sucedió en el lugar más íntimo de ese establecimiento público, sin nadie a su lado. Cuando llegó a la mesa sacó su libreta y lo apuntó y entonces le pregunté acerca de la naturaleza de su anotación. Me dijo que acababa de anotar una metáfora y que «Ya saldrá la idea». «¿Y alguna metáfora que, como ésa, hayas apuntado, pero de la que ya hayas hecho uso en algún escrito?».
Mi amigo es informático, y me contó entonces que uno de los primeros errores que los informáticos encuentran enseguida, casi de forma invariable, en cualquier programa que escriben, es la “excepción de puntero nulo”, una situación en la que se intenta hacer uso de una zona de memoria del ordenador de la que no se dispone. Por lo general la solución es fácil y se puede resolver de inmediato.
Enviar algo a null, me explicó, es como ese exceso de corriente que desvía un electrodoméstico hacia la toma de tierra, o como la defensa que, de un edificio, hace un pararrayos al conducir al subsuelo el rayo que cae por ese cable tan grueso de acero trenzado que baja desde el tejado adosado a la pared. Me contó que la ha utilizado un personaje suyo en unas cartas y unos mensajes de amor que ha enviado sin recibir respuesta. «Es», continuó, «como el silencio administrativo, esa respuesta tan antipática que da el Estado cuando se le hace una petición: el ciudadano puede considerar que se le ha denegado si, pasados tres meses, no se le contesta».
Esto esta genial, lo tendré en cuenta cuando haga un relato.
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