Una foto aleatoria

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martes, 7 de febrero de 2012

Mi vida en las antípodas


Hacía tiempo que había leído el cuento de los antípodas. Cada persona tiene un antípoda que, en cada momento, se encuentra exactamente, sobre el globo terráqueo, en el punto opuesto al de uno mismo, moviéndose con él consensuadamente, hacia el este si uno avanza hacia el oeste, hacia el norte si uno va al sur, de modo que los dos se mantienen siempre unidos por una línea imaginaria que pasa por el centro de la Tierra, resultando imposible que los dos se encuentren en ningún momento, porque el uno se aleja cuando el otro se acerca, como en una persecución absurda e infinita.
            Leí aquel cuento, que me entretuvo, y años después he recordado el momento en que, metido en la cama, terminé su lectura y cerré el librito que lo contenía, lo dejé en la mesita de noche y apagué la luz y pasé unos minutos (lo que tardé en dormirme) ilusionado con el pensamiento de que ojalá pudiera ser cierto que yo tuviera por ahí, en el lugar más alejado, un reflejo, otro hombrecillo que estaría en este momento sentado en su sillón escribiendo en un cuaderno negro, como yo ahora; pero, claro, él en sus noches velaría mis días, y mis noches de sueño lo obligarían a dormir también durante sus horas de luz porque, según el cuento, el antípoda repite los pasos y las pausas de su álter ego, se viste a la misma hora, camina y se sienta a la vez; pero la Tierra no es simétrica, el hemisferio sur no es una imagen especular del hemisferio norte, ni España es igual en forma que Nueva Zelanda, no hay en aquellas tierras correspondencia con el Finisterre de aquí, que equivale en aquella latitud a un punto incierto y profundo del Océano Pacífico, y yo estuve en ese lugar gallego hace apenas un mes, dos días además, y dudo que ese tipo se mantuviera anclado o navegando por esa zona durante aquel mismo periodo. Así que no existe el antípoda, pero el relato me resultó agradable y deseable, me distrajo aquel rato, y me dormí esa noche imaginando la dificultad de disponer de un planeta simétrico, porque sería una simetría no de España arriba y añapsE directamente debajo, a la misma distancia del ecuador, encuadrados ambos países entre los dos mismos meridianos, el de Greenwich que pasa por Tarragona, y el que está más a la izquierda, hacia poniente, que cruza Galicia y deja precisamente Finisterre aún más allá en occidente, o en oriente en ese espejo imposible, sino en el lado contrario, en el punto diametralmente opuesto que correspondiera, entre los 170º y los 180º, veinte grados al sur del Trópico de Capricornio.
            Por mi trabajo viajo mucho. Escribo papers que voy mandando a congresos y que me van aceptando. Si el progreso de la ciencia dependiera de mí, iríamos dados, viviríamos todavía en la Edad de Piedra, pero el caso es que los voy presentando unas veces por aquí y otras veces acullá, allende los mares. Con este pretexto he viajado por Europa, por Asia y América, por el sur de África, pero nunca había estado en Oceanía, el quinto continente según la enumeración que aprendí de pequeño y que todavía recuerdo. Pero bueno, me aceptaron en una conferencia de Auckland un refrito de un trabajo que me habían rechazado en algún otro lugar, y allá que me fui, a explicar a unos asistentes medio dormidos, y dudo que interesados, la propuesta que yo hacía sobre un algoritmo para el reconocimiento de rostros. Incluso de perfil, mi programa es capaz de identificar a un individuo del que sólo conociera su imagen frontal. No explicaré aquí cómo lo hago, sería tedioso e impropio, pero sí les comentaré que se basa en la comparación de doscientos puntos del rostro, que en cada persona se encuentran distribuidos de forma diferente. Si la imagen conocida es frontal y se le presenta, para reconocer, una de perfil, el algoritmo realiza unos cálculos a partir de los puntos de referencia, hace unas traslaciones y giros y etcétera, etcétera, ya les he dicho que no se lo voy a contar.
            Si se lo contara, además, podrían reconocerme, cuando uno de los requisitos de este certamen es el mantenimiento del anonimato, así que los miembros del jurado podrían saber que yo soy ese profesor viajero que investiga en temas de reconocimiento de rostros. Me faltaría poner el grant, con el código del proyecto cicyt que me subvenciona, desde hace casi tres años, estos viajes y trabajos.
            Fui a Nueva Zelanda, en efecto, y me encontré en el hotel del congreso a unos tipos que me reconocieron. «Píter», me dijeron, «¿no estabas en España?». «Ai am not Píter», les contesté, y les dije a continuación que Ai am mi nombre, que no reproduzco aquí por el tema de la salvaguarda de mi identidad. Como continuaban incrédulos, les mostré mi pasaporte español con mi filiación completa, mis sellos de los visados de entrada y salida a países diversos, una foto de cartera con mi mujer y mis hijos, les señalé mi nombre impreso en los proceedings, mi tarjeta ¿inteligente? de esta universidad y no de otra, y me juraron y perjuraron que yo era exactamente igual que esotro hombre que debía de andar deambulando por la Bienal de Física, que se ha celebrado ahora en mi mismo campus.
