Cuando destruyó por fin a la humanidad, labor en la que
empleó tres horas, porque fue dando navajazos y entonces se retrasó un poco, el
Doctor Peterson marchó andando hasta la isla desierta, por encima de los
cientos de millones de cadáveres que flotaban en las aguas del océano.
Niveló sobre el suelo la camilla que había llevado con él,
poniéndole la rótula de un varón de seis meses bajo una pata, para evitar que
quedase coja.
Antes de abrirse, se pinchó en un dedo con una aguja oxidada
que siempre llevaba y, apretándose, depositó sus cinco litros de sangre en una
urna transparente, como las que se usan en las heladerías para elaborar limón y
naranja granizados. Las aspas del ingenio daban vueltas, enchufado éste como
estaba a la palmera que daba sombra, y se impedía así que se coagulase el rojo
líquido.
El Doctor Peterson estaba ahora pálido, palidísimo, y se subió
a la camilla para tenderse en ella. Se quitó la camisa y sacó un bisturí que
guardaba en una gran herida abierta que conservaba sin cicatrizar desde su
juventud. Comprobó sobre sus venas vacías de la muñeca que estaba afilado, y
procedió entonces a partirse en dos mitades, una por encima y otra por debajo
del ombligo. Se tuvo que ayudar de una maza y un cortafríos para romperse una
vértebra de la columna que molestaba, porque ofrecía mucha resistencia a la
delgada hoja del bisturí.
Tras seccionarse, se cortó un trozo de hígado que, con el
despiste, le había quedado solo y separado en la mitad inferior. Lo cogió con
dos dedos y se lo colocó en el lugar que le correspondía, asegurándose de que
no se caería con unas gotas de pegamento que encontró en la arena de aquella
isla que nunca nadie había pisado antes.
Colocó su tronco, apoyándose en los nudillos de las manos,
entre sus piernas, y despojó a esta mitad de los pantalones y de la ropa
interior. Al tirar de ellos cayó al suelo, y la base seccionada de su tronco se
rebozó en arena y pajitas. Dio un coletazo con el estómago y volvió a la
posición que ocupaba sobre la camilla.
Empezó entonces a maniobrar en su mitad inferior y
consiguió, en seis segundos, la cantidad de semen que consideró suficiente:
habría bastante con medio litro. Puso unas gotas sobre una mano y depositó el
resto en una botella que pintó en la tierra, y la guardó en un frigorífico que
por allí había.
Luego apartó un poco los intestinos delgado y grueso,
escupió unos óvulos que llevaba en la boca y que arrancó al cadáver de una
mujer que encontró en el camino y se los depositó en su interior. Los empapó
bien con el semen de la mano y, tras secarse los restos de líquido en su
cabellera de hombre algo excéntrico, comenzó a moverse para encajar sus dos
mitades y quedar como antes. Se rodeó la cintura, a la altura de la inmensa
raja sin fin que se había hecho, con papel celo que, previsoramente, había
llevado con él. Por si acaso no tenía resistencia suficiente, colocó ocho
grapas a su alrededor, poniendo cada una a cuarenta y cinco grados de la
anterior.
Después sorbió su sangre con el canuto de un boli que
llevaba en la bata. Estaba fresquita por la acción refrigerante del aparato.
Dio un golpe al cocotero y propinó una serie de patadas a las hojas de la piña
tropical que cayó de él, que se estiraron y tomaron forma de canoa, con lo que
el Doctor Peterson pudo regresar al continente, porque las pirañas y los
camarones habían acabado con los cadáveres y no había manera de regresar
andando.
Dos meses después de aquello, y merced a un procedimiento
acelerador que sólo el Doctor Peterson conocía (y que consistía en tomarse una
bolita de mierda de oveja antes de cada comida, y ayudarla a bajar con un vaso
grande lleno de gasolina sin plomo, porque la otra perjudica al riñón) el
científico dio a luz a todo un joven con la mili hecha, y ya ingeniero.
En varias ocasiones regresó a la isla a repetir el
experimento, pero como no siempre deseaba partirse por el mismo sitio, a veces
se seccionaba verticalmente en mitad izquierda y mitad derecha, otras veces
oblicuamente, y una vez hasta en cuatro trozos, para experimentar la sensación
de hacerse cosquillas en los pies con un brazo suelto y ver con una mitad de la
cabeza cómo se reía la otra. Gracias a su inteligente método de
autoinseminación continuó la existencia de la especie humana unos años más.
Uffff... te encuentras bien?
ResponderEliminarY tú, Anónimo: ¿cómo lo llevas?
ResponderEliminarSí, perfectamente. Es un relato muy antiguo, de 1992 o una cosa así :)
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