«¡No te aplaudimos porque estamos merendando!».
(Un aficionado a Finito de Córdoba, tras ligar éste una serie de buenos capotazos al cuarto de la tarde, el 20 de agosto de 1996, en la plaza de Ciudad Real).
En los últimos días se ha escrito muchísimo sobre la tarde histórica de José Tomás en las Ventas, en donde la semana pasada cortó cuatro orejas, en un episodio apoteósico que parece ser que no ocurría desde hace cuarenta años (si bien Sebastián Palomo Linares consiguió un rabo, en la misma plaza, en 1972). Tengo la desgracia o la suerte de acudir poco a los toros, y menos a San Isidro (estuve hace tiempo en Las Ventas, pero viendo un concierto de AC/DC), aunque sí leo habitualmente las crónicas en la prensa y veo los resúmenes en televisión. Acudo a las plazas una o dos veces al año, y he tenido ocasión de ver colosales faenas, con vueltas al ruedo y salidas a hombros, emoción y unanimidad entre el público, convicción del presidente al otorgar los trofeos. Sin embargo, solamente una vez he sentido la carne de gallina por la emoción, hace como doce años, con dos capotazos, dos, de Curro Romero una tarde en La Maestranza, con su silencio inmenso, el olor a tabaco rondando el ambiente, la lluvia acechando. El resto de ocasiones buenas, en los que la afición ha dicho olé y ha disfrutado, me he sentido extraño, sin sentir que el pulso se me acelerase, como sí parecía pasarle al resto de aficionados.
Lo habitual es que el público se aburra, que uno vea desfilar una tarde tras otra a animales que no embisten, o a toreros a los que, a diferencia de a Ortega Cano (contaba en un entrevista que los toros buenos, cuando le miran en el ruedo, parecen decirle “Toréame muy despacito, porque yo te voy a embestir muy bien”), los toros no les hablan. No es normal matar al bicho a la primera estocada que se hunde hasta la bola, ni clavarle con perfección los tres pares de banderillas, ni que el morlaco acuda con fuerza y bravura al castigo de las tres varas: lo corriente es que el presidente disculpe dos puyazos, que una banderilla se caiga, que el toro agonice tras varios pinchazos infructuosos que dan en hueso, a los que sigue una sucesión de intentos de acertar con la cruceta para matarlo, la nuca despellejada y sangrante, en carne viva, la vida que se le escapa al toro con la hemorragia que le sale por la boca y que empapa un lugar específico de la arena, o la cara y el traje del matador cuando el animal, molesto por las banderillas que le penden en ese último hálito de vida, cabecea con fuerza para apartarse los palos y echarlos a un lado.
El espectáculo, para un tercero, es normalmente cruel, y suele carecer de arte para propios y extraños, si bien es obvio y no desmerece el valor de los toreros que bajan al albero a cumplir su función, con la intención segura de hacerlo dignamente desde el primer momento. «El Cielo», se ha dicho, «es una faena del Pasmao de Triana en una de sus tardes gloriosas».
En El Día de Ciudad Real
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