Mi hermano fue
siempre más atrevido y más bravo, más soñador, más creativo, con más inquietud
por saber y por ir, por conocer, por escuchar, y era más inconformista, en el
sentido de que la vida rutinaria y cómoda, de la cual podíamos disfrutar en
nuestro buen hogar, nunca fue de su agrado, y siempre tuvo los ojos y el
espíritu en un más allá de tiempo o espacio, con una sana rebeldía envidiable
que le hacía exprimir al máximo cada gota del jugo de la vida.
Estas diferencias en
nuestros caracteres eran palpables y evidentes, a pesar de que mis padres nos
habían dado a los dos dosis de amor y atención de exactamente la misma
intensidad.
Mi padre era
catedrático de Filosofía en un instituto de un pueblo cercano, al que iba y
venía diariamente desde antes que yo tuviera uso de de razón. El carácter de mi
padre era también más alocado que el de mi madre, una mujer más cauta y medida,
más centrada, que le servía de contrapunto y que lo equilibraba. Yo creo que se
querían mucho. Mi padre nos enseñaba saberes extraños y ya caducos, como
fórmulas alquímicas que poníamos en práctica en nuestro garaje, o nos enseñaba
grabados y mapas antiguos, como los de una isla llamada Bermeja, en el Golfo de
México, cuya existencia se ha documentado en los siglos XVI a XIX y que podría
modificar las fronteras marítimas entre México y los Estados Unidos, pero que,
hoy, ni cartógrafos ni geógrafos son capaces de localizar. A los dos nos
entrenó en el manejo de la mente: nos hacía cerrar los ojos e imaginar algún
objeto, una vasija de barro o una pecera de cristal con dos peces naranjas dentro,
que, después, al abrirlos de nuevo tras una orden suya, aparecían ante nosotros
sólidos y tangibles, alcanzables si acercábamos la mano; pero su visión o su
espectro se iban difuminando poco a poco, ante nuestro asombro y la risa de mi
padre, que contemplaba divertido nuestras muecas atónitas. En otra ocasión nos
condujo al interior del templo de Éfeso, que Eróstrato incendió en el sigo IV
a.C. por el simple deseo de pasar a la historia (y dando lugar, de este modo, a
la creación del término castellano “erostratismo”, que es la manía de cometer
actos delictivos por afán de notoriedad), y que era, por tanto, ya imposible de
visitar; sin embargo, señalando sobre el papel, nos conducía por sus claustros
como un cicerone, explicándonos lo que podíamos ver en nuestro paseo. Un día,
agazapados entre las columnas de uno de sus patios vimos a Eróstrato con una
tea en la mano. «¡Salid, salid!», nos advirtió mi padre, y volvimos a la
realidad de nuestro siglo sudorosos y asustados, huyendo de las llamas que,
pronto, empezarían a propagarse.
Mi padre comenzó a
formarnos en transmisión telepática. Nos decía que él, de niño, había hecho
telepatía con nuestro abuelo, y que conseguían el intercambio de datos
pequeños, como números de dos o tres cifras. Nos sentaba en el salón, uno en
cada sillón, y nos pedía silencio y concentración y nada de risas; extendía sus
brazos hacia nosotros, poniéndose en una suerte de trance, y como a través de
sus venas nos llegaban los colores, los objetos o los números en los que estaba
pensando. Cuando Bruno o yo recibíamos la señal que nos había enviado,
anotábamos en un papel el nombre del elemento pensado y nos recostábamos en el
sillón, a la espera de que el otro finalizase el proceso. Normalmente era Bruno
quien lo adivinaba antes y quien debía esperar, porque yo tenía más
dificultades para recibir e interpretar los impulsos eléctricos o magnéticos
(no sé) que se me transmitían, y, a veces, la señal me llegaba cambiada, un 511
en lugar de un 115, una flores en lugar del jarrón que las contenía, como si se
hubieran intercambiado los polos positivo y negativo por los que debía viajar
esa clase de energía, o como si un elemento extraño afectase al orden en que,
como en una red de ordenadores, acuden a su destino los diversos paquetes de
información.
Pero la práctica nos
permitió mejorar progresivamente la técnica, y empezamos a pasarnos más
información y en menos tiempo, y con menos errores. Ensayábamos Bruno y yo, a
veces supervisados por mi padre, pero otras sin él. Se me daba mejor el papel
de receptor que el de emisor. Yo emitía muy mal, y pocas veces era capaz de
concentrar la energía necesaria para que de entre mis cejas irradiaran las tres
cifras de un número, una detrás de otra, y que se alejaran de mí el metro o
metro y medio que me separaba de mi hermano.
