Hacía tiempo que
había leído el cuento de los antípodas. Cada persona tiene un antípoda que, en
cada momento, se encuentra exactamente, sobre el globo terráqueo, en el punto
opuesto al de uno mismo, moviéndose con él consensuadamente, hacia el este si
uno avanza hacia el oeste, hacia el norte si uno va al sur, de modo que los dos
se mantienen siempre unidos por una línea imaginaria que pasa por el centro de
la Tierra, resultando imposible que los dos se encuentren en ningún momento,
porque el uno se aleja cuando el otro se acerca, como en una persecución
absurda e infinita.
Leí aquel cuento, que me entretuvo,
y años después he recordado el momento en que, metido en la cama, terminé su
lectura y cerré el librito que lo contenía, lo dejé en la mesita de noche y
apagué la luz y pasé unos minutos (lo que tardé en dormirme) ilusionado con el
pensamiento de que ojalá pudiera ser cierto que yo tuviera por ahí, en el lugar
más alejado, un reflejo, otro hombrecillo que estaría en este momento sentado
en su sillón escribiendo en un cuaderno negro, como yo ahora; pero, claro, él
en sus noches velaría mis días, y mis noches de sueño lo obligarían a dormir
también durante sus horas de luz porque, según el cuento, el antípoda repite
los pasos y las pausas de su álter ego, se viste a la misma hora, camina y se
sienta a la vez; pero la Tierra no es simétrica, el hemisferio sur no es una imagen
especular del hemisferio norte, ni España es igual en forma que Nueva Zelanda,
no hay en aquellas tierras correspondencia con el Finisterre de aquí, que
equivale en aquella latitud a un punto incierto y profundo del Océano Pacífico,
y yo estuve en ese lugar gallego hace apenas un mes, dos días además, y dudo
que ese tipo se mantuviera anclado o navegando por esa zona durante aquel mismo
periodo. Así que no existe el antípoda, pero el relato me resultó agradable y
deseable, me distrajo aquel rato, y me dormí esa noche imaginando la dificultad
de disponer de un planeta simétrico, porque sería una simetría no de España
arriba y añapsE directamente debajo, a la misma distancia del ecuador,
encuadrados ambos países entre los dos mismos meridianos, el de Greenwich que
pasa por Tarragona, y el que está más a la izquierda, hacia poniente, que cruza
Galicia y deja precisamente Finisterre aún más allá en occidente, o en oriente
en ese espejo imposible, sino en el lado contrario, en el punto diametralmente
opuesto que correspondiera, entre los 170º y los 180º, veinte grados al sur del
Trópico de Capricornio.
Por mi trabajo viajo mucho. Escribo papers que voy mandando a congresos y
que me van aceptando. Si el progreso de la ciencia dependiera de mí, iríamos
dados, viviríamos todavía en la Edad de Piedra, pero el caso es que los voy
presentando unas veces por aquí y otras veces acullá, allende los mares. Con
este pretexto he viajado por Europa, por Asia y América, por el sur de África,
pero nunca había estado en Oceanía, el quinto continente según la enumeración
que aprendí de pequeño y que todavía recuerdo. Pero bueno, me aceptaron en una
conferencia de Auckland un refrito de un trabajo que me habían rechazado en
algún otro lugar, y allá que me fui, a explicar a unos asistentes medio
dormidos, y dudo que interesados, la propuesta que yo hacía sobre un algoritmo
para el reconocimiento de rostros. Incluso de perfil, mi programa es capaz de
identificar a un individuo del que sólo conociera su imagen frontal. No
explicaré aquí cómo lo hago, sería tedioso e impropio, pero sí les comentaré
que se basa en la comparación de doscientos puntos del rostro, que en cada
persona se encuentran distribuidos de forma diferente. Si la imagen conocida es
frontal y se le presenta, para reconocer, una de perfil, el algoritmo realiza
unos cálculos a partir de los puntos de referencia, hace unas traslaciones y
giros y etcétera, etcétera, ya les he dicho que no se lo voy a contar.
Si se lo contara, además, podrían
reconocerme, cuando uno de los requisitos de este certamen es el mantenimiento
del anonimato, así que los miembros del jurado podrían saber que yo soy ese
profesor viajero que investiga en temas de reconocimiento de rostros. Me
faltaría poner el grant, con el
código del proyecto cicyt que me subvenciona, desde hace casi tres años, estos
viajes y trabajos.
Fui a Nueva Zelanda, en efecto, y me
encontré en el hotel del congreso a unos tipos que me reconocieron. «Píter», me
dijeron, «¿no estabas en España?». «Ai am not Píter», les contesté, y les dije
a continuación que Ai am mi nombre, que no reproduzco aquí por el tema de la salvaguarda
de mi identidad. Como continuaban incrédulos, les mostré mi pasaporte español
con mi filiación completa, mis sellos de los visados de entrada y salida a
países diversos, una foto de cartera con mi mujer y mis hijos, les señalé mi
nombre impreso en los proceedings, mi
tarjeta ¿inteligente? de esta universidad y no de otra, y me juraron y
perjuraron que yo era exactamente igual que esotro hombre que debía de andar
deambulando por la Bienal de Física, que se ha celebrado ahora en mi mismo
campus.
