Se acerca un matrimonio sesentón, gorditos ambos. Él viste americana azul marino, camisa celeste de manga larga (los puños le asoman por los de la chaqueta), pantalón vaquero, zapatillas de deporte, sombrero de cow-boy, corbata negra estampada con flores amarillas y naranjas. Despliega un pequeño atril, coloca unas hojas con partituras y se cuelga la guitarra.
Ella se sienta en una mesa frente a él. El hombre, delante de todos, dice unas palabras y canta América, la canción de Nino Bravo. Cuando termina de cantar, la esposa le dice que está muy lejos del público y que apenas se le oye. Él adelanta el atril apenas medio paso, porque tiene delante una mesa vacía de aluminio con sus cuatro sillas. Cuando ya ha avanzado, adelanta con un pie el paraguas que también lleva: por la mañana ha llovido mucho, un tormentón de verano que ha dejado la tarde abochornada.
Canta un tango, Volver, y la esposa le dice que hay mucho ruido con los ómnibus, los autos y las motocicletas que pasan constantemente por la avenida, que está a sus espaldas, y que apenas la música alcanzará más allá de donde está ella.
—Mientras te llegue a vos... —le dice él, y canta otra cosa.
Nos interpreta parte de su repertorio y en un ratito termina. No estamos obligados a darle nada, informa, y hace un breve recorrido por las mesas para recoger voluntades. Después, se sienta frente a su amada, que toma una Fanta.
Minutos después viene una niña de no más de ocho años y deja un cromito infantil encima de las mesas en las que hay alguien sentado. Cuando ha hecho la ronda, reinicia el camino y nos pide a los clientes alguna moneda.
—¿Te vas a portar bien? —le pregunta el músico. Y saca del bolsillo grande de su americana y le entrega los mismos 20 pesos que yo le había dado.
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