—Imposible —me decía
Bruno al rato—. No veo nada.
A la inversa, sin
embargo, sí funcionaba. Bruno enseguida era capaz de hacerme ver el objeto que
él imaginaba, el número que había pensado y, poco a poco, elementos y
sensaciones de mayor complejidad, como un paisaje con una cascada; un barco
trasatlántico con tres chimeneas de vapor pintadas con dos franjas de distintos
colores, alejándose del puerto y haciendo bú-bú en un toque de despedida; y, un
día, me hizo sentir en la mano el tacto áspero del cojín de arpillera que él
estaba acariciando.
Yo entendía que mi
mente, en este sentido, era más débil que la suya, pues yo recibía con nitidez,
como el receptor de radio o el televisor que se tienen inmóviles encima de un
mueble, la información que su gran capacidad intelectual construía, codificaba
y me transmitía, actuando él como el repetidor que se sitúa en lo alto de un cerro.
Mis intentos de conseguir en él los mismos resultados que él sobre mí fueron
siempre fallidos, y a partir de cierto momento ni siquiera volví a intentar
transmitirle ni el triste contenido de un bit.
A mi padre no le
satisfacía esa diferencia de capacidad entre uno y otro. Durante algún tiempo,
me estuvo llevando a un aparte para que ensayásemos él y yo, a solas, las
técnicas de transmisión telepáticas; pero no tuvimos éxito y, en algún momento,
decidió abandonar y explorar otra vía. Entonces, nos juntó a Bruno y a mí, y le
enseñó a mi hermano a leer lo que yo había pensado y que yo intentaba, en vano,
alejar de mi corteza. Cuando alcanzó esta capacidad, los mensajes fluyeron por
fin desde mí hacia mi hermano, y tuve la ilusión de ser un telépata, aunque lo
que realmente ocurría no era que yo enviase información, sino que, de forma
involuntaria, dejaba que Bruno leyera la mía. La capacidad de teletransmisión
aparentaba ser, para un observador externo, recíproca, pero era realmente una
forma de lectura en un solo sentido, sin emisión por mi parte, pues yo dependía
totalmente de las dotes de Bruno y no de las mías. Mi hermano, ya sin necesidad
de concentración ni preparación previas, entraba de vez en cuando en mi cabeza
sin avisarme, y o bien me leía el pensamiento que yo pudiera ofrecerle, o bien
me colocaba alguna cosa que me distraía o me desconcentraba.
Yo sentía con
precisión el momento exacto en que Bruno accedía a mi cabeza a leer la
información que le había puesto disponible, con la misma claridad con que la
mano de la cajera accede al compartimento de billetes de su caja para tomar uno
y devolver el cambio. De este modo, sentía físicamente el momento en que Bruno
llegaba y leía; la operación, unas veces, duraba un instante, mientras que
otras mi hermano se demoraba por allí, como dando un paseo entre los surcos y
las circunvoluciones cerebrales para buscar alguna otra cosa, algún despojo, y
poder sacarlo de su cubículo igual que un indigente tantea por el fondo de una
papelera para encontrar algún desperdicio aprovechable.
A veces tenía que
pedirle que saliera ya, porque lo sentía hurgar en exceso por mis recovecos. En
ocasiones lo veía sonreírse, como si me hubiera descubierto alguno de esos
secretos sonrojantes que uno tiene y que prefiere guardarse para sí.
—Si quieres —me dijo
un día— podemos hacerlo al revés. Puedo subirte y te vienes conmigo, y ves qué
se siente.
Accedí. Bruno llegó
a mí y se me llevó como un trozo, y sentí que esa parte de mí que se había ido
con él se instalaba en algún lugar de su cabeza, en una dimensión
extraordinaria, cerca de la longitud y la latitud en que nos encontrábamos,
pero en un lugar imposible de ubicar y señalar con el dedo.
—Te tengo —me dijo
Bruno cuando me encajé en él.
—Sí —confirmé—. Lo
estoy notando.
—No te muevas de
aquí. Voy a dar un paseo. Quiero saber si puedes seguir conmigo o si el hechizo
se rompe en algún momento o con alguna distancia.