Aunque mi inglés técnico es el
robótico y no el físico ni el anatómico, entendí que mi otro yo se encontraba
en Ciudad Real, contando sus avances sobre el mejor conocimiento del origen del
mundo y su Big Bang, obtenidos o deducidos o inducidos gracias a la Teoría de
la Sístole y la Diástole, otro cuento que yo también conocía y que afirma que,
en efecto, el universo está en continua expansión y contracción, como un
corazón, sólo que a otro ritmo, y que al contraerse y llegar nuevamente la
materia a estar concentrada en un punto más pequeño que un camello, digo, que
el ojo de una guja, vuelve nuevamente a producirse la gran explosión, y vuelven
otra vez los átomos y las partículas a separarse exactamente de la misma forma
que en el anterior origen de los tiempos, de manera que todo es previsible y
todo se repite, y todo el mundo puede bañarse, y de hecho se baña, tras un
ciclo sistodiastólico completo, dos veces en la misma agua, a pesar de lo que
dijera Heráclito de Éfeso, de suerte que estos laaaargos periodos de estirar la
materia hasta que no da más de sí y llega a sus límites elásticos, para
retrocederla y regresarla de nuevo a la misma bolita diminuta de infinita
densidad, son ya un relato repetido de la ida y la vuelta, una película que
avanzamos con el FF y que rebobinamos con el REV, como un Charlot manipulando
la cadena de montaje marcha “alante” y marcha atrás en los Tiempos Modernos, un
Harold Lloyd escalando primero y descendiendo después, agarrado a la aguja del
reloj de la torre, tan rudimentarios pero tan eficientes los trucos del cine
mudo de principios de siglo, del siglo pasado, tan rudimentarios los trucos de
la naturaleza o de la física, que nos hacen repetir, a saber desde cuándo, los
mismos movimientos, las mismas historias, a enamorarnos una y otra vez de las
mismas personas, condenándonos, aunque conozcamos la Historia, a repetir una y
otra vez los errores del pasado, que también son los del futuro, algo parecido
a las aventuras de un personaje de cuento que se imaginaron y se escribieron una
vez, pero que son reproducidas cada vez que un lector improbable abre el libro
y las relee.
Cuando regresé a España, mis amigos
del trabajo me habían visto allí, o aquí, durante mi ausencia, a un hombre
igual que yo que hablaba un inglés perfecto con un fuerte acento, un
neozelandés que les mostró sus documentos y una foto incluso de su familia, un
clon, un antípoda, y que salió nuevamente hacia su país el día que yo regresaba
al mío.
De modo que hay un hombre por ahí
que se mueve cuando yo y que trabaja en temas que guardan una semejanza cierta
con los asuntos que me han llevado a saber de su existencia, y a él de la mía,
o así al menos lo entiendo yo: el ir y venir continuos, la imposibilidad de
encontrarse, si yo voy él viene, si esto se agranda luego se achica.
A la misma vez y desde los extremos
de nuestro diámetro, nuestra idéntica curiosidad nos llevó a escribirnos un
correo electrónico en el que dábamos cuenta de nuestros sucesos idénticos, y
que recibimos nada más enviar el nuestro respectivo. Los dos sonreímos, o así
lo supongo porque yo sí lo hice, y empezamos a escribir los mensajes de
respuesta, elaborando con nuestros dedos rápidos melodías complementarias de
sonidos de teclado, clac-clac-clac. «Puedo viajar a tu país e ir a verte», le
dije en uno; «I can go to your country to meet you», me escribió él. Como el
inicio de nuestros actos, su transcurrir y sus momentos de fin siempre
coincidían con una simultaneidad enojosa, tratábamos los dos de parar al otro,
de anticiparnos a mi/su escritura, de adelantarnos, de pensar antes que el
contrario y tomar la iniciativa del encuentro forzando al antípoda a que
aguardara, o a que viajara, pero los dos procedíamos exactamente en el mismo
instante, más temprano o más tardío, sin posibilidad por tanto de actuar de
forma asincrónica. Tras unos intentos infructuosos de descoordinarnos dejamos el
asunto por imposible: lo sé porque nos informamos de ello en el mismo momento.
Le hablé de esto a mi mujer, y él a la suya, y unos meses más tarde aproveché
una baja laboral causada por una afonía (grito demasiado en clase, hablo fuerte
y descuidadamente, no hice aquel curso sobre el uso de la voz en el aula), y me
fui a su país a darle la sorpresa. Recorrí las calles de su ciudad en orden
inverso, doblando a la derecha cuando en la mía giraba a la izquierda, y
entonces llamé a la puerta de su casa y besé a su mujer, que me había abierto
con cara de sorpresa, haciéndome en España (no a mí, sino a mi reflejo, que
había salido a buscarme), mientras él, sin duda, besaba a la mía, que lo
recibió, igualmente, imposibilitado para el habla durante unos días.
Recuerdas el nombre del cuento? Lo estoy buscando también
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