            Aunque mi inglés técnico es el robótico y no el físico ni el anatómico, entendí que mi otro yo se encontraba en Ciudad Real, contando sus avances sobre el mejor conocimiento del origen del mundo y su Big Bang, obtenidos o deducidos o inducidos gracias a la Teoría de la Sístole y la Diástole, otro cuento que yo también conocía y que afirma que, en efecto, el universo está en continua expansión y contracción, como un corazón, sólo que a otro ritmo, y que al contraerse y llegar nuevamente la materia a estar concentrada en un punto más pequeño que un camello, digo, que el ojo de una guja, vuelve nuevamente a producirse la gran explosión, y vuelven otra vez los átomos y las partículas a separarse exactamente de la misma forma que en el anterior origen de los tiempos, de manera que todo es previsible y todo se repite, y todo el mundo puede bañarse, y de hecho se baña, tras un ciclo sistodiastólico completo, dos veces en la misma agua, a pesar de lo que dijera Heráclito de Éfeso, de suerte que estos laaaargos periodos de estirar la materia hasta que no da más de sí y llega a sus límites elásticos, para retrocederla y regresarla de nuevo a la misma bolita diminuta de infinita densidad, son ya un relato repetido de la ida y la vuelta, una película que avanzamos con el FF y que rebobinamos con el REV, como un Charlot manipulando la cadena de montaje marcha “alante” y marcha atrás en los Tiempos Modernos, un Harold Lloyd escalando primero y descendiendo después, agarrado a la aguja del reloj de la torre, tan rudimentarios pero tan eficientes los trucos del cine mudo de principios de siglo, del siglo pasado, tan rudimentarios los trucos de la naturaleza o de la física, que nos hacen repetir, a saber desde cuándo, los mismos movimientos, las mismas historias, a enamorarnos una y otra vez de las mismas personas, condenándonos, aunque conozcamos la Historia, a repetir una y otra vez los errores del pasado, que también son los del futuro, algo parecido a las aventuras de un personaje de cuento que se imaginaron y se escribieron una vez, pero que son reproducidas cada vez que un lector improbable abre el libro y las relee.
            Cuando regresé a España, mis amigos del trabajo me habían visto allí, o aquí, durante mi ausencia, a un hombre igual que yo que hablaba un inglés perfecto con un fuerte acento, un neozelandés que les mostró sus documentos y una foto incluso de su familia, un clon, un antípoda, y que salió nuevamente hacia su país el día que yo regresaba al mío.
            De modo que hay un hombre por ahí que se mueve cuando yo y que trabaja en temas que guardan una semejanza cierta con los asuntos que me han llevado a saber de su existencia, y a él de la mía, o así al menos lo entiendo yo: el ir y venir continuos, la imposibilidad de encontrarse, si yo voy él viene, si esto se agranda luego se achica.
            A la misma vez y desde los extremos de nuestro diámetro, nuestra idéntica curiosidad nos llevó a escribirnos un correo electrónico en el que dábamos cuenta de nuestros sucesos idénticos, y que recibimos nada más enviar el nuestro respectivo. Los dos sonreímos, o así lo supongo porque yo sí lo hice, y empezamos a escribir los mensajes de respuesta, elaborando con nuestros dedos rápidos melodías complementarias de sonidos de teclado, clac-clac-clac. «Puedo viajar a tu país e ir a verte», le dije en uno; «I can go to your country to meet you», me escribió él. Como el inicio de nuestros actos, su transcurrir y sus momentos de fin siempre coincidían con una simultaneidad enojosa, tratábamos los dos de parar al otro, de anticiparnos a mi/su escritura, de adelantarnos, de pensar antes que el contrario y tomar la iniciativa del encuentro forzando al antípoda a que aguardara, o a que viajara, pero los dos procedíamos exactamente en el mismo instante, más temprano o más tardío, sin posibilidad por tanto de actuar de forma asincrónica. Tras unos intentos infructuosos de descoordinarnos dejamos el asunto por imposible: lo sé porque nos informamos de ello en el mismo momento. Le hablé de esto a mi mujer, y él a la suya, y unos meses más tarde aproveché una baja laboral causada por una afonía (grito demasiado en clase, hablo fuerte y descuidadamente, no hice aquel curso sobre el uso de la voz en el aula), y me fui a su país a darle la sorpresa. Recorrí las calles de su ciudad en orden inverso, doblando a la derecha cuando en la mía giraba a la izquierda, y entonces llamé a la puerta de su casa y besé a su mujer, que me había abierto con cara de sorpresa, haciéndome en España (no a mí, sino a mi reflejo, que había salido a buscarme), mientras él, sin duda, besaba a la mía, que lo recibió, igualmente, imposibilitado para el habla durante unos días.

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