Por primera vez me
sentí simultáneamente en dos lugares distintos; pero no era solo una sensación,
sino una realidad: estaba, por un lado, sentado en la cama de mi habitación, en
donde Bruno me había dejado sin un trozo de mi mente (o con un fragmento de la
mía ocupada por un implante de la suya); por otro, estaba saliendo a la calle
como abducido por él, integrado en su cuerpo. No veía, ni escuchaba, ni olía lo
que el sí podía oler, escuchar y ver, pero sentía sensaciones semejantes a
éstas en un órgano no explotado en el que nos reside un sentido adicional que
tenemos y que no aprovechamos: sin que se me erizara la piel, sentí el mismo
frío que él cuando dejó la casa y salió a la calle; me ruboricé sin que la
sangre afluyera a mi rostro cuando Bruno se cruzó en la acera con esa chica tan
atractiva a la que estuvo mirando mientras le dio para hacerlo el rabillo del
ojo; sentí cierta confusión cuando Bruno sintió un picor en su brazo que no
tenía correspondencia en el mío.
—¿Qué tal? —me
preguntó al regresar.
Acababa de entrar en
casa y subió directamente a mi habitación. Yo continuaba sentado en mi cama y
giré mi cabeza hacia la puerta cuando él la abrió. Entró con prisa, excitado, y
sentí una especie de “clac” cuando Bruno me liberó, como si el trozo de mí que
se había ido con él hubiese aparecido de nuevo y se hubiese colocado bruscamente
en su posición original.
—Demasiado, Bruno
—le contesté—. Es una… es una sensación rarísima. Creo que he sentido lo mismo
que tú pero de otra manera, en lugares mentales distintos, en sitios que no
localizo, como si estuvieran alejados pero a la vez aquí. He ido contigo sin
moverme, te lo aseguro.
—Yo sabía que venías
conmigo. No podía decirte nada, pero sí sabía, sin embargo, que estabas ahí,
como si me estuvieras vigilando o cuidando, como si yo estuviera impregnado de
tu silueta. Algo ambiguo y extraño. He sentido el rebote de lo que tú has
sentido: sé que has sentido extrañeza cuando me he rascado el brazo, que la
chica también te ha parecido guapa, aunque también sé que no sabes cómo es su
rostro. Ha sido como… no sé, como haber compartido o intercambiado las
alucinaciones de una pastilla de ácido.
Por lo demás,
nuestras vidas transcurrían como las de dos hermanos cualesquiera. En muchos
aspectos, en casi todos, yo le fui siempre a la zaga, entablando la
conversación con la chica que él no había elegido, dejando voluntariamente de
acompañarle a esos largos viajes de Interraíl en cuya participación yo siempre
andaba dudando, y que finalmente lo llevaban a él solo hacia el extranjero, o
dejando a medias los libros clásicos o fantásticos o actuales que me
recomendaba y que, pese a mi esfuerzo por hallarles lo ameno, terminaban por
aburrirme soberanamente.
Un año me llevó con
él de viaje; me llevó parcialmente, metafóricamente, porque lo único que de mí
lo acompañó fue una porción de mi mente instalada en la suya. Los días de
convivencia incorpórea nos resultaron agotadores, y no pudimos deshacer la
cadena intangible que nos mantenía unidos y descansar de su peso hasta que él
regresó y, uno ya por fin en presencia del otro, pudimos por fin sentir la
liberación de ser nuevamente seres aislados, únicos e íntegros; cada uno, uno
solo, y no esa suerte de divinidad, de trinidad santísima formada por solo dos
miembros, de ser uno y trino, uno y doble en este caso.
Con la lección
aprendida, el resto de veranos permanecimos separados física y mentalmente.
Cuando volvía a casa después de sus periplos estivales me inundaba la mesa de
fotos, me explicaba las maravillas que había visitado y me hablaba de los
lunares secretos y de otros detalles escondidos de las chicas bellísimas a las
que había conocido y con las que, para entenderse, no era necesario compartir
el idioma. Como un torbellino, me arrastraba después hacia la calle, a probar
un sabor nuevo en la heladería próxima a casa y por la que yo pasaba
habitualmente sin aventurarme por algo distinto de la fresa o el chocolate, o a
tomar cervezas en un bar de viejos con los que podías jugarte unos botellines a
las carambolas de un billar. Por las noches, Bruno sacaba sus camisas más
sedosas, se ladeaba los cuellos y se acercaba simpático a las mejores chicas.
Tras elegirla, le iba dando coba a la mejor del grupo, que nunca lo
despreciaba, y conseguía extraerla de la conversación principal y hacerla reír
sin perder él jamás la compostura. Entrada la madrugada, en algún momento me
volvía a buscarlo, pero los dos se habían despistado del grupo y no volvíamos a
verlos. Ya en la oscuridad de mi habitación, me quedaba despierto esperando el
ruido de la cancela de casa, y cuando la oía me asomaba discretamente por la
ventana que daba a la calle, para verlo llegar, igual de erguido y radiante que
cuando habíamos salido. Lo oía desvestirse para meterse en la cama, el sonido de
su correa arrastrando en el suelo al quitarse el pantalón, segunda vez quizás
que se lo quitaba en la noche.
Crecimos felices los
dos, siendo él mi punto de referencia, como un modelo a seguir, si bien
nuestras personalidades eran distintas y su osadía y su afán, que tanto
envidiaba, no llegaban a adaptarse a mi forma de ser.
Como correspondía a
un hombre de semejantes miras, ninguna de las opciones que le presentaba el
bachillerato le fue suficiente, y no optó ni por ciencias ni por letras ni por
una mezcla de ellas, alternativas todas en las que irremediablemente algo
habría que dejar de aprender, porque él quería saber de todo y saberlo todo,
tal era su ansia por aprovechar la oportunidad única que nos entrega la vida.
Un día me habló de
la trascendencia del número Pi, que tiene infinitos decimales que no se
repiten. «Si a cada par de dígitos le asocias una letra», me dijo, «en algún
lugar de Pi puedes encontrar escrito el origen del mundo, y también su fin, y
cualquier pensamiento intermedio que se te haya ocurrido, o cualquier libro ya
escrito o por escribirse». El cálculo inmenso se me fue de las manos, pero
asumía con la certeza con la que un católico acepta el dogma de la asunción a
los Cielos del cuerpo de la Virgen, que si Bruno lo decía es porque así era.
Otras veces, como un catálogo de efemérides, me contaba episodios históricos de
escasa relevancia pero sin cuya ocurrencia el discurrir de los hechos no habría
sido este. Me hablaba de personajes griegos, de Diógenes de Sinope, de
Pericles, o me explicaba que hay estrellas de superficie pulida en las cuales
rebota la luz que les llega, y que con la tecnología necesaria podría
construirse un telescopio con las que mirarlas, y que observaríamos lo que ocurría
en la Tierra hace un millón de años.
Le escuchaba con la
atención con que se sigue desde el callejón una buena faena, y él me contaba
las maravillas últimas que había aprendido, intuido o imaginado. Comprobaba que
él me correspondía con el mismo sentimiento, impresionado también conmigo, pero
en sentido contrario, como atónito o resignado por pensar que su hermano,
nacido un año después, con la misma educación recibida en el mismo colegio, sus
dormitorios dispuestos pared con pared de forma simétrica y con la misma
orientación, y con padres que nos concedían un idéntico cariño, pudiera tener
la cabeza tan vacía de los prodigios de que rebosaba el mundo.
Por su espíritu
inquieto y ultramarino, mis padres lo dejaron marchar, acabado el instituto, a
vivir a Madrid, para seguir en una academia unos estudios no oficiales de
mundología, en los que tenían cabida el arte y la matemática, la filosofía, la
literatura, la historia, la música, y en donde se daban también clases de las
formas diferentes de creación artística. Las salidas profesionales podrían ser
pocas, pero la vida de Bruno se llenaría de prurito y afán. Se ganaría la vida
con un empleo accesorio y por cuenta ajena: camarero en un bar o fotógrafo,
repartidor de pizzas, dependiente de ferretería u otro oficio sin
preocupaciones y que le hiciera feliz sin llevarse trabajo a casa, en donde
podría dedicar su tiempo a lo que realmente importa: a leer, a escribir, a
pintar o a pensar, o a juntar y clasificar de diversas formas libros y música,
o cine, o a disfrutar de otros placeres, como el paladeo de una copa de algún
licor de graduación alta y sabor intenso, algún tabaco especial, o de alguna
mujer escultural y culta, con la que intercalaría largas sesiones de amor,
cuyos clímax coincidirían en el tiempo con las notas conocidas de Así hablaba Zaratustra a alto volumen, y
tranquilas discusiones sobre la obra homónima de Nietzsche.
En los primeros
meses que pasó en Madrid añoré su presencia, y cuando pasaba ante la puerta de
su cuarto vacío me habría gustado encontrármelo concentrado en su lectura, o tomando
notas, e interrumpirlo para que se volviera hacía mí marcando la página con un
dedo o poniendo el capuchón al bolígrafo, con su sonrisa agradable y ahora
pienso que quizá paternalista, y que me dedicara unos minutos de su
conversación cultamente seductora pero que él me hacía inteligible; también los
paseos por la ciudad para descubrirme detalles arquitectónicos de edificios
antiguos que me habían pasado inadvertidos, como un reloj de sol en la esquina
de alguna casona, un escudo de armas, o una imagen del yugo y las flechas que
se marcó con un gran tampón en la torre empedrada de una iglesia durante o
después de la guerra, y que allí permanece después de tantos años. Al principio
venía un fin de semana de cada tres o cuatro, pero luego fue estirando estos
periodos y comenzó a visitarnos con menos frecuencia, y hacia la primavera
cambiaron las tornas, y ya éramos nosotros quienes íbamos a verlo. Pero apenas
estábamos con él, porque debía asistir a la inauguración de una exposición de
pintura de algún amigo, porque le habían invitado al estreno de una obra de
teatro, o porque tenía un compromiso cultural de algún otro tipo. Mencionar a
Bruno o pensar en él era como referirse a un mundo ajeno y nebuloso de
erudición, distinto de éste terrenal y práctico en el que yo tenía los pies: un
mundo impreciso del que, perdida la referencia, me fui olvidando y que empecé a
desdeñar, y del que en algún momento me sentí liberado. Y así, poco a poco, y
al estar en mi último año preuniversitario, los fines de semana en que mis padres
se marchaban a verlo me quedaba en casa con la excusa de poder estudiar y, si
entre semana Bruno telefoneaba, yo evitaba descolgar porque conocía las horas y
los días en que solía hacerlo, y si por ventura cambiaba sus hábitos y me
sorprendía al otro lado del auricular, no le preguntaba por su vida, tan
distinta a la mía, y le pasaba enseguida el aparato a mis padres, tras darme
por enterado de que le seguía yendo bien.
Al año siguiente yo,
más mundano, preferí estudiar Derecho en mi misma ciudad, una carrera
polivalente que me sirviera tanto para opositar a algún cuerpo de funcionarios
de la Administración Pública, como para empezar de pasante en algún bufete.
Y, con estas
circunstancias, mi relación con mi hermano se fue enfriando, porque apenas ya
venía ni siquiera en verano, pues la agenda cultural de Madrid es todo el año
apretada y él debía hacerse un hueco, y si descansaba unos días en agosto se
marchaba de viaje con Justine, Marilín o Jimena, o con la muchacha de nombre
evocador que tocase en esa ocasión. Mis padres le daban su aquiescencia y le
reían las gracias, «qué chico», y le mandaban mensualmente el dinero que para
sus quehaceres les fuera requiriendo.
Yo, al fin y al
cabo, me encontraba en una situación nueva y cómoda, sin ese referente de
conocimiento amplísimo que ahora consideraba que me había hecho sombra,
percibiendo un protagonismo que antes no había tenido, y sentí mi
intelectualidad al ras agradable de la normalidad. Si alguna rara vez él venía,
yo lo esquivaba e intentaba rehuirlo, encerrándome en la habitación con algún
grueso tratado de Derecho Romano, Tributario o Penal, aduciendo que debía estudiármelo
para un próximo examen. De este modo, el punto impreciso que se fue señalando
con la marcha de Bruno, y hasta el cual nuestras vidas habían avanzado
paralelas y a pequeña distancia, comenzaba ya a quedar lejos, divergiendo y
avanzando cada una en el mismo sentido pero con ángulos complementarios, +x una de ellas y –x la otra, dirigiéndose hacia un lugar del infinito en el que
podrían no volver a encontrarse.
Pero el tiempo y el
espacio también se curvan, según me había explicado Bruno un día con unas
metáforas sobre la Relatividad que no llegué a entender, y lo hacen a veces
bruscamente, como en un agujero negro que absorbe incluso la luz y, con este
mismo color, me llegó un domingo de julio la noticia de la muerte de mis padres
en un accidente, cuando venían de pasar con mi hermano un fin de semana en
Madrid. Hacía seis meses que no nos veíamos, y estuvimos conviviendo durante
los primeros días del duelo, para recibir las visitas de los amigos y conocidos
que vinieron a expresarnos su pésame, y para arreglar los asuntos prácticos que
todos los muertos dejan a los vivos